Marzo
El albañilito moribundo
Martes, 28
El albañilito moribundo
Martes, 28
El pobre hijo del albañilito está gravemente enfermo; el maestro nos recomendó que fuésemos a verle, y convinimos Garrón, Deroso y yo en ir los tres juntos. Estardo gustosamente nos habría acompañado también; pero como el maestro nos encargó la descripción del Monumento a Cavour, dijo que quería verlo para hacer más exacta la descripción.
Pora probarle también, invitamos al soberbio Nobis, que nos dio una rotunda negativa. Votino se excusó a sí mismo, quizás por miedo a mancharse el traje de cal. Nos fuimos al salir de la escuela, a las cuatro. Llovía a cántaros. Por el camino se detuvo Garrón y dijo con la boca llena de pan:
-¿Qué compramos? -y hacía sonar quince céntimos que llevaba en el bolsillo.
Pusimos diez céntimos cada uno y compramos tres grandes naranjas.
Subimos a la guardilla. Delante de la puerta Deroso se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo. Le pregunté por qué lo hacía y me respondió:
-Bueno, no sé... para no presentarme con ella...; me parece más delicado no llevar la medalla.
Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañero. Era un hombrón; que parecia un gigante: tenía alterado el semblante y parecía espantado.
-¿Quiénes sois? -preguntó.
Garrón respondió.
-Somos unos compañeros de escuela de Antonio, que le traemos tres naranjas.
-¡Ah, pobre Toño! -exclamó el albañil moviendo la cabeza-, me temo que no las pueda comer vuestras naranjas -y se enjugó los ojos con el revés de la mano.
Nos hizo pasar adelante y entramos en su cuarto a tejavana, aguardillado, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algunas escobillas de encalar, picos y cribas; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado, muy pálido, flaco con la nariz afilada, y respiraba con dificultad.
¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrón le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su perfume le despertó, la tomó en seguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrón.
-Soy yo -dijo éste-, Garrón. ¿Me conoces?
El le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrón, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella sus mejilla, y diciéndole:
-¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bueno, volverás a la escuela y el maestro te pondrá cerca de mi lado. ¿Te parece bien? ¿Estás contento?
Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:
-¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!
-¡Cállate! -le gritó el albañil con desesperación-. ¡Cállate , por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! –
Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió angustiosamente:
-: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué queréis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero , idos a vuestra casa.
El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.
-¿No quiere que le haga algún recado? -preguntó Garrón al padre.
-No, hijo buen muchacho, gracias -respondió el albañil-; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.
Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.
Pero apenas cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:
-¡Garrón, Garrón!
Subimos rápidamente los tres.
-¡Garrón! –grito el albañil, visiblemente desconcertado-. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quieres pasar?
¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!
-¡Hasta la vista! -nos dijo Garrón-; yo me quedo -y entró en la casa con el padre. Deroso tenía los ojos llenos de lágrimas, y yo le dije:
-¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es seguro que se curará bien.
-Sí, eso creo -respondió Deroso-; pero en este momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garrón y en el alma tan hermosa que tiene mi compañero.
Pora probarle también, invitamos al soberbio Nobis, que nos dio una rotunda negativa. Votino se excusó a sí mismo, quizás por miedo a mancharse el traje de cal. Nos fuimos al salir de la escuela, a las cuatro. Llovía a cántaros. Por el camino se detuvo Garrón y dijo con la boca llena de pan:
-¿Qué compramos? -y hacía sonar quince céntimos que llevaba en el bolsillo.
Pusimos diez céntimos cada uno y compramos tres grandes naranjas.
Subimos a la guardilla. Delante de la puerta Deroso se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo. Le pregunté por qué lo hacía y me respondió:
-Bueno, no sé... para no presentarme con ella...; me parece más delicado no llevar la medalla.
Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañero. Era un hombrón; que parecia un gigante: tenía alterado el semblante y parecía espantado.
-¿Quiénes sois? -preguntó.
Garrón respondió.
-Somos unos compañeros de escuela de Antonio, que le traemos tres naranjas.
-¡Ah, pobre Toño! -exclamó el albañil moviendo la cabeza-, me temo que no las pueda comer vuestras naranjas -y se enjugó los ojos con el revés de la mano.
Nos hizo pasar adelante y entramos en su cuarto a tejavana, aguardillado, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algunas escobillas de encalar, picos y cribas; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado, muy pálido, flaco con la nariz afilada, y respiraba con dificultad.
¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrón le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su perfume le despertó, la tomó en seguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrón.
-Soy yo -dijo éste-, Garrón. ¿Me conoces?
El le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrón, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella sus mejilla, y diciéndole:
-¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bueno, volverás a la escuela y el maestro te pondrá cerca de mi lado. ¿Te parece bien? ¿Estás contento?
Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:
-¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!
-¡Cállate! -le gritó el albañil con desesperación-. ¡Cállate , por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! –
Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió angustiosamente:
-: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué queréis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero , idos a vuestra casa.
El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.
-¿No quiere que le haga algún recado? -preguntó Garrón al padre.
-No, hijo buen muchacho, gracias -respondió el albañil-; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.
Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.
Pero apenas cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:
-¡Garrón, Garrón!
Subimos rápidamente los tres.
-¡Garrón! –grito el albañil, visiblemente desconcertado-. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quieres pasar?
¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!
-¡Hasta la vista! -nos dijo Garrón-; yo me quedo -y entró en la casa con el padre. Deroso tenía los ojos llenos de lágrimas, y yo le dije:
-¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es seguro que se curará bien.
-Sí, eso creo -respondió Deroso-; pero en este momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garrón y en el alma tan hermosa que tiene mi compañero.
Marzo
El conde Cavour
Miércoles, 29
El conde Cavour
Miércoles, 29
“Tienea que hacer la descripción del monumento al conde Cavour. Puedes hacerla; pero sin lograr comprender todavía por ahora la figura del insigne personaje. Pero quién era el conde Cavour. No lo puedes comprender por momento has de saber lo siguiente: por espacio de muchos años fue el primer ministro del Piamonte; mandó el ejército piamontés en Crimea para revalidar la gloria militar de nuestra patria con la victoria de Cernaia, que había quedado ofuscada por la derrota sufrida en Novara; él fue quien hizo pasar los Alpes a ciento cincuenta mil franceses para arrojar a los austríacos de Lombardía, quien gobernó a Italia en el período más importante de nuestra revolución, el que dio aquellos años el impulso más poderoso a la santa empresa de la unificación de la patria, con su claro ingenio, con invencible constancia y con una laboriosidad más que humanos limites.
Muchos generales conocieron horas tremendas en el campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venirse abajo de un momento a otro como frágil edificio sacudido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la paralización del corazón.
Tan gigantesco y tempestuoso trabajo le quitó veinte años de vida. Sim embargo aun con una fiebre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, luchaba desesperadamente con la enfermedad para hacer algo por su Patria.
-Es extraño -decía con dolor en su lecho de muerte-; ya no sé leer ni puedo leer.
Mientras le sacaban sangre, y la fiebre aumentaba pensaba en Italia y decía imperiosamente:
-Curadme; mi mente se oscurece y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.
Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:
-Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; muchas cosas pero me encuentro muy enfermo y no puedo, no puedo -y se acongojaba.
Siempre su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y las nueve provincias de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios se apoderaba de él decía:
-¡Educad a la infancia y a la juventud! Exclama entre lñas angustias de la muerte... Gobiérnese educad con libertad.
El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.
Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo necesitaba y por la cual había consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo.
Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondía a su admirable existencia.
Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío, cuando pases por delante de aquella imagen de mármol y dile desde el fondo de tu corazón: «¡Gloria a ti!» «¡Yo te glorifico!»”
Muchos generales conocieron horas tremendas en el campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venirse abajo de un momento a otro como frágil edificio sacudido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la paralización del corazón.
Tan gigantesco y tempestuoso trabajo le quitó veinte años de vida. Sim embargo aun con una fiebre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, luchaba desesperadamente con la enfermedad para hacer algo por su Patria.
-Es extraño -decía con dolor en su lecho de muerte-; ya no sé leer ni puedo leer.
Mientras le sacaban sangre, y la fiebre aumentaba pensaba en Italia y decía imperiosamente:
-Curadme; mi mente se oscurece y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.
Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:
-Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; muchas cosas pero me encuentro muy enfermo y no puedo, no puedo -y se acongojaba.
Siempre su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y las nueve provincias de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios se apoderaba de él decía:
-¡Educad a la infancia y a la juventud! Exclama entre lñas angustias de la muerte... Gobiérnese educad con libertad.
El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.
Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo necesitaba y por la cual había consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo.
Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondía a su admirable existencia.
Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío, cuando pases por delante de aquella imagen de mármol y dile desde el fondo de tu corazón: «¡Gloria a ti!» «¡Yo te glorifico!»”
“TU PADRE”
CORAZÓN
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