viernes, noviembre 30, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

*
Febrero

Los muchachos ciegos


Jueves, 24



Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía.

-Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.

-¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?

-Sí, durante varios años -respondió. Y Deroso insinuó a media voz:

-¿Por qué no nos dice algo de ellos?

El maestro se sentó en su mesa.

Coreta dijo en alta voz:

-El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.

-Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.

Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano.

¡Imaginaos cuánto deben haber sufrido y cuánto deben sufrirán cuando piensen, así confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los que ven Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros..., me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos veintiseis mil ciegos en nuestra nación! ¡veintiseis mil personas que no ven la luz...¿comprendéis?...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!!El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar.

Deroso preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros.

El maestro dijo:

-Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que lo están en nostros. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hay sol?». Y elque es más listo para vestirse va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peon y, al oír el zumbido que produce al girar, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!

Garofi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos
aprenden las Matemáticas mejor que los otros.

El maestro respondió:

-Así es, Es verdad. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones.
Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!

Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.

Votino preguntó si tocaban bien. -Sienten hondamente la música -respondió el maestro-

. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!

Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista.» Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.

La música es para ellos lo que la luz para nosotros.

Deroso preguntó si sería posible ir a verlos.

-Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión.

Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas.

Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»

Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.

¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... ¡Oh! ¡Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás la cara de sus respec tivas madres!.




Febrero

El maestro enfermo

Sábado, 25



Ayer tarde, al salir de la escuela, fui a visitar al profesor que está malo. El trabajo excesivo le ha puesto enfermo. Cinco horas de lección al día, luego una hora de gimnasia, luego otras dos horas de escuela de adultos por la noche, lo cual significa que duerme muy poco, que come a escape y que no puede ni respirar siquiera tranquilamente de la mañana a la noche; no tiene remedio, ha arruinado su salud.


Esto dice mi madre. Ella me esperó abajo, en la puerta de la calle; subió, y en las escaleras me encontré al maestro de las barbazas negras, Coato, aquel que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él me miró con los ojos fijos, bramó como un león (por broma), y pasó muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuarto y tiraba de la campanilla; pero pronto cambié, cuando la criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscuras, donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en una cama pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se puso la mano en la frente como pantalla para verme mejor, y exclamó con voz afectuosa:

-¡Oh, Enrique!

Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hombro y me dijo:

-Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver a tu pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, querido Enrique. Y, ¿cómo anda la escuela? ¿Qué tal los compañeros? ¿Todo va bien, eh, aun sin mí? Os encontráis bien sin mí, ¿no es verdad?

¡Sin vuestro viejo maestro!

Yo quería decir que no; él me interrumpió:

-Ea, vamos, ya lo sé que no me queréis mal.

Y dio un suspiro.

Yo miraba unas fotografías clavadas en las paredes.

-¿Ves? -me dijo-. Todos esos muchachos me han dado sus retratos, desde hace más de
veinte años. Guapos chicos. He ahí mis recuerdos. Cuando me muera, la última mirada la echaré allí, a todos aquellos pilluelos, entre los cuales he pasado la vida. ¿Me darás tu retrato también cuando termines el grado elemental?

Luego tomó una naranja que tenía sobre la mesa de noche, y me la alargó diciendo:

-No tengo otra cosa que darte; es un regalo de enfermo.

Yo le miraba y tenía el corazón triste, no sé por qué.

-Ten cuidado, ¿eh? -volvió a decirme-; yo espero que saldré bien de ésta; pero si no me curase..., cuídate de ponerte fuerte en Aritmética, que es tu lado flaco; haz un esfuerzo; no se trata más que de un primer esfuerzo, porque a veces no es falta de aptitud; es una preocupación o, como si se dijese, una manía.

Pero, entretanto, respiraba fuerte; se veía que sufría.

-Tengo una fiebre muy alta... -Y suspiró-. Estoy medio muerto. Te lo recomiendo: ¡firme en Aritmética y en los problemas! ¿Que no sale bien a la primera? Se descansa un momento y se vuelve a intentar. ¿Que todavía no sale bien? Otro poco de descanso y vuelta a empezar. Y adelante, pero con tranquilidad, sin cansarse, sin perder la cabeza. Vete. Saluda a tu madre. Y no vuelvas a subir las escaleras; nos volveremos a ver en la escuela. Y si no nos volvemos a ver, acuérdate alguna vez de tu maestro del tercer año, que siempre te ha querido bien.

Al oír aquellas palabras, sentí deseos de llorar.

-Inclina la cabeza -me dijo. La incliné sobre la almohada y me besó sobre los cabellos. Luego añadió-: Vete -y volvió la cara del lado de la pared. Yo bajé volando las escaleras, porque tenía necesidad de abrazar a mi madre.



Febrero

La calle

Sábado, 25

*
“Te he estado observando desde la ventana esta tarde de volver de casa del maestro y he visto que tropezabas con una señora. Ten más cuidado cuando vayas por la calle. También hay en ella deberes que cumplir. Si en una casa procuras medir los pasos y los gestos en una casa, ¿por qué no has de hacer otro tanto en la calle, que es la casa de todos?

Acuérdate, Enrique: cuando encuentres a un anciano, a un pobre, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debemos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.

Siempre que veas a una persona en peligro de ser arrollada por un vehículo sácala de la calzada si es un niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa, coge el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no presenciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniatado entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir mañana de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chicos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos y a los niños abandonados; piensa que pasan la desventura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien tenga una deformidad repugnante o ridícula.

Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Responde siempre confinura al que te pregunte por una calle. No mires a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni grites.

Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga, ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, también la hallarás en el interior de las casas.

Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives; si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría tenerla presenté en la memoria, poder recorrer con el pensamiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encontraste los primeros amigos. Ella ha sido una madre para ti: te ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus calles y en su gente, ámala y defiéndela si alguna vez la injurian delante de ti. "


TU PADRE


jueves, noviembre 29, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

*
Febrero

El taller

Sábado, 18




Ayer vino Precusa a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento.

Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garofi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garofi! Asomándonos a la puerta vimos a Precosa sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precusa padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego.

-¡Ah! ¡Aquí le tenemos -dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra- al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. -Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces.

El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

-¿Ha visto cómo se hace, señorito? -me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

-En verdad que está bien hecha -le dijo mi padre; y prosiguió-: ¡Vamos!... Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

-Ha vuelto, sí -respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido-. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? -Mi padre se hizo el desentendido-. Aquel guapo muchacho -dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo-; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla...

¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! -El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo-: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá.

Entonces Precosa cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro.

-Así me gusta -dijo el herrero y lo puso en tierra.

-¡Así me gusta, Precusa! -exclamó mi padre con alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precusa me dijo:

-Dispénsame -y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

-Tú le has regalado tu tren -me dijo mi padre por el camino-; pero aun cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre.




Febrero

El payasito

Lunes, 20




Toda la ciudad está convertida en un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En cada plaza se levantan carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de tela, donde funciona cierta pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos.

El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas y titireteros duermen y se visten; tres casetas sobre ruedas, con sus ventanitas y una chimeneíta cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas.

Hay una mujer que da de mamar a un rorro de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda.

¡Pobre gente!

Se les llama saltimbanquis de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!

Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo!:

Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón.

En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel.

Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillete, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados de negro. Calza zapatitos de tela. Es un diablrjo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre.

Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos.

Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.

Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa.

¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.

-Publica un buen artículo en el periódico -le dijo-, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente.

Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia en 'que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato artístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la representación del domingo acudió una gran multitud al circo. Estaba anunciado:

Gran función y presentación a beneficio del payasín» como se le llamaba en el periódico. Mi padre me llevó a los asientos de la primera fila. .

En la entrada habían fijado un ejemplar del periódico. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores llevaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito, el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente satisfecho.

El circo se llenó por completo y faltaron localidades.

El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta entonces ningún periódico se había ocupado de su espectáculo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la recaudación superó todas las previsiones.

Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores había gente conocida. Cerca de la entrada por donde aparecían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro de gimnasia, que había militado a las órdenes de Garibaldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito, con su carita redonda, sentado junto al gigante de su padre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garofi, que contaba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cierta distancia de nosotros, estaba el pobre Robeto, el que salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, teniendo las muletas entre las rodillas, apretado junto a su padre, el capitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre su hombro.

Comenzó la función.

En cierto momento vi que el maestro de gimnasia hablaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía repentinamente una mirada por las sillas de la primera fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el maestro le habría dicho que era el autor del artículo aparecido en el periódico y, para evitar compromisos y que acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó del local diciéndome:

-Quédate, Enrique. Que yo te espero fuera.

El payasito, tras haber intercambiado unas palabras con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante de mí me dirigía una mirada afectuosa.

Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había hecho aquella desatención?

Una vez terminada la representación, el dueño dio las gracias al público y todos los espectadores se levantaron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre la multitud y estaba para salir cuando noté que me tocaban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada carita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía las manos llenas de confites. Entonces comprendí.

-¿Querrías -me dijo- aceptar estos dulcecillos del payasín?

Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.

-Entonces -añadió-, acepta también un beso.

-Dame dos -respondí, y le ofrecí la cara. El se limpió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, diciéndome:

-Toma y lleva uno a tu padre.



Febrero

Último día de carnaval

Martes, 21





¡Qué conmovedora escena más presenciamos hoy en el paseo de las máscaras! Concluyó bien, pero podía haber ocurrido una desgracia. En la plaza de San Carlos, decorada con banderolas y banderolas amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una gran multitud; daban cruzadas máscaras de todos los colores; pasaban carrozas doradas y aguirnaldadas, llenas de banderas, en forma de colgaduras y de barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas; entre una confusión tan grande, que no se sabía a dónde mirar; un estrépito ruido de cometas, de cuernos y platillos; que rompía los oidos; las máscaras de las carrozas bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle de pie y a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse, y se tiraban con furia naranjas, y dulces; y serpentinas. Por encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cascos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón piedra, cofias gigantescos, trompetas enormes, armas extravagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas; todos parecían locos.
Cuando nuestro coche entró en la plaza iba delante de nosotros un magnífico carro, tirada por cuatro caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnaldas de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince señores disfrazados de caballeros de la corte de Francia, resplandecientes con trajes de seda, con peluca blanca rizada, sombrero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el pecho muchos lazos y encajes hermosisimos.

Todos cantaban a la vez iban cantando en coro una cancioncilla francesa, arrojaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De repente vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantando sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desesperadamente, agitando los brazos como acometida de convulsivo ataque.

El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:

-Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.

El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud.

Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando:

-¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!

Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso.

El señor de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar de tal modo que patía el corazón.

El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa.

-¡Busquen a su madre! -gritaba el del carro a la multitud-. ¡Busquen a su madre!

Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia el carro... ¡Ah jamás la olvidaré! No parecía criatura humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras recogió a su hijita. El carro se detuvo.

-¡Aquí la tienes! -dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho... Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.

-Toma -le dijo-, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa.

La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en plausos; el carro y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de palmeras y de vivas aplausos y de vítores.
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martes, noviembre 27, 2007

César Ángeles L.(La primera nota de Martín Adán)


La primera nota de Martín Adán


Abrir La casa de cartón con un prólogo para una nueva edición de la obra podría parecer un propósito injustificado si tenemos en cuenta que las palabras liminares ya fueron escritas para su primera edición, en 1928. Luis Alberto Sánchez, profesor del adolescente Rafael de la Fuente Benavides («Martín Adán») en el Colegio Alemán de Lima, escribió en aquel momento el prólogo que ha acompañado a las diferentes ediciones de esta primera obra del autor; y José Carlos Mariátegui, figura principal de la renovación cultural que vivía el Perú en aquellas décadas, escribió el colofón, que también se ha publicado siempre como cierre imprescindible de la obra. Nacía Martín Adán a la literatura arropado por este doble aval definitivo, dada la relevancia de ambos intelectuales en la cultura peruana del momento. Desde el principio, el prólogo y el colofón se convirtieron en parte substancial de La casa de cartón. Fueron de algún modo las puertas de entrada y salida de esta obra iniciática en la que el escritor novel entablaría el primer diálogo entre su ser social y su ser individual ante una realidad exterior que se debatía en las contradicciones de una «modernidad periférica». Con su publicación, Martín Adán introducía en la literatura peruana una vanguardia muy peculiar, denominada por Sánchez, con acierto y exactitud, «la vanguardia de lo decadente».

El lector podría preguntarse, entonces, sobre el sentido de un «anteprólogo». Y tal vez lo encuentre, precisamente, en aquello que ni Sánchez ni Mariátegui nos pudieron contar en aquel momento en que Adán tan sólo había iniciado su trayectoria literaria. Trataré, por tanto, de aportar algunas claves de La casa de cartón, fundamentales para trazar la evolución de su obra; claves que permitan enmarcar el retrato del poeta y del hombre que se convirtió, junto con César Vallejo, en uno de los más grandes creadores de la poesía peruana e hispanoamericana del siglo XX. En ese retrato aparecerá, inmediatamente, el mundo insular, solitario y marginal de aquel Rafael de la Fuente Benavides que, al firmar La casa de cartón, y con apenas veinte años, se despojó de sus respetables apellidos, inventó un pseudónimo y creó al misterioso Martín Adán. Con este acto, su condición social quedaba sepultada para siempre por su sensibilidad de artista.

La invención de este nombre significaba la creación de una doble máscara con la que impregnó de ironía su nacimiento al mundo de las letras, y que contiene la orientación autobiográfica de toda su obra: concilia a Darwin (dado que en Lima generalmente se llamaba «Martín» a los monos de los organilleros) con el primer hombre del Génesis, Adán, marcando el origen herético de su búsqueda incansable del yo entre máscaras que se contraponen. Con el pseudónimo entrelazó, de un modo inexorable, una vida y una obra traspasadas por el halo de la leyenda.

Había nacido en Lima en 1908, en el seno de una familia aristocrática en declive cuyo proceso de decadencia protagonizó a lo largo de su vida como si hubiera aceptado ser su mejor intérprete. La precariedad económica, la muerte de su hermano, la mudanza de Lima al balneario de Barranco, la ausencia del padre, el dominio de la tía Tarsila frente a la debilidad de la madre, o el sentimiento demasiado temprano de la soledad, son los motivos vitales que construyen el andamiaje emocional de La casa de cartón. Es decir, en esta obra el escritor vertió una adolescencia profundamente marcada por la decadencia familiar que es, a su vez, la representación más ilustrativa de la vieja Lima en desintegración ante el advenimiento de una controvertida modernidad. La escritura de La casa de cartón significaría por tanto, para el poeta, la originaria creación de un mundo interior que proyecta la realidad en disolución en que habitó.

A pesar del problemático clima familiar, Rafael de la Fuente Benavides fue un alumno aventajado, y muy pronto sorprendió con su precoz vocación literaria en el panorama de la literatura peruana de los años veinte, cuando en 1928 publicó esta primera obra en prosa –La casa de cartón– . Surgía así Martín Adán en un momento crucial del cambio cultural y literario en el Perú. En los años veinte, la peculiar vanguardia peruana (con su nuevo sentido del indigenismo y su conciliación de cosmopolitismo y nacionalismo), unida a la reforma universitaria de 1919 –de alcance continental– clausuraron el anquilosamiento de la generación anterior — la hispanista del 900 — . Como referentes literarios, los escritores de la nueva generación asumieron a los renovadores de comienzos de siglo: Abraham Valdelomar y José María Eguren. El modernismo y su poeta oficial, José Santos Chocano, se convertían en cosa del pasado cuando la oleada de ismos inundó en estos años no sólo la capital —Lima— sino también, y como principal novedad, toda la costa y la sierra peruanas. César Vallejo, Alberto Hidalgo, Xavier Abril, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Oquendo de Amat o César Moro son algunos de los nombres más sonoros de este cambio sustancial de renovación vanguardista, cuyo sello, por otra parte, está en la ausencia de un modelo homogéneo, es decir, en la heterogeneidad de propuestas estéticas y culturales que el movimiento produjo en el Perú. Y a pesar de que la vanguardia fuera en todos ellos una mera etapa —seguramente porque la realidad peruana no permitía su aclimatación—, su influjo fue decisivo desde un punto de vista global en la cultura del país. Sobre todo porque la nueva literatura provenía fundamentalmente de las provincias (Trujillo, Arequipa, Puno), lo cual supuso el derrumbe, por fin, de los intolerantes muros centralistas del limeñismo academicista tradicional, defensor a ultranza de los valores de la hispanidad en suelo peruano.

En este contexto cultural y literario, Rafael de la Fuente Benavides comenzó su andadura en el mundo de las letras. Y aunque él no provenía de las provincias —de hecho era un limeño de alcurnia—, fue uno de los grandes heterodoxos en relación con la tradición imperante desde fines del siglo XIX, y uno de los introductores principales del surrealismo en la literatura peruana. Desde muy joven rondó por la tierra de los poetas, el limeño balneario de Barranco, para asistir a las tertulias domingueras en la casa de Eguren — a las que acudían, entre otros, Enrique Bustamante y Ballivián, Manuel Beingolea, Percy Gibson, el cubano Mariano Brull o el español Juan Larrea — ; pero deambuló también por el centro principal de la renovación política, cultural y social de los años veinte: las tertulias que organizaba José Carlos Mariátegui en la calle Washington de Lima. En el ámbito de esta nueva generación, Martín Adán pronto se revelaría como el extraño estudiante de Derecho que liquidó su futuro prometedor para desembocar en una intensa bohemia. Su tendencia autodestructiva, su desmesura y su rechazo rotundo a la convención social lo convirtieron en un acérrimo exiliado interior, que canalizó su singular experiencia de exilio a través de una escritura en la que el peso existencial fue acusando paulatinamente su influencia. La leyenda de su vida marginal de artista empobrecido, solitario y alcohólico lo convertiría, con el tiempo, en el iluminado, en el poeta maldito, que se forjó entre soledades y largos silencios.

Por otra parte, y siguiendo con factores contextuales imprescindibles, la tardía modernización de Lima durante esta década había producido un cambio socio-cultural de orden nacional, y la literatura, naturalmente, no podía quedarse al margen. Paralelamente a la línea del indigenismo literario, una insólita literatura urbanaasomaba en la Lima del nuevo siglo. Ello a pesar de que la literatura nostálgica y quejumbrosa ante la marcha imperiosa de la famosa «Lima que se va» —alimentada por escritores eminentemente costumbristas como José Gálvez o Luis Alayza y Paz Soldán— no cesaba en su empeño por evocar imágenes y costumbres de la antigua Ciudad de los Reyes —Lima— en pleno siglo XX. Pero el inédito paisaje urbano demandaba una nueva literatura que penetrara en su incipiente mutación física y social. Y Martín Adán, con su Casa de cartón, fue en este sentido fundador contemporáneo de una nueva Lima literaria.

Descendiente de una aristocracia en ruinas, de formación católica y carácter ascético, Adán se convirtió, junto con César Vallejo, en figura señera de la renovación estética peruana desde la publicación de esta obra. Un primer fragmento vio la luz en Amauta (nº 10, diciembre de 1927), la revista de la nueva generación vanguardista e izquierdista dirigida por Mariátegui, que, como es bien sabido, dio cabida a los textos más dispares de los nuevos creadores peruanos. Un año después, en 1928, aparecía la primera edición de La casa de cartón, coincidiendo con la publicación de uno de los libros fundamentales de la vanguardia poética peruana, los Cinco metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, y con el ensayo principal del momento sobre la historia y la cultura del país, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui.

Inclasificable en un género concreto, La casa de cartón ha suscitado diferentes y encontradas opiniones entre la crítica, que fluctúan entre su definición como novela poética o como extenso poema narrativo. Al margen de esta controversia, en la que aquí no podemos entrar, nos encontramos ante un libro de adolescencia que Martín Adán fue componiendo como ejercicios en el Colegio Alemán desde 1924; una prosa que le permitió recrear poéticamente el ambiente de aquel balneario de Barranco que en los años veinte conservaba sus calles empedradas, sus carretas y su sonido de campanas. La creación de un alter ego transido de insatisfacción, inacción y narcisismo, como eje estructural de la obra, diluye la posibilidad de distinguir una trama argumental. Las constantes interrupciones del discurso, la sutilidad del hilo conductor o la inexistencia de desenlace revelan que la intención literaria no se encuentra en la narración de una historia. El objetivo más bien se dirige hacia la descripción del entorno: el balneario de Barranco en un rincón de la urbe que, frente al caos social y político del Perú desde comienzos del siglo XX, experimentó sorprendida la llegada a sus calles del cemento y el alumbrado eléctrico.

Ante la avalancha de la modernidad, el protagonista-narrador se recluye en esta obra en el espacio de la memoria para ofrecernos, a través de treinta y nueve fragmentos, el recuerdo de unas vacaciones veraniegas en Barranco, cuando los sentimientos de la primera juventud y sus irresolubles contradicciones estaban a flor de piel: los primeros amores, o la rivalidad con su amigo Ramón, cuya muerte temprana en la obra evoca al hermano idolatrado de Martín Adán, trágicamente desaparecido en 1920. Además, y como ya señaló Jorge Aguilar Mora, el personaje de Ramón desempeña un papel cardinal en tanto que significa la presencia del guía, que puede tener una identidad múltiple: Ramón es su hermano, es Emilio Huidobro (el maestro español que le inculcó las reglas de la métrica y la conciencia semántica y etimológica del lenguaje), y puede ser también José María Eguren o Juan Ramón Jiménez, sus poetas predilectos.

Con una intensa carga poética hecha de imágenes sorprendentes, la obra es un ejercicio a través del cual el narrador sólo permite que conozcamos un mundo pasado por el tamiz de sus sentimientos. Incluso la lectura del diario de Ramón es otro mecanismo para desarrollar el monólogo interior que nos descubre también a este personaje como alter ego del narrador. La mirada del escolar sobre el mundo que le rodea es la de un muchacho culto que nos dice haber leído a Giradoux, Schopenhauer, Kempis, Nietzsche, Morand, Cendrans o Radiguet, así como a los españoles: Fernán Caballero, Pardo Bazán, Pérez Galdós, Maeztu, Baroja, Azorín, Valle Inclán... A través de esa mirada impregnada de literatura y filosofía, el joven Adán crea un espectro de personajes que aparecen y desaparecen en un paisaje que ante todo nos alcanza a través de la sugestión, de lo no dicho, de lo leve y difuso de un entorno fantasmal. La sensación que nos deja la obra es por tanto de un profundo animismo, y el proceso de introspección que la resume nos descubre, en definitiva, una visión interior de la ciudad. Martín Adán se revela así como el simbolista que estaba ensayando un mundo literario de sensaciones e impresiones indelebles. La belleza de la narración reside pues en la exquisitez de las descripciones, caracterizadas por el hábil manejo de las metáforas que se encadenan.

Además, por contraste con el paisaje barranquino, en determinados fragmentos Martín Adán estaba construyendo el primer retrato de una Lima real y marginal. Y en este sentido la obra problematiza la nueva ciudad desnaturalizada de la incipiente modernización, a través de una intensa disparidad de imágenes entre un centro urbano sucio y horrible y el paisaje idílico del balneario de Barranco, donde todavía, en los años veinte, se sentían los ecos de la antigua ciudad colonial. Los recursos vanguardistas eran el instrumento idóneo para recrear literariamente este paisaje urbano que es, en definitiva, un estado de ánimo: es la niebla en el malecón, la morosidad de los días del verano, el aburrimiento, el silencio de las calles. La máxima de Amiel «cualquier paisaje es un estado de ánimo» resume el sentido global de La casa de cartón, donde el pensamiento se funde con los espacios de manera que la intercalación de cuadros descriptivos de Barranco está siempre tamizada por la intimidad del narrador. Su mirada hacia el exterior se ve impelida hacia dentro, y el paisaje visualizado se convierte en proyección ideal del ser: «El mar es un alma que tuvimos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra —un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones».

La dicotomía con el paisaje embrutecido del centro de la ciudad intensifica el sosiego barranquino, a través de una profusión de metáforas surrealistas que originan, en la tradición literaria peruana, la imagen repulsiva o artificiosa de la ciudad moderna. Adán descubre la técnica utilizada en las primeras páginas de La casa de cartón, y lo hace, precisamente, tomando la ciudad como imagen central de su metáfora: «Y la ciudad es una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos». Con esta pintura difuminada y fragmentada, el escritor acentúa la realidad de la transformación urbana a través de una narrativa que sin embargo se aleja del realismo. El collage resultante es una superposición continua de planos en los que las «cosas» que se van adquieren el eco del recuerdo y persisten en el fondo del cuadro. Con esta técnica Adán estaba revelando, por caminos distintos al realismo, las nuevas realidades limeñas, constituyendo de este modo una apertura temática substancial en el proceso de emergencia de la narrativa urbana en el Perú. En este sentido, Adán fue un pionero y un referente fundamental para los nuevos narradores de la ciudad de los años cincuenta: Enrique Congrains Martín, Luis Loayza, Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro, fundamentalmente.

Pero Martín Adán no se quedó tan sólo en la superficie de las desconocidas imágenes que delineaban y transformaban el nuevo dibujo urbano. Ya en La casa de cartón , en las últimas líneas, formuló una visión dolida de la ciudad moderna que de algún modo marca el punto de partida de su obra: «La calle ancha nos abre los ojos, violenta, hasta dolernos y cegarnos». Desde la ciudad, el escritor emprendía el camino hacia un existencialismo que buscaba, en los espacios del mundo exterior, no el objeto de contemplación, sino el ente de reflexión íntima; el espejo que reflejara su mundo interior en el espacio cambiante de la urbe. Por lo tanto, en La casa de cartón estaba ya el germen de la poética metafísica que desarrolló en poemarios posteriores, con especial intensidad en su canto poético más ambicioso, La mano desasida , una de las obras más importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Además, La casa de cartón contenía también otra nota indispensable de su evolución literaria, porque el universo particular que trazó en esta obra estaba hecho ya de inconformismo, ironía y escepticismo. Martín Adán demostró aquí, a través del género prosístico, un dominio sorprendente de la ironía y de la palabra poética. Y lo más relevante para entender su trayectoria, literaria y vital, es que con la palabra poética abrió una brecha decisiva en el mundo convencional que lo rodeaba, poniendo al descubierto, en estas primeras páginas de su obra, el drama que le perseguiría hasta el final de sus días: el conflicto entre su ser individual y la sociedad.

Al mismo tiempo que escribía La casa de cartón, en aquellos años Adán había iniciado también su andadura poética. Los primeros poemas, publicados con el título de Itinerario de primavera (1927-1932), revelan un tono irónico sobre el vanguardismo manierista a través de títulos tan gastados como «Velocidad» o «Urbanismo». Entre estos primeros textos aparecieron también los «Poemas Underwood», que Adán incorporó en el interior de La casa de cartón. Estos poemas significan una anticipación del prosaísmo en la poesía peruana del siglo XX, y construyen un espacio urbano enmascarado por apariencias y ahogado en convenciones: «No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido / Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico / Las casas rumian sus paces de buey». En estos versos, el escritor revelaba su inconformismo frente a un mundo plano, rutinario y monótono: «Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría / Límpiate de entusiasmos los ojos... / Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina...». El poeta imponía, además, un sentido crítico al espacio donde la antigua belleza se desvanecía para dar paso a la ciudad desencantada: «El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo».

Pero aparte del contenido social de estos versos, en los «Poemas Underwood» comienza también a entreverse la inclinación de Adán hacia una poesía existencialista que desarrollaría en sus poemarios posteriores, y que culminaría en el gran canto a las ruinas de Machu Picchu, La mano desasida , donde el desgarramiento del yo se expresa a través de la identificación del poeta con la imagen de la ciudadela incaica. El origen del solipsismo metafísico de Adán hay que buscarlo por tanto en La casa de cartón, cuyas imágenes de la urbe son a su vez las de la intimidad del poeta, que comienza a delinear desde el principio la figura que subyace a toda su obra, la dramática interrogación sobre el yo: «Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada», escribirá en La mano desasida.

La vanguardia, en Martín Adán, había sido sólo un instante. El escritor pronto se desvinculó de sus recetas y su insularidad se fue acentuando cuando el tiempo y la soledad lo convirtieron en el poeta bohemio que Salazar Bondy calificó en una ocasión como «parroquiano de tabernas», «descuidado», «huidizo y sardónico». Tras la ruina y la extinción definitiva de su familia, había comenzado su periplo por hospicios de Lima y por sanatorios psiquiátricos, desde donde creó una obra poética excepcional. La evolución de su vida fue la de su poesía, traspasada por un peso existencial que fue acusando, paulatinamente, la eterna búsqueda traumática de un yo inencontrable.

En los primeros años de la década del treinta, la desazón vital del poeta dio lugar al enigmático e inquietante poema «Aloysius Acker», que después él mismo prohibió y rechazó. En sus versos reaparece la imagen del doble, con una tonalidad profética que hacía resonar las metáforas planetarias de Altazor, de Vicente Huidobro. La tendencia a la búsqueda del absoluto, es decir, a la pretensión de abarcar la infinitud del universo a través de la creación poética en un espacio de alturas y abismos, germinaría con el tiempo en su más ambiciosa tentativa poético-existencial, La mano desasida. Pero en el período que separa ambos poemas, Adán había retornado a la tradición. Desde finales de los años treinta comenzó a crear una poesía que parte de estructuras rítmicas de la tradición castellana (como la décima y el soneto), y sobrecargada de cultismos y arcaísmos léxicos que generan un extrañamiento del idioma; una poesía retórica, gongorina, hermética, en la que Adán se mostraba como virtuoso de la forma y de la métrica. El regreso al verso hispánico y a la perfección del soneto, fructificó en los poemas en torno a la contemplación de la rosa: La rosa de la espinela, publicado en 1939, o los «Sonetos a la rosa» que, con el título de «Ripresas» pasarían a formar parte de Travesía de extramares, cuya primera selección se publicó en 1946.

Entretanto, las crisis personales comenzaban a hacer mella en su vida, aunque no en la genialidad de su obra, que demostró no sólo en su poesía sino también en un importantísimo ejercicio de crítica literaria: De lo barroco en el Perú. En el origen había sido su tesis doctoral, con la que obtuvo el grado de Doctor en Letras en 1938, pero en ella rebasó con mucho los límites de un trabajo académico y el libro se convirtió, tras su publicación en 1968, en uno de los más agudos ensayos sobre la tradición literaria peruana. La consagración del poeta sería definitiva con el siguiente poemario, Travesía de extramares, que le valió la obtención en 1946 de su primer Premio Nacional de Poesía. El segundo llegó en 1961, y con él la leyenda magnificaría al poeta hasta convertirlo en un mito literario.

A la publicación definitiva de Travesía... en 1950 (con muchas modificaciones y ampliaciones), sucede un período de silencio en el que, insospechadamente, se estaba gestando el gran canto de Martín Adán, su más trascendente reflexión existencial: La mano desasida (publicada en diferentes versiones, cada vez más ampliadas, entre 1961 y 1980) . Pero antes de aparecer este libro, la bohemia vital de Martín Adán se vio perturbada por un nombramiento que lo devolvía al círculo de lo social, convirtiéndolo en una autoridad en el mundo de las letras peruanas: en 1959 era nombrado miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Para entonces, y tras este lapso de aparente improductividad, Adán había dado un vuelco importantísimo a su poesía.

Se cuenta que La mano desasida fue escrita de manera fragmentaria en servilletas y trozos de papel por los bares de Lima que Adán frecuentaba. Y que fue su editor y gran amigo Juan Mejía Baca quien los recogió y ordenó para que vieran la luz en sus diferentes ediciones. La primera fue en 1961 cuando, tras diez años de silencio, aparecieron los primeros fragmentos del poema en un libro preparado por Mejía Baca que lleva por título Nuevas piedras para Machu Picchu, donde se reúnen secciones de los tres principales cantos a las ruinas incaicas: el poema de Adán, Alturas de Macchu Picchu de Neruda, y Patria completa de Alberto Hidalgo. En La mano desasida el poeta abandonó sorpresivamente las formas tradicionales para acogerse a una desmesura que se acerca a la escritura automática. Volcó su propio ser a través de un torrente de dudas, imprecaciones y contradicciones que se suceden en el larguísimo diálogo con Machu Picchu. Por fin expresaba abiertamente todas sus obsesiones con la naturalidad de un pulso rítmico interior que se tensa, se precipita o se remansa, de acuerdo con la traumática indagación en el yo poético, simbolizado en esa «mano desasida» que busca un asidero en Dios, Machu Picchu, o la poesía.

En esta evolución, la vanguardia había significado por tanto un primer aprendizaje efímero pero fundamental como ámbito de despegue de un escritor que había partido de la poetización de su ciudad mutante y de su «yo crepuscular» como símbolo de la misma. Desde la escritura de este espacio público, muy pronto Adán se decidió a tomar un nuevo rumbo, clausurando la temática social para forjar un hermetismo que penetra hacia dentro, y para conducir su poesía hacia esa trascendencia existencial que en La mano desasida se desarrolla como interrogación del ser ante el abismo. Este ejercicio del verso libre se haría manifiesto también en La piedra absoluta, de 1966. A partir de entonces el poeta volvió al soneto, desde la intimidad de un yo que siente la inexorable cercanía de la muerte. Mi Darío y Diario de poeta fueron sus últimos libros, cuya publicación completa apareció en 1980 en la edición de la Obra poética realizada por Ricardo Silva Santisteban. La utilización del soneto alejandrino y el regreso a la cesura y al ritmo clásico era un homenaje al maestro Darío y a los modernistas. Ambos libros son la culminación de su trayectoria y, como tales, alcanzan la cúspide de la perfección clásica que Adán había desarrollado en anteriores poemarios. En Mi Darío, la autobiografía y el diálogo con el maestro nicaragüense revelan una conciencia trágica que siente irremediable la presencia del fin: «Rubén, todo es tragedia... la flor en la maceta/ la luz donde no está, la mano todavía, y este cuerpo que crece y muere de su día, y este ir y venir sin querer del poeta...».

Pero el origen de esta autobiografía poética había sido un crepúsculo, un paisaje del alma. El carácter decadente de La casa de cartón fue también el del hombre que escribió: «Lima tiene muy hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo...». En esta declaración podemos encontrar una clave fundamental de su primera producción: el estupor ante la constante mutación de la ciudad y de su sociedad como motivo que alienta la escritura del cambio urbano, social y cultural del Perú desde los años veinte. Pero en dicha frase, además, se encuentra prefigurado el perfil del poeta que vivió el terrible ocaso de la aristocrática Ciudad de los Reyes, y que fue exponente de la crisis de la alta burguesía peruana desde comienzos de siglo; el hombre desarraigado, solo, y finalmente marginal en un mundo en el que no encontró su lugar, y que por ello lo convirtió en el loco, en el iluminado, en el místico.

Las páginas de su Casa de cartón nos dejan un final abierto, desconcertante, que es el de la propia adolescencia del autor; un desenlace en el que no hay pasos definitivos. Sin embargo, en la vida del poeta aquella obra sí había significado una toma de decisión irreversible: una apuesta por la literatura en la que Rafael de la Fuente Benavides fue reemplazado, para siempre, por su personaje principal, el escritor Martín Adán. Tal vez por ello en esta obra primeriza el poeta escribió: «Mi vida pende de una primera nota». El lector podrá escuchar este primer sonido de Martín Adán al traspasar el umbral de prólogos y anteprólogos. Pero sugiero que lo haga con cierto sigilo para, ante todo, afinar el oído, porque a pesar de la prosa, el espacio sobre el que se construye esta insólita «casa de cartón» es un territorio abonado, fundamentalmente, por la poesía.

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* Anteprólogo de:

Martín Adán: La casa de cartón. Edición de Eva María Valero Juan. Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Colofón de José Carlos Mariátegui. Colección Signos – Versión celeste, Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2006. (161 pp.) Eva Mª Valero Juan.
Agradecimientos a la Web.

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