domingo, enero 06, 2008

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)


Abril

Primavera

Sábado, 1



¡Primero de abril! Tres meses ¡Todavía nos quedan tres meses de curso! Ha sido la mañana de hoy una de las más hermosas del año.

En la escuela estaba contento porque Coreta me había propuesto que pasado mañana fuésemos a presenciar la entrada del Rey juntamente con su padre, que lo conoce personalmente, y también por haberme prometido mi madre llevarme ese mismo día a visitar la asilo infantil de la carretera de Valdoceo. También estaba contento porque el albañilito va mejorando, y porque el maestro dijera ayer tarde a mi padre cuando le preguntó por mí:

-Va bien, va mucho mejor.

¡Y luego hemos tenido una mañana realmente primaveral¡. Desde las ventanas de la escuela se veía el cielo azul, los árboles del jardín llenos de brotes nuevos, las ventanas de las casas abiertas de par en par, con los cajones y las macetas cubiertos de verdor.

El maestro no se reía, porque nunca se ríe, pero estaba de buen humor, y casi no se le advertía la arruga recta que casi siempre tiene en la frente. Hasta bromeaba al explicar en la pizarra un problema. Se notaba que encontraba placer respirando el aire del jardín que entraba por las ventanas, con fresco olor a tierra y hojas, que hacía pensar en los paseos por el campo.

Mientras explicaba, se oían los golpes de un herrero sobre el yunque, y en la casa de enfrente, a una mujer que cantaba para dormir a su niño; a lo lejos, en el cuartel de Cernaia, tocaban las trompetas.

Todos estábamos contentos, incluso hasta el mismo Estardo.

En un momento el herrero de la calle inmediata empezó a martillar más fuertemente; la mujer a cantar más alto. El maestro cesó de explicar y prestó atención. Luego dijo lentamente, mirando por la ventana:

-El cielo nos sonríe; una madre canta, un hombre honrado trabaja; los muchachos que estudian; ¡Oh, qué cosas tan hermosas!

Cuando salimos de clase, pudimos comprobar que también estaban los demás alegres; marchaban en fila marcando fuertemente el paso y canturreando, como en vísperas de unas vacaciones de cuatro días; las maestras bromeaban; la de la pluma roja saltaba detrás de sus alumnitos como una colegiala; los padres de los muchachos hablaban entre sí riéndose, y la madre de Crosi, la verdulera, llevaba en las cestas tantos ramilletes de violetas, que llenaban de perfume el gran zaguán de la escuela.

Nunca me había sentido tan contento como al ver esta mañana a mi madre esperándome en la calle. Y se lo dije yendo a su encuentro:

-Estoy contento. ¿Qué ocurre, Por qué estoy tan contento esta mañana?

Y mi madre me contestó sonriendo que era por la bella primavera y la conciencia tranquila.




Abril

El rey Humberto

Lunes, 3




A las diez en punto vio mi padre desde la ventana a Coreta, el vendedor de leña, y a su hijo, esperándome en la plaza.

-Allí están, Enrique- me dijo- vete a ver al Rey.

Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más listos que de ordinario y nunca como esta mañana había notado su gran parecido, tanto el uno al otro: el padre llevaba puesto en la chaqueta la medalla al valor entre otras dos conmemorativas; las puntas del bigote rizados y puntiagudos como dos agujas.

Inmediatamente nos pusimos en marcha enseguida hacia la estación del ferrocarril, donde el Rey debía llegar a las diez y media. Coreta padre fumaba su pipa y se estregaba las manos.

-¿Sabéis -decía- que no le he vuelto a ver desde la guerra del sesenta y seis? La friolera de quince años y seis meses. Primero tres años en Francia; luego en Mondoví; y aquí que le habría podido ver, jamás ocurrió que estuviese en la ciudad que me encontrase en la ciudad cuando venía él. ¡Lo que son las casualidades!

Llamaba al Rey Humberto, como si fuera un camarada: «Humberto mandaba la 16.a división.» «Humberto tenía veintidós años y tantos días.» «Humberto montaba un caballo de esta y de la otra manera»

-¡Quince años! -decía fuertemente con voz fuerte, alargando el paso.

-¡Ya tengo ganas de volverlo a ver! Lo dejé príncipe, y lo encuentro rey. También he cambiado yo: de soldado he pasado a ser soldado a vendedor de leña -y se reía.

Su hijo le preguntó:

-¿Te conocería, si te viese?

El hombre se echó a reír.

-Estás loco - respondió-. Eso es imposible. ¡Pues no faltaba más! El, Humberto, era uno solo, y nosotros éramos como las moscas. Y luego ¿Te parece que nos iba a estar mirando uno a uno?

Desembocamos en la avenida de Víctor Manuel. Mucha gente se dirigía, como nosotros, a la estación. Pasaba una compañía de alpinos con la banda de trompetas abriendo la marcha. Dos carabineros a caballo iban al galope.

-¡Sí! -exclamó Coreta padre, animándose-; tengo mucho gusto en volver a ver a mi general de división. ¡Ah! Lástima que haya envejecido tan pronto! Me parece que era ayer cuando llevaba la mochila a la espalda y el fusil en las manos en medio de una enorme confusión, aquella mañana del 24 de junio, cuando íbamos a entrar en combate. Humberto iba y venía con sus oficiales mientras a lo lejos retumbaba el cañón. Todos lo mirábamos y decíamos:

«Con tal de que no le toquen a él una bala...» Estaba a mil leguas de pensar que poco después lo iba a tener tan cerca de las lanzas de los ulanos austríacos, precisamente a cuatro pasos el uno del otro, hijos míos. Hacía un tiempo magnífico y el cielo parecía un espejo; ¡con un calor!... Veamos si se puede entrar.

Habíamos llegado a la estación. Había un gentío inmenso, carruajes, guardias, carabineros, representantes de entidades con banderas. Tocaba la banda de un regimiento.

Coreta padre intentó entrar bajo un pórtico, pero se lo impidieron. Entonces pensó situarse en primera fila, entre la multitud que se agrupaba a la salida, y, abriéndose paso a codazos, logró su propósito; nosotros le seguimos. Pero el gentío, en sus movimientos de vaivén, nos llevaba de un lado a otro. El vendedor de leña se colocó junto a la primera columna del pórtico, donde los guardias no dejaban estar a nadie.

-Venid conmigo -dijo de repente, y, llevándonos de la mano, cruzamos rápidamente el espacio libre situándonos de espaldas a la pared.

En seguida se presentó un oficial de Seguridad, que le dijo:

-Aquí no se puede estar.

-Yo soy del cuarto batallón del 49 -le respondió Coreta, señalándole la medalla.

El sargento le miró y dijo:

-¡Bien quédese!

-Pero ¿¡si siempre lo he dicho!? -exclamó muy ufano Coreta-; el cuarto del cuarenta y nueve es una palabra mágica. ¿No tengo derecho a ver con cierta satisfacción a mi general, después de haber formado el cuadro? Si entonces lo vi tan de cerca, justo es, creo yo, que lo vea también ahora de cerca. ¡Y qué digo general! ¡Si durante media hora fue el comandante de mi batallón, porque en aquellos momentos él era quien lo mandaba estando en medio de nosotros, y no el mayor Ulrich, qué diablos!

En la sala de espera y en sus proximidades se veía, entretanto, a muchos señores y oficiales; delante de la puerta se alineaban los coches con los criados vestidos de rojo.

Coreta preguntó a su padre si el príncipe Humberto tenía en su mano la espada cuando estaba en el batallón.

-¡Ya lo creo! -respondió-; para poder parar una lanzada, que podía tocarle como a cualquier otro. ¡Ah. Los demonios desencadenados se nos echaron encima con la ira de Dios! Corrían por entre los grupos, los escuadrones y los cañones, pareciendo remolinos de un huracán, rompiéndolo y destrozándolo todo. Era una confusión de coraceros de Alejandría, lanceros de Foggia, de infantes, hulanos, bersalleros, un infierno en el que nadie se entendía. Yo oí gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!», viendo venir seguidamente las lanzas enemigas; disparamos los fusiles y una nube de pólvora lo ocultó todo... Luego se disipó el humo... El suelo estaba cubierto de caballos y de hulanos heridos y muertos. Yo volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a Humberto, montado a caballo que miraba a su alrededor, tranquilo, como con deseos de preguntar: «¿Ha recibido arañazos alguno de mis valientes?» Y nosotros le vitoreamos en su misma cara como locos. ¡Qué momentos, santo Dios!... Ya llega el tren real.

La banda tocó; acudieron los oficiales y la multitud se apoyó en la punta de los pies.

-¡Habrá que esperar un poco! -dijo un guardia-. Ahora está oyendo un discurso.

Coreta padre no cabía en su pellejo.

-¡Ah! Cuando pienso en ello, me parece verlo allá. Bien está que acuda a visitar a los atacados por el cólera y que se halle entre los damnificados por los terremotos, para darles ánimo, eso es meritorio; pero yo siempre lo tengo presente en mi recuerdo como lo vi entonces, en medio de nosotros, con asombrosa serenidad. Y estoy seguro de que también se acordará él del cuarto del 49, aun ahora siendo que es rey, y le gustaría reunirse con todos nosotros en alguna ocasión, con los que tenía a su alrededor en aquellos instantes. Ahora le rodean generales y señores encopetados; entonces no tenía cerca de sí más que pobres soldados.


¡Si yo pudiera cruzar con él a solas unas cuantas palabras! ¡Casi nada, nuestro general de veintidós años, nuestro augusto príncipe, confiado a nuestras bayonetas... ! ¡Quince años que no lo veo... ! ¡Nuestro Humberto...! ¡Esa música me hace hervir la sangre, palabra de honor!

Una frenéticos griterías le interrumpieron; millares de sombreros se agitaron al viento; cuatro señores vestidos de etiqueta negro subieron al primer carruaje.

-¡Es él! -gritó Coreta, permaneciendo como encantado. Después prosiguió en voz baja:- ¡Virgen mía, qué canoso está ya!

Los tres nos descubrieron. El carruaje real avanzaba con lentitud, entre los vítores de la multitud, que gritaba y le saludaba con los sombreros en la mano. Yo miraba a Coreta padre. Me pareció otro, como si de pronto se hubiese hecho más alto, pálido, rígido, apoyándose a la pilastra.

El carruaje llegó delante de nosotros, a un paso de la pilastra.

-¡Viva! -gritaron muchas voces a una

-¡Viva! -gritó Coreta después de todos.

El Rey se fijó en él y se detuvo un momento su mirada en las tres medallas.

Coreta perdió entonces la cabeza y exclamó: -¡Cuarto batallón del cuarenta y nueve!

El Rey, que ya estaba mirando a otra parte, se volvió hacia nosotros y, fijándose más en Coreta, extendió la mano fuera del coche.

Coreta dio un salto adelante y se la estrechó.

El carruaje pasó, se interpuso el gentío y nos separó, perdiendo de vista a Coreta padre. Fue tan sólo un instante. En seguida se puso anhelante, con los ojos humedecidos, y llamó a voces a su hijo, teniendo la mano en alto. El hijo se lanzó hacia él, y él le gritaba.

-¡Ven acá, hijo mío -le dijo- que todavía tengo caliente la mano! -Y se la pasó por la cara, añadiendo:- Esta es la caricia del Rey.

Allí se quedó, como si despertara de un sueño, con los ojos fijos sobre la lejana carroza real, sonriendo, con la pipa en las manos, en medio de un grupo de curiosos que le miraban.

-Es uno del cuarto del 49 -decían-, es un antiguo soldado que conoce al Rey. El Rey lo ha reconocido y le ha estrechado la mano.

-Ha entregado un memorial al Rey -añadió otro en tono más alto.

-¡Eso no es cierto! -rebatió Coreta volviéndose con brusquedad-; no le he pedido ningún favor. Otra cosa le daría si me la pidiese... -Todos le miraron con cierto asombro. Y él añadió sin inmutarse, dijo:

¡Mi sangre!


Abril


El asilo infantil



Martes, 4



Mi madre, cumpliendo su promesa, me llevó ayer, después de almorzar, al asilo infantil de la avenida de la carrera Valdoceo, iba para recomendar a la directora a una hermanita de Precusa.

Yo no había visto nunca un asilo así. ¡Cuánto me divertí Eran doscientos, entre niños y niñas, tan pequeños, que nuestros parvulitos de la primera inferior son unos hombres a su lado. Llegamos cuando entraban en fila de a dos en el refectorio, donde había dos mesas muy larguisimas con muchas agujeros redondas, y en cada una de ellas una escudilla negra, llena de arroz y habichuelas, y una cuchara de estaño al lado.

Al entrar, algunos se caían y permanecían sentados en el suelo, hasta que acudían las maestras para levantarlos. Muchos se paraban ante una escudilla, creyendo que fuese aquel su sitio, y engullían inmediatamente una cucharada; pero alguna maestra les decía: «¡Adelante!» Ellos daban tres o cuatro pasos y tomaban otra cucharada, y así hasta que llegaban a su puesto, después de haber consumido a cucharadas sueltas media ración por lo menos. Al fin, a fuerza de empujarlos y de gritar: «Cada cual a su sitio», los pusieron en orden y empezó la oración. Pero los de la fila de dentro, que para rezar tenían que ponerse de espaldas a la escudilla, volvían de vez en cuando la cabeza hacia atrás para no perderla de vista y que nadie les birlase nada; rezaban con las manos juntas y los ojos hacia el cielo, pero con el corazón en el plato.. Luego se pusieron a terminar la oración, empezaron a comer.

¡Qué espectáculo tan divertido! Uno comía con dos cucharas; otro se servía exclusivamente con las manos; muchos cogían las habichuelas una a una y se las iban guardando en el bolsillito; otros, en cambio, se las ponían en el delantalito y las machacaban hasta convertirlas en una pasta. No faltaban los que no comían por embobarse viendo volar las moscas, y algunos estornudaban y lanzaban una granizada de arroz en torno suyo. Aquello parecía un gallinero. Pero era muy divertido. Eran dignas de verse las dos hileras de niñas con el pelo sujeto en lo alto de la cabeza con cintas rojas, verdes y azules. Una maestra preguntó a una fila de ocho niñas:

-¿En dónde nace el arroz?

Las ocho de par en par abrieron la boca llena de comida y respondieron a una, cantando:

-El arroz se cría en el agua.

Después mandó la maestra:

-¡Manos en alto!

Y fue bonito observar que se levantaban todos aquellos bracitos, que unos meses antes estaban en pañales, y agitarse todas las manecitas, dando la sensación de ser otras tantas mariposas blancas y sonrosadas.

Luego salieron al recreo, no sin antes coger las cestitas con la merienda, que estaban colgadas en la paredes.

Fueron al jardín y se esparcieron, sacando sus provisiones: pan, ciruelas pasas, un trocito de queso, un huevo hervido, peras pequeñitas, un puñado de garbanzos o un ala de pollo. En unos momentos todo el jardín estuvo cubierto de migajas y partículas como si en él hubieran esparcido granzas para bandadas de pájaros. Comían en las posturas más extrañas, como los conejos, los topos, los gatos, royendo, lamiendo, chupando. Un niño sostenía sobre su pecho una rebanada de pan y la iba untando con una níspola, como si sacara brillo a una espada.

Unas niñas estrujaban en la mano requesones frescos que escurrían como leche entre los dedos y se los metían en las mangas, sin que ellas se apercibieran. Corrían y se perseguían con las manzanas y los panecillos en los dientes, como los perritos. Vi a tres que introducían un palillo en un huevo duro creyendo descubrir en él verdaderos tesoros, lo esparcían por el suelo y luego lo recogían pedacito a pedacito con gran paciencia, como si hubiesen sido perlas.

Los que llevaban algo extraordinario tenían a su alrededor a ocho o diez criaturas con la cabeza inclinada hacia el interior, como habrían mirado la luna en un pozo. Al menos unos veinte estaban alrededor de un chiquito que tenía en la mano un cucurucho de azúcar, y todos le hacían cumplidos para que les permitiese mojar el pan; él lo consentía a unos; y a otros, después de hacerse rogar, sólo les permitía chuparse el dedo.

Entretanto mi madre había acudido al jardín y acariciaba ora a uno ora a otro. Muchos le seguían, e incluso se le echaban encima para pedirle un beso, poniendo la carita hacia arriba, como si mirasen a un tercer piso, abriendo y cerrando la boca cual si pidieran de mamar. Uno le ofreció un gajo de naranja ya mordido; otro una cortecita de pan; una niña le dio una hoja, otra le enseñó muy seriecita la punta del dedo índice, donde, fijándose bien, podía verse una ampollita microscópica, que se había hecho el día anterior al tocar la llama de una vela. Le ponían ante los ojos, como grandes maravillas, insectos tan pequeños que no me explico cómo podían verlos y cogerlos, pedazos de tapón de corcho, botoncitos de camisa y florecitas cortadas de las macetas.

Un niño con la cabeza vendada, que quería se le atendiese a toda costa, le balbuceó no sé qué historia de una voltereta, sin que se le entendiera lo más mínimo; otro quiso que mi madre se inclinase y le dijo al oído:

-Mi padre hace escobas. Mientras entretanto ocurrían por todas partes mil peripecias que obligaban a acudir a las maestras: niñas que lloraban porque no podían deshacer un nudo del pañuelo; otras que por dos semillas de manzana disputaban a gritos y se arañaban; un niño se había caído boca abajo sobre un banquito volcado, y lloraba por no poderse levantar.

Antes de marcharnos, mi madre tomó en brazos a tres o cuatro y entonces acudieron de todas partes, con las caras manchadas de yema de huevo y de zumo de naranja, para que los cogiera; uno le agarraba las manos; otro le cogía un dedo para verle la sortija; quién le estiraba de la cadenita del reloj y había uno que se empeñaba en tocarle las trenzas.

-¡Por Dios! Cuidado, señora -decían las maestras-, que le van a estropear a usted el vestido!
Pero mi madre no hacía caso l importaba poco y continuó besándoles. Se le echaban encima, los primeros con los brazos extendidos, como queriendo trepar por ella, y los más distantes tratando de abrirse paso para ponerse en primer término. Todos le decían a gritos:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

Al fin logró escapar del jardín, y entonces todos corrieron a asomarse por entre los barrotes de la verja, para verla pasar y sacar los bracitos fuera en saludo, ofreciéndolo todavía pedazos de pan, trocitos. de níspolas y cortezas de queso, gritando a la vez:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vuelve mañana! ¡Ven otra vez!

Mi madre al salir, movió su mano por encima de aquellas cien manecitas que se agitaban, como sobre una guirnalda de rosas vivas, y cuando estuvimos en la calle, a pesar de ir ella cubierta de migajas y de manchas, manoseada y despeinada, con una mano llena de flores y los ojos hinchados por las lágrimas, se sentía tan contenta como si saliera de una fiesta.

A lo lejos seguía oyéndose el vocerío del jardín de la guardería infantil, como un gorjeo de pajarillos, diciendo:

-¡Adiós! ¡Adiós! ! ¡Adiós! ¡Ven otra vez, señora!



Abril


En clase de gimnasia



Miércoles, 5





En vista de que el quiera que continúa haciendo un tiempo hermosisimo, nos han hecho pasar los aparatos de gimnasia que están colocados en el jardín.

Garrón estaba ayer en el despacho del señor Director cuando llegó la madre de Nelle, la rubia señora vestida de negro, para suplicarles que dispensasen a su hijo de los nuevos ejercicios. Cada palabra le costaba un esfuerzo, y hablaba teniendo una mano puesta sobre la cabeza de su muchacho.

-No puede... -dijo al Director.

Pero Nelle se puso tan angustiado al ver ante la posibilidad de quedar excluido de dichos ejercicios y sufrir una humillación más..., por lo que dijo a su madre:

-Ya verás, mamá, que soy capaz de hacer lo que otros.

Su madre le miraba en silencio, con expresión de afecto y de piedad. Después dijo dedando, le hizo observar:

--Me dan miedo por sus compañeros... Quería decir….. que temía se burlasen de él.

Pero Nelle le respondió:

-No me importa nada... Además, está Garrón. Basta que él no se ria.

Entonces consintieron que fuese a la clase de gimnasia.

El profesor, el de la cicatriz en el cuello, que sirvió a las órdenes de Garibaldi, nos llevó en seguida a las barras verticales, que son muy altas, y había que subirse hasta lo último, quedando de pie sobre el eje transversal. Deroso y Coreta subieron como dos monos; también se mostró ágil en la subida el pequeño Precusa, aunque estorbándole el chaquetón que le llegaba hasta las rodillas, y para hecerle reír y estimularle, le repetíamos su acostumbrado estribillo:

-Dispensame, dispensame. Estardo bufaba, se ponía colorado como un pavo y apretaba los dientes como perrito rabioso; pero aunque hubiese reventado habría llegado a lo último, como, en efecto, llegó. También superó la prueba Nobis, que adoptó desde lo alto la postura de un emperador. Votini se resbaló dos veces, a pesar de su bonito traje con listas azules, que le habían hecho expresamente para la gimnasia.

Para subir con mayor facilidad, todos nos embadurnábamos las manos con pez griega, o colofonia, como la llaman, y, por supuesto, es el traficante de Garofi quien la provee a todos en polvo, vendiéndola a perragorda el cucurucho, ganándose casi otro tanto.

Luego le correspondió a Garrón, que trepó, sin dejar de masticar pan, como si no tuviera importancia, y creo que habría sido capaz de subir llevando a uno de nosotros a la espalda; tanta es la fuerza de ese torete. Después de Garrón llegó la vez a Nelle. En cuanto se agarró a las barras con sus largas y débiles manos, muchos empezaron a reírse y burlarse; pero Garrón cruzó sus robustos brazos sobre el pecho y dirigió en torno suyo una mirada tan expresiva, que todos comprendieron que recibiría unos guantazos, aun en presencia del profesor, el que prosiguiera en la burla. Ante esto, todos dejaron de reírse inmediatamente.

Nelle empezó a subir; al pobrecillo le costaba mucho; se ponía morado; respiraba fuerte y le corría el sudor por la frente.

El profesor le dijo: -¡Baja!

Pero no le obedeció, y hacía esfuerzos obstinados. Yo esperaba verle caer de un momento a otro, medio muerto. ¡Pobre, Nelle! Pensaba que, de haber estado en su lugar, en caso de que me hubiese visto mi madre, habría sufrido muchísimo. Y lo hacía porque le aprecio y no sé qué habría dado para hacerle subir; le habría empujado desde abajo sin que me vieran. Entretanto

Garrón, Deroso y Coreta le decían:

-¡Arriba, arriba, Nelle! ¡Venga, valiente! ¡Animo, sigue! Otro empujon y Nelle hizo un gran esfuerzo, lanzando un gemido y estuvo a dos palmos del travesaño.

-¡Muy bien, valiente! -gritaron los otros-. ¡Animo! Ya no falta más que un poquito.

Nelle se agarró al travesaño, y todos le aplaudimos.
-¡Bravo! -dijo el maestro-, pero ya está bien. Bájate.

Sin embargo Nelle quiso hacer lo mismo que los anteriores, y, después de no poco esfuerzo, consiguió poner los codos en el travesaño, luego las rodillas, y, por último, los pies, plantándose, al fin, en él. Sin casi poder respirar, pero sonriendo, nos dirigió a todos una mirada de satisfacción. Todos le aplaudimos de nuevo y él volvió la cabeza hacia la calle.

Yo me volví también en aquella dirección y, a través de las plantas que hay delante de la verja del jardín, vi a su madre, que paseaba por la acera, sin atreverse a mirar.

Nelle descendió y todos le felicitamos. Estaba excitado, colorado y le brillaban los ojos; no parecía el mismo.

Luego a la salida, cuando la madre salió a su encuentro y le preguntó con inquietud, abrazándole:
-¿Y qué, obre hijo Qué tal ha ido, hijo mío?

Todos los compañeros respondimos:

-¡Lo ha hecho muy bien! Ha subido como nosotros. Está fuerte, ¿sabe? ¡Y ágil! Hace lo que cualquier otro.

No es para decir la alegría de la buena señora. Quiso darnos las gracias uno por uno, y no pudo.

Estrechó la mano a tres o cuatro, hizo una caricia a Garrón, se llevó consigo al hijo y los vimos marchar un gran trecho de prisa, hablando y gesticulando entre ellos, sumamente contentos como antes no los había visto nunca.

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