sábado, febrero 24, 2007

Martín Adán (LibrosI)

RECOPILACIONES
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Obra poética (1928-1971)
Con una selección de juicios críticos. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1971.


Obra poética (1928-1971)
Prólogo de Edmundo Bendezú. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1976.


Obra poética
Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Ediciones Edubanco. 1980.


Obra en prosa
Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Ediciones Edubanco. 1982.


Catálogo y transcripcion Colección Arbulú de Documentos de Rafael de la Fuente Benavides (Martín Adán)
Edición de Luis Vargas Durand. Biblioteca Benvenutto, Universidad del Pacífico, 1990 (Ejemplar mecanográfico)


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ANTOLOGÍAS

Martín Adán: el solitario acompañado
Antología de Manuel Ibáñez Rosazza. Cajamarca, Universidad Nacional Técnica de Cajamarca, Asociación de Artistas Aficionados, mimeo, 1975.


Poemas escogidos
Selección de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo. Lima: Mosca Azul editores, 1983.


Poemas
Lima: Popular y Porvenir Compañía de Seguros, 1984. (Acompañaba disco Martín Adán leyendo su poesía)


Antología
Edición de Mirko Lauer. Madrid: Visor, 1984.


El más hermoso crepúsculo del mundo. Antología
Estudio y selección de Jorge Aguilar Mora México: Fondo de Cultura Económica. 1992.


A la rosa
Edición y presentación de Ricardo Silva-Santisteban. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, El Manantial Oculto 23, 2001.

Martín Adán (Libros)

LIBROS
PRIMERAS EDICIONES

La casa de cartón
Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Primera edición. Lima: Impresiones y Encuadernaciones, "Perú", 1928

La rosa de la espinela
Lima: Talleres Gráficos de la Editorial Lumen (Cuadernos de Cocodrilo, Separata de la revista 3), 1939.

Travesía de extramares (sonetos a Chopin)
Lima: Ediciones de la Dirección de Educación Artística y Extensión Cultural del Ministerio de Educación Pública, 1950.


Escrito a ciegas
Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, El Timonel, 1961

La mano desasida, canto a Machu Picchu
Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1964. (Incluye disco con voz del autor leyendo su poema)


La piedra absoluta
Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1966.


De lo barroco en el Perú
Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968.


Diario de poeta
Lima: Inti Sol editores, Colección Jacarandá, 1975.

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REEDICIONES Y TRADUCCIONES
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La rosa de la espinela
Segunda edición. Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1958.


La casa de cartón
Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Lima: Nuevos Rumbos, 1958.


La casa de cartón
Ante-prólogo de Estuardo Núñez, prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Segunda edición popular. Lima: Nuevo Mundo, 1961.


La casa de cartón
Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Cuarta edición. Lima: Librería editorial Juan Mejía Baca, 1971.


La casa de cartón. De lo barroco en el Perú (Peralta - Melgar - Chocano - Eguren)
Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Quinta edición. Lima: Ediciones Peisa, Editorial Juan Mejía Baca, 1974.


La rose du dizain. Poèmes
Traduits de l'espagnol par Claude Couffon. Paris: Luneau Ascot Éditeurs, 1985.


La casa de cartón
Prólogo de Mirko Lauer y colofón de José Carlos Mariátegui. La Habana: Colección La Honda Casa de las Américas Cuba, 1986.


La casa di cartone (a cura de Antonio Melis)
Bologna: Liviana Editrice. 1987.


La casa de cartón
Prólogos de Luis Fernando Vidal y Luis Alberto Sánchez, notas de Elsa Villanueva y colofón de José Carlos Mariátegui. Lima: Peisa, 1989.


La casa de cartón. De lo barroco en el Perú (Peralta - Melgar - Chocano - Eguren)
Prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Lima: Peisa, 1984.


La casa de cartón
Ante-prólogo de Estuardo Núñez, prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. s/d, 199?. (Contiene además una selección de poemas de Martín Adán y un artículo de Mirko Lauer)


La casa de cartón
Edición e introducción de Ricardo Silva Santisteban. Lima: Adobe, Biblioteca Latinoamericana Contemporánea, 2000. (Contiene además un segmento de La casa de cartón aparecido en Amauta en 1928 y no recogido en el libro y cuatro prosas poéticas de época próxima)

Martín Adán (Biografía)

Martín Adán
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(1907 - 1985)
Rafael de la Fuente Benavides fue el nombre civil de este escritor, cuya importancia en las letras hispanas lo sitúa entre los mayores creadores de este siglo. La vida de Martín Adán es un copioso afluente de una obra vasta y plural que empieza desde 1928 con poemas dispersos y La casa de cartón dentro del curso vanguardista de ruptura con la tradición. Hacia 1931 compone Aloysius Acker, poema de tono elegíaco; insatisfecho o atormentado por el resultado, destruye el Aloysius que solo nos ha llegado en fragmentos.

En esa misma época, Martín Adán participa del resurgimiento de las formas métricas tradicionales que brotan en el ambiente poético castellano. La creación en sonetos perfectos produce, a principios de la década de 1930, una versión primitiva de Travesía de extramares (Sonetos a Chopin), poemas que tratan la imagen del creador, la creación artística y la vida como una travesía marítima; pero que no llegarán a su forma final sino entre 1945 y 1950.

Sus composiciones en metro llegan a su madurez al manifestar la sensibilidad moderna -que significa en él una percepción honda de la condición humana- dentro de una rigurosa expresión en verso. Sus poemas en torno a la contemplación de la rosa (La rosa de la espinela publicado en 1939 y Sonetos a la rosa de 1938, 1941 y 1942) son fruto maduro de entonces. Hacia 1932 ingresa a una etapa improductiva de probable crisis personal de la que saldrá con un trabajo crítico ambicioso y descomunal, De lo barroco en el Perú, con el que obtiene el grado de Doctor en Letras en 1938. Este ensayo de apreciación de la literatura peruana es de una gran elaboración; el esfuerzo es evidente en un trabajo bibliográfico erudito de la misma época; y, en especial, en una prosa barroca ejercitada incesantemente.

De lo barroco, reelaborado durante el primer lustro del decenio de 1940, da paso a la recreación de Travesía de extramares, que gana la densidad de la prosa de ese ensayo hasta hacerse hermético a la manera de Góngora. Consagra al escritor al obtener por él el Premio Nacional de Poesía de 1946. El libro llega a su publicación en 1950 con largas ampliaciones y modificaciones. Ya por entonces Adán es un poeta legendario. Su vida de bohemia intensa y largas estadías en sanatorios distrae de la difícil lectura de sus textos a un público propenso al mito y poco preparado para entender su poesía. A Travesía sigue un decenio de improductividad en el que Rafael de la Fuente se precipita en la indigencia y el radical descuido de su persona; ya académico de la lengua y con una aureola de aristocrática respuesta a un mundo en el que no tiene un lugar.

Hacia principios de la década de 1960, se recluirá en un sanatorio en un retiro radical del que no saldrá. En su apartamiento del mundo volverá a las formas del antiguo Aloysius, retomando su verso libre, su tono elegíaco y la depuración de su expresión hasta hacerla fluida y directa para expresar una trágica reflexión en torno a lo humano. Este ejercicio del verso libre se hará manifiesto en Escrito a ciegas, La mano desasida y La piedra absoluta cuyas primeras versiones aparecen a principios del decenio de 1960.

La mano desasida, un sólo poema de cientos de páginas, es el eje de esta escritura desgarrada y directa. Desde 1966 volverá al soneto ya alejado de su estilo barroco de mediados de siglo pero siempre revelando la desolada condición humana: Mi Darío y Diario de poeta. Desde 1973, aproximadamente, dejó de escribir.
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LOS ULTIMOS AÑOS DEL POETA

Hacia 1962 o 1963, Adán se internó en la clínica psiquiátrica de la queno salió hasta marzo de 1983. Ello parece exacto según las numerosas facturas que he encontrado; alguna breve temporada fuera no sería imposible, aunque sí muy improbable. El 18 de marzo de 1983 Adán fueinternado en el Hospital Larco Herrera hasta marzo del año siguiente. Enenero de 1984 permaneció internado algunos días en el Hospital SantoToribio de Mogrovejo donde fue operado de la vista. En el mes de abril de1984 se encuentra hospitalizado en el Hospital Loayza donde es tratado porproblemas renales. El 30 de abril de 1984 es llevado al albergue Canevarodel Rímac; saldrá de ahí en enero de 1985, de nuevo al Hospital Loayzapara volver a operarse. Varios testimonios coinciden en afirmar que sudeceso se produjo por un paro cardiaco durante la intervención quirúrgicaa la que era sometido. Su muerte ocurrió a las 10.45 de la noche del 29 deenero de 1985.

Los últimos años están signados por un largo período depresivo. Existen, de ese tiempo, muchas notas manuscritas dirigidas a Mejía Baca, hasta 1980. También hay cartas con investigadores extranjeros y numerosa correspondencia de admiradores y amigos. La correspondencia revela un Adán constantemente preocupado por su obra y sus ediciones, pero sintomar decisiones importantes sobre sus inéditos; a lo sumo relega toda la ejecución a Mejía Baca. A veces, como en 1974, da indicaciones desobriedad para la edición de Diario de poeta de 1975; sale del paso respecto aun ordenamiento pidiendo se coloquen primero los poemas en verso libre, luego los otros y se numeren en romanos.

Su economía parece ser ajustada y va siendo paliada por el oficioso Mejía Baca que consigue hacia 1970 un cargo para Martín Adán en la Universidad de San Marcos para la cual deberá tratar de su propia obra. Enotro momento la pensión proviene de la Municipalidad de Lima, y luegodel Ministerio de Educación. Los ingresos son cada vez más exiguos y sólocon las publicaciones en diarios, desde 1983, el poeta mejorará notablemente sus ingresos.

En enero de 1976 recibe el Premio Nacional de Cultura en el área deLiteratura correspondiente al bienio 1973-1974.
Hacia el último lustro podemos reconstruir con bastante exactitud laspenurias del poeta y su amigo librero para pagar la clínica y procurarse ingresos; Mejía Baca conservó muchos documentos: facturas, depósitos,informes, etc. Pero no hay noticias ni disposiciones del poeta sobre suobra. La copiosa producción inédita debía ya resultarle inasible a Adán; varias veces desde la década de 1960, Mejía Baca hace mecanografiar los poemas y probablemente entrega copias al poeta, pero éste no disponenada importante. Aquel acopio inmenso y desatendido de su autor recuerdaunos versos suyos publicados a principios del decenio de 1950: "¡Sí yo que Derroché todo / Mi botín de inanidades, / De ternuras sin amor / Ganadasal abordaje!...... ".

En una libreta de 1961, unas palabras borrosas nos muestran un Adán cercano a nosotros: "Yo no juzgo sino amo el Perú: nací de él y para él, como el hijo para con el padre. Mi destino es el suyo; si no soy él, desbarato y Dios ha de pensar como yo antes de que yo haya errado, porque soy, antes que del Perú, su creatura; porque todo buen pensamiento [no seentiende lo demás]".
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Martín Adán (1907 - 1985)
Prima ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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Heme así... mi sangre sobre el araDe la rosa, de muerte
concebida,Que, de arduo nombre sombra esclarecida,Palio de luz, de
mi sombra me ampara.
Heme así... de ciego que llameara,Al acecho de aurora
prevenida,Desbocando la cuenca traslucida,Porque sea la noche mi
flor clara.
Abrumado de él, sordo por quedo,He de poder así, en la noche
obscura,Ya con cada yo mismo de mi miedo.
Despertaré a divina incontinencia,Rendido de medida sin
mesura,Abandonado hasta de mi presencia...
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Quarta ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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- La que nace, es la rosa inesperada;La que muere, es la rosa
consentida;Sólo al no parecer pasa la vida,Porque viento letal es la
mirada.
- ¡Cuánta segura rosa no es en nada!...¡Si no es sino la rosa
presentida!...¡rosa y a la vida Si Dios sopla a laPor el ojo del ciego...
rosa amada!...
- Triste y tierna, la rosa verdaderaEs el triste y el tierno sin
figura,Ninguna imagen a la luz primera.
- Deseándola deshójase el deseo...Y quien la viere olvida, y ella
dura...
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Sexta ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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-La rosa que amo es la del esciente,La de sí misma, al aire de este
mundo;Que lo que es, en ella lo confundoCon lo que fui de rosa, y no
de mente.
- Si en la de alma espanta el vehementeDesignio, sin deseo y sin
segundo,En otra vence el incitar facundoDe un ser cabal, deseable,
viviente...
- Así el engaño y el pavor temidos,Cuando la rosa que movió la
manoGolpea adentro, al interior humano...
- Que obra alguno, divino por pequeño,Que no soy, y que sabe,por
los sidosDioses que fui ordenarme asá el ensueño.
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Ottava ripresa
(Travesía de extramares, Lima 1950)
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-No eres la teoría, que tu espinaHincó muy hondo; ni eres de
probanzaDe la rosa a la Rosa, que tu lanzaAbrió camino así que
descamina.
- Eres la Rosa misma, sibilinaMaestra que dificulta la esperanzaDe la
- rosa perfecta, que no alcanzaA aprender de la rosa que alucina.
- ¡Rosa de rosa, idéntica y sensible,A tu ejemplo, profano y
mudadero,El Poeta hace la rosa que es terrible!
- ¡Que eres la rosa eterna que en tu ramaRapta al que, prevenido
prisionero,Roza la rosa del amor que no ama!¡Ay, que es así la Rosa,
y no la veo!...
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viernes, febrero 23, 2007

José María Arguedas

José María Arguedas
(Andahuaylas, 1911 - Lima, 1969)
  • Agua (1935)
  • Yawar fiesta (1941)
  • Diamantes y pedernales (1954)
  • Los ríos profundos (1956)
  • El sexto (1961)
  • La agonía de Rasu Ñiti (1962)
  • Todas las sangres (1964)
  • Amor mundo (1967)
  • El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971)

El barranco (fragmento)
José María Arguedas (1911-1969)

Las mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se arrimaron al cerro y algunos pudieron volverse y corrieron entre la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus cascos en la frente del "Pringo". El "Pringo" cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del riachuelo.

La Muerte de los Aranco
José María Arguedas

Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros.

A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. Soldados enviados por la Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas.

Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza.

Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela.

Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho.

La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba muy verde y pequeña, la romesa. En el centro del campo se elevaba un gran eucalipto solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de ojos, y altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de cabellera redonda, ramosa y tupida. "Es hembra", decía la maestra. La copa de ese árbol se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde la escuela, sus altas ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montañas. En los días de la peste, los indios que cargaban los féretros, los que venían de la parte alta del pueblo y tenían que cruzar la plaza, se detenían unos instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a torrentes, los hombres se paraban casi en círculo con los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después, cuando el cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de la cima del ábol caían lágrimas, y brotaba un viento triste que ascendía al centro del cielo. Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra, que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de la imagen, del helado viento que envolvía a esos gru-pos desesperados de indios que bajaban hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo significado que el árbol tenía para nosotros en esos días y nos obligó a salir de la escuela por un portillo del corral, al lado opuesto de la plaza.

El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadáveres en un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama, pero en los días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar bien; estaban oncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados.

Sólo una acequia había en el pueblo: era el más seco, el más miserable de la región por la escasez de agua; y en esa acequia, de tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observanslo el ritual estricto del pinchk'ay; pero cuando la peste cundió y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres que quedaban, aún las viejas y las niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo y fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevárselas, rezumando todavía agua por los extremos.

El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaha cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al medio día cuando el cielo despejaha quemando al sol, las flores de retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón quedó rojo, horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres cruces encima. La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.

En el camino al cementerio habían cuatro catafalcos pequeños de barro con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía descansar a los cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días de la peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a la salida del camino.

Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El año anterior, don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón del pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego en la plaza. La guía de pólvora caminaba de un extrerno a otro de la inmensa plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego las armazones de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzados de fuegos de colores. En la sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de luces, nos parecieron un trozo del firmamento caído a la plaza de nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más lejos y más alto que la cima de las montañas. Muchas noches los niños del pueblo vimos en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando en llamaradas.

Después de los fuegos, la gente se trasladó a la casa del mayordomo. Don Juan mandó poner enorrnes vasijas de chicha en la calle y en el patio de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente fino de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas. Los niños que vieron a aquellos danzantes el "Pachakchaki", el "Rumisonk'o", los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el paso de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron de modelos, "Yo soy Pachakchaki", "¡Yo soy Rumisonk'o!", exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y maíz, los días de la cosecha.

Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo más famoso y respetado.

Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama dc la Degollación que se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro, vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo admirábamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento; empuñaba en alto su cetro reluciente de papel dorado; y se apeaba de un salto frente al "palacio" de Herodes; "Orreboar", saludaba con su voz de trueno al rey judío. Y las barbas de Herodes temblaban

El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se había educado en Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba suscrito a los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos largos, braceando.

Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y era la esperanza del pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce dias de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron a coro. Pero esa voz no arrebataba, no hacía estremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro, en los entierros de sus muertos. Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y miré el entierro Cuando iban a bajar el cajón de la sepultura don Eloy hizo una promesa: "¡Hermano- dijo mirando el cajón, ya depositado en la fosa- un mes, un mes nada más, y estaremos juntos en la otra vida!" Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se desahogaron cantando como las indias. Los caballeros se abrazaron, tropezaban con la tierra de las sepulturas. Comenzó el crepúsculo; las nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla. Regresamos tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, corriendo. Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de noche.

Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en ese tiempo habían caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios, señoras y otros principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus sirvientas iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo que preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después como fue el entierro de don Eloy.

Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta ley de oro, doblaban día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban las campanas y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de las campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por distancias que no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los que morían cada día.

Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas lustrosas. Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban.

Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el cerro de Santa Brígida se iluminaron.

Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:

- ¡Aquí está el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! ¡Canten la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú!

Habló en quechua. y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre:

- ¡Ah. . í í í! Yaúúú. . . yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo!

Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo.

Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono de la Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumáballlos con flores silvestres. Llevaban a la Virgen hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura.

Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al "trono" de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo.

- ¡Fuera! gritó- ¡Adiós calavera! ¡Peste!

Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos del abismo.

Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe.

- ¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del tordillo recibid! ¡Nuestra alma es, salvada!

¡Adiós millahuay, despidillahuay. . . ! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme . . . ! ) .
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechlla y en castellano.

Hijo Solo
José María Arguedas

Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.

A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales.

La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.

Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.

Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas.

Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.

- ¡"Hijo Solo"! -le dijo cariñosamente-. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Ninito!

Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono cada vez más familiar.

- ¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?

Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris se contraía sin decidirse.

- Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?

Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.

Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.

Se abrazó al cuello de "Hijo Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando.

Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en "Lucas Huayk'o", la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk'o"?

- Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre -le dijo-. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que "Lucas Huayk'o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!

Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente, e infundirle confianza.

Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.

Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.

Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de "Lucas Huayk'o"?

- ¿Viven aún los dos? -se preguntaban en las aldeas-. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?

- Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.

- ¡Anticristos! - Y su padre vive! - Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca. - De dónde, de quién vendrá la maldición?

No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.

- Lucas Huayk'o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.

Sin embargo "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.

Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor. "Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.

- Es tuyo? ¿Desde cuando? - Desde la otra vida, señor -contestó apresuradamente el sirviente. - Qué? - Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio" es, no es de werak'ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda. - Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre? - Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don Alberto.

"Hijo Solo" los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.

- Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda -dijo Don Angel-. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada. - "Hijo Solo", patrón.

Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.

"Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido".

El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don Angel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.

- ¡Hijos de Dios en medio de la maldición! -decía de ellos la cocinera.

El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los hosques de retama de los pequeños abismos. El cllihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk'o".

Singu era becerro, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.

Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdieios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Angel los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche. Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk'o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el vientot desde las cumbres.

Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de "Hijo Solo".

- Este perro puede ser más de lo que parece - comentó Don Angel semanas después.

Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al medio día.

Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.

Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuepo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.

Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.

Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía espuma en el centro, donde se percibía la corriente.

Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río.

¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro.

Se tendieron en la arena. "Hijo Solo" boqueaba, vomitaba agua como un odre.

Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de "Aukimana"; "Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"

Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.

- ¡ Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!

Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos".

- Vamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere! -le dijo.

Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk'o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.

- ¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas ! -decía-. Me traen gente de cinco provincias.

Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.

Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.

Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.

Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aún a plena luz del sol.

Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.

- ¡Adiós niñitas¡ -les dijo en voz alta.

Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.

Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.

Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.

Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k'opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.

- ¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! -gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.

Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.

Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Angen volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.

Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".

- ¡Amarillito! ¡Jilguero! - iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.

En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.

jueves, febrero 22, 2007

Javier Arévalo

Javier Arévalo
(1965)
  • Una trampa para el comandante (1989)
  • Nocturno de ron y gatos (1994)
  • Instrucciones para atrapar a un ángel (1995)
  • Previo al silencio (1995)
  • Vértigo bajo la luna llena (1997)
  • El beso de la flama (2001)

"El beso de la flama"

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Javier Arévalo.
Editorial Opera Prim

Javier Arévalo (Lima, Perú, 1965), es uno de los miembros más destacados de la brillante hornada de nuevos escritores peruanos que surgió a inicio de los años noventa en ese país, y compañero de generación de autores como Jaime Baily, Fernando Iwasaki, Iván Thais o Ronaldo Menéndez. Su producción narrativa es muy amplia: ha publicado dos libros de relatos: Una trampa para el comandante (Lima, Mashabajo editores, 1989), y Previo al silencio (Lima, Signo Tres, 1995), así como las novelas Nocturno de ron y gatos (Lima, Peisa, 1994), muy elogiada por la crítica, Instrucciones para atrapar a un ángel (Lima, Signo Tres, 1995), y la más reciente Vértigo bajo la luna llena (Lima, Alfaguara, 1997).

El beso de la flama es su primera novela publicada en España.
En El beso de la Flama asistimos a las historias cruzadas de dos personajes en una Lima salvaje y posmoderna. Una mujer es secuestrada en una casa de campo por un colaborador de su padre –un maduro revolucionario- y en su encierro asistimos a la gestación de un engaño. A la vez un periodista en paro, David Abril, se sumerge en un esperpéntico viaje sexual a los bajos fondos limeños para encontrarse con la pobreza y la muerte. Sus dos vidas se cruzarán para desvelar un complicado juego de seducciones, de embaucamientos que ocultan una oscura trama policial.

"Helo aquí, un capitulo que salió del libro porque no encontró sitio en la estructura, y que está solito por el mundo sin saber qué hacer..." Javier Arevalo.

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Capítulo inédito
LOS LIMITES DE UN PARAISO INFIMO

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Primera visión.
La iglesia se vino abajo en el terremoto de 1971. Estaba ubicada frente al parque Manco Cápac, en la Victoria. Cuando se cayó, no había persona alguna en sus naves; pero sí estaban, allá adentro, sus tesoros: algunas reproducciones de pintura de la escuela cusqueña, figuras de yeso de tantos santos, vestidos primorosamente por los fieles del barrio y entrando, a la izquierda, una urna de vidrio dentro de la cual descansaba la figura de Cristo descendido de la cruz. Sobre su frente, la figura tenía una corona de espinas que se aferraba con furia a la fingida piel; en las manos y los pies, los orificios decían de los clavos que lo habían atravesado. Vestía un taparrabos púrpura y aún cuando ya estaba muerto, parecía seguir sufriendo.

David tenía entonces seis o siete años y quizá la madre lo había llevado a ese templo muchas veces, y el se había aburrido como un diablo, hasta que se encontró con el cristo descendido.

Debe haber sido así: parado frente a la figura, examinó el recorrido de una gota de sangre que brillaba en el mentón, se detuvo en las arrugas que formaban el rictus de un dolor inolvidable. Alguna pena sobresaltó su corazón, pero era más intenso el asombro ante la mancha sanguinolenta. Un trapo cubría su medio cuerpo, pero no ocultaba su pecho hundido, el costillar de naufragio antiguo, las rodillas como de cartílagos a flor de piel, los dedos de los pies como cascajos.

Quizá ir a la misa consistió, desde entonces, en ver un cuerpo lacerado. Su madre no debió darle importancia al asunto: llegaba a misa, ocupaba su banca, hacía que el niño se persignara y lo dejaba ir a donde él quisiera.
Un día, al final de la misa, el niño no regresó. La mujer no sintió alarma alguna porque apenas se puso de pie lo vio parado, frente a la urna, y se acercó a él. Cuando estuvo detrás del niño, lo tomó por los hombros con ambas manos. El chico se sobresaltó. Es Jesús, está muerto después de que lo bajaron de la cruz, le dijo la madre.
¿Está muerto?, preguntó el niño.

Segunda visión.

La fotografía tiene un inevitable lastre realista: las fotos siempre serán miradas como una evidencia de que lo retratado existe o alguna vez existió. Determinada sensibilidad considera que una fotografía adquiere calidad de expresión artística cuando consigue evadirse de las ataduras que la ligan a un momento determinado, para lanzarse a representar un estado de ánimo, un tipo de mentalidad, una forma especial de intuir el mundo.
No le es fácil a la fotografía hacerse mirar de esta manera, a menos que la sensibilidad que la percibe comprenda que el nexo establecido entre esa fotografía y la vida no es de simple reflejo de lo real.

David Abril sospechó siempre que su trabajo habría de sufrir las consecuencias de que la línea fronteriza entre lo realmente existente y la verdad virtual fuera tan imprecisa y difusa.

Lo fascinaba la realidad, pero no le interesaba calcarla. Como todo hombre (o todo héroe), David enfrentó una serie inevitable de dificultades que cuestionaron, pero también reforzaron, sus convicciones, y lo condujeron a redondear una posición, como creador, respecto al arte y la realidad. Una de estas etapas fue la crisis ideológica que lo llevó a dejar de escribir.

Durante su primera individual, declaró que le producía terror la facilidad con que aparecían en su cabeza, y luego en las hojas que escribía, incontables principios de historias de toda naturaleza.
"La insatisfacción que me produce lo que escribo es proporcional a la diversión que siento mientras escribo todo aquello que más tarde me decepciona, precisamente porque su origen es la ligereza y la facilidad" le dijo a un periodista.

Yo mismo creí en un principio que la renuncia de Abril a seguir escribiendo era un acto de cobardía estimulado por unas dosis de ingenuidad. Todas las personas tienen suficiente imaginación para inventar historias; de hecho, las mentiras que a diario contamos, o las fantasías eróticas a las que recurrimos para masturbarnos, confirman que cualquiera es capaz de tener visiones que más tarde, con algo de entrenamiento, podría materializar en alguno de los lenguajes artísticos existentes.

Pero sólo los artistas son capaces de llevar estas elaboraciones mentales hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta desaparecer la línea que las distancia del universo que admitimos como real, para ingresarlas en lo sucesivo, donde se convierten en seres vivos y reales como el resto de lo que podemos enumerar. No existe artista si no existe el arte que lo expresa. Y un artista, creo yo, es una especie de esfera que no tiene principio ni fin. Pero aún sabiéndose esfera, superficie lisa llena de contenido, un artista intentará encontrar la punta del hilo que lo desenrede, como se deshila una madeja. Algunos artistas llegan a comprender que la punta de ese cabo no existe y que no podrán desenredarse, pero a pesar de esta certeza, lo intentarán, porque la esperanza es parte de su naturaleza.

Pero ocurre muchas veces que el artista se detiene por voluntad propia. Sobreviene entonces un silencio de sepulcro, de hombre que ha pasado a retiro, de futbolista que ha destrozado sus meniscos y nunca más podrá correr. La metáfora no es perfecta: el retiro generalmente es una obligación, o una cortesía de quien ya se sabe viejo. Los meniscos detienen al futbolista, no su voluntad. El artista que paraliza su carrera protagoniza una tragedia. Una tragedia prevé siempre un destino. Todo arte aspira a la verdad, ese es su destino. Pero la verdad es metafísica, inasible, improbable. El silencio de un artista no prueba que la alcanzó. El suicidio podría ser una prueba, me dijo una vez David, pero un muerto no tiene tiempo ya para probar nada.
David decidió dejar de escribir no porque hubiese arribado a la verdad. Me encantaría creerlo. Lo que sí encontró en su primer libro es aquello que a otros los demora demasiados tomos: el silencio.

"Es intolerable saber que el absoluto es imposible. Que el universo nos revela un caos infinito, del cuál también somos generadores, pero sólo en una dimensión infinitesimal. Que la muerte se impone como meta ineludible. Es insoportable saber todo eso. Yo no escribo más porque ya sé todo esto."
La soberbia de la frase es evidente, también lo es la sinceridad y el patetismo.

"Me decía a mí mismo que la Biblia o El Corán, El Quijote o Las Flores del Mal, fueron escritos por hombres como yo. Cada una de esas creaciones soporta su propia iglesia. No importa el tamaño, el número de prosélitos, toda iglesia se edifica sobre mentiras, intereses y malos entendidos. No me interesa confundir, ni mentir, tengo realmente pocos intereses y los malos entendidos me ofuscan porque me gusta la claridad, lo translúcido, lo racional. Yo no quiero ser una deidad."

La tesis es moderna: un artista es un émulo de Dios, es a la vez principio y fin; se ha hecho a sí mismo y todo, nosotros y cuánto nos rodea, somos parte de él, cada cosa que existe es su cuerpo. "Yo soy todos mis personajes" me dijo un día Abril "pero también la taza y el café que bebe el personaje, la cama donde duerme y el suelo, el cielo, la casa, el tiempo y todo el espacio. Pero cada vez me doy cuenta de que no tengo ganas de ser todo eso. Escribo "Soledad bebió un vaso de agua" y luego me digo, por qué no un vino, o quizá un vodka. Y luego me preguntó ¿cómo puedo ser tanto? Soy demasiado, es intolerable, no tengo fin y sin embargo soy finito."

No es la metafísica, sino la psicología la que me explica a David. Me resulta obvio (ahora, no antes) que David comprendía el mundo desde, por lo menos, dos mentalidades: como si al computar el presente, dos programas se activasen al unísono para proporcionarle los datos con que colegía la realidad. Una de esas mentalidades, la moderna, lo hacía concebir el mundo como una creación permanente donde él era a la vez centro y periferia. Centro, en cuanto creador; y periferia, cuando participaba de la inercia universal. La segunda, una mentalidad mágica programaba sus paradojas, y proyectaba sus dilemas. Yo pienso que David creía sospechar que Dios no sólo era una metáfora, sino que existía en términos reales, como existen la mantequilla y la luna. Nunca lo admitió, porque ofendía su razón. Y no es que se avergonzara frente al resto. Su vergüenza era interior, personal, ante él. Su lado mágico estaba reprimido, pero estaba. Su faceta moderna gobernaba en superficie y profundidad. Pero al renunciar a escribir, renunciaba a emular a Dios y nadie emula algo que no cree que exista. Su renuncia a escribir era la admisión de la existencia de una deidad.

La pregunta ahora es ¿cómo es que después de conocer el silencio, se puso el traje de artista otra vez y salió nuevamente a cumplir su destino?
Como cualquier otro creyente, David buscó y encontró una forma nueva de creer. Muerto Dios, viva Dios. David comenzó a creer que los seres humanos somos sólo un problema de lenguaje, cuya solución no existe, ni existirá, porque resolverlo supone utilizar el mismo lenguaje que nos problematiza.
"El problema es que puedo escribir y decir: "soy un humano". Las palabras otorgan existencia, y es inútil intentar escapar de ellas, porque es allí (en las palabras) donde reside toda nuestra existencia".

David admitió como dogma este esquema elemental, laberíntico y paradójico, e intentó explicarlo en la revista Portafolio que dirige el talentoso fotógrafo Carlos Aramburú. Repito aquí el ejemplo que dio en ese artículo: "Las frases: `Alia se sentía muy mal con la muerte de su madre' o `Alia se sentía muy bien con la muerte de su madre', al principio de una novela, podrían generar dos libros absolutamente distintos. Y las variaciones posibles no son sólo «bien» y «mal». La utilización de los matices del bien y el mal generarían indiscutiblemente otras novelas".
¿Qué le hizo suponer y creer, que la fotografía no existía exactamente en las mismas condiciones que la literatura? Después de todo, con sólo cerrar los ojos, la sucesión de imágenes que flotan allí, en la oscuridad interior que cargo y carga cada uno de ustedes, ¿no son acaso lo suficientemente inasibles y terriblemente numerosas como para abandonar el proyecto de realizarlas todas? ¿No es acaso el deseo de posesión infinitamente mayor a lo que algún día poseeremos?

Sostienen los historiadores que uno no puede proyectarse sin antes conocer lo que fue. Posición discutible que, sin embargo, aplico ahora para intentar dibujar la exacta figura de Abril.
David comenzó a fotografiar a los diecisiete años, después de que su padre le regalara una Minolta. El primer trabajo que tuvo se le apareció días después de que se colgara por primera vez la cámara al cuello. Había una inauguración al costado de la imprenta de su padre y uno de los invitados, al verlo con la Minolta, le preguntó si era fotógrafo. David respondió que sí. Entonces el tipo le pidió que hiciera fotos de la fiesta para pagárselas. David le pidió que lo esperara, cruzó la calle y se metió al estudio de un fotógrafo amigo del barrio a quien explicó lo que estaba sucediendo. El dueño, un viejo japonés apellidado Kimura, le entregó un rollo, le prestó un flash, acomodó diafragma y velocidad y le ordenó que no moviera nada, que se colocara siempre a dos y medio metros del grupo que iba a fotografiar y que disparara cada vez que la pequeña luz roja del flash se encendiera. También le sugirió el precio que debía cobrar por cada foto.

Ese fue su primer trabajo y el primero de los tantos que realizó para sobrevivir. Durante un buen tiempo, fotografiar matrimonios, graduaciones, fiestas, le permitió cubrir el costo de la pensión de un instituto donde siguió diseño gráfico entre los 17 y 18 años; y de la Universidad San Martín, donde estudió periodismo, entre los 19 y los 21.

No intentó, desde un principio, expresarse en esas fotografías. Componía con equilibrio, a veces se ponía chistoso y registraba muecas y situaciones cómicas. Pero fue a través de esos trabajos que se aproximó al relato gráfico.
Eran tiempos difíciles para su familia. Su padre sostenía una imprenta en permanente situación de quiebra. Los habían desalojado del departamento y ahora vivían hacinados en la casa de una abuela; menos David, que dormía en un cuartucho claustrofóbico en el fondo de la imprenta de su padre.
En la inauguración de una muestra de pintura, David conoció al brasileño Mauro Silva. Su amistad con el temido postmodernista y homosexual crítico de arte fue providencial.
Silva leyó uno de los relatos que David había escrito. Y, al parecer, lo impresionó, de tal manera, que consiguió hacerlo colaborador permanente de la revista Jaque.

David hizo unos primeros reportajes acompañándolos con fotografías realizadas por él mismo. Pero no fue la aceptación de estas fotos sino el contacto con el laboratorio lo que, creo yo, detonó su decisión de cambiar la literatura por la fotografía.
En su relato Paraíso ínfimo David narró, aunque no de manera directa, esta vital experiencia.
Paraíso ínfimo relata la historia de El Laboratorista de una revista semanal. El protagonista, alter ego de David, es un muchacho aburrido del ritmo industrial con que se produce el material gráfico de la revista. Es algo débil y anda crispado por los gritos que, en cadena, largan en las oficinas el Director, los Editores, los Periodistas e incluso el conserje.

El relato, de unas cincuenta páginas, tiene un hilo conductor romántico, y una textura de crónica urbana negra y violenta: trampa tendida por Abril para meter a sus lectores en sus rollos especulativos acerca de la existencia.
La Muchacha del cuento es una prostituta que trabaja en el edificio contiguo, en uno de los masajes prostibularios que funcionaban en Lima a mediados de los ochenta.
Ambos traban amistad una noche, después de que él la ayuda a encender el motor de su volkswagen, aparcado en el estacionamiento subterráneo que ambos edificios comparten. Pero ésta no había sido la primera vez que se veían. En otra oportunidad, El Laboratorista había reunido dinero suficiente para pagar el servicio de una puta y había visto a La Muchacha un par de veces en ese masaje, pero siempre de la mano de un cliente que había llegado antes que él.

La Muchacha y El Laboratorista sostienen citas breves en el estacionamiento. Ella siempre está ansiosa de partir a casa, no sólo para dormir, sino también para ver a su hija de nueve años, que adora y que cuida con especial devoción porque padece de una enfermedad de la que prefiere no hablar.
El Laboratorista la convence de que se deje fotografiar por él. La Muchacha se había hecho de rogar, pero luego aceptó porque se dio cuenta de que El Laboratorista no intentaba tirársela gratis, ni quería que posara sensualmente o desnuda. Por el contrario, la retrata con lo que lleva encima, por las noches, cansada y allí, en ese estacionamiento oscuro. El Laboratorista usa un trípode para sostener las exposiciones largas a las que está obligado, ya que no usa flash. Explora las posibilidades expresivas de las sombras. Luego, en el laboratorio de la revista, realiza a un ritmo obsesivo las copias de esas fotos que lo frustran de diversas maneras porque no consiguen atrapar la esencia de lo que está persiguiendo.

En la redacción conocen, en algún momento, el rostro y el cuerpo de esa muchacha por una de las pruebas tiradas a la basura por El Laboratorista.
Un redactor, asiduo visitador de prostíbulos, la identifica y lo comenta con otros. Todos acaban sabiendo que la hembrita de El Laboratorista es una puta.
Este amor por la foto perfecta obliga a El Laboratorista a cambiar la rutina de su vida decadente. En esta parte del relato, Abril se refocila elaborando pastiches costumbristas: retrata, en un largo raconto, con crudeza y coprolalia, las incursiones sabatinas de El Laboratorista, a los oscuros y pestíferos meandros del centro de la ciudad: da cuenta de lo que sucede en el interior de las discotecas de a cinco lucas; de las esquinadas alcohólicas y humeadas con la diablura metalera en las puertas de la Villareal; de las negreadas pastrulas con los jóvenes imprenteros de su padre. En fin, todo lo que después pierde interés para El Laboratorista, porque ahora sólo le importan esas malditas fotografías que en la revista ya nadie vuelve a ver.

Un viejo fotógrafo le advierte de los peligros de permanecer demasiado tiempo en el laboratorio expuesto al vapor tóxico de los químicos. Le pregunta por qué diablos se pasa tantas horas copiando fotos. El muchacho responde que no se da cuenta, que como sucede con las fotografías, el tiempo no existe allí dentro. También le cuenta lo extraño que se siente cuando hace alguna copia y más tarde recuerda sólo esa imagen y, en cambio, a la persona que posó para él, y el momento en que posó, se le olvidan; como si esas imágenes se desprendieran de sus orígenes y todo naciera para vivir su propia vida en las imágenes. Sólo me lastima, dice El Laboratorista, que no puedan morir. Nada que no muera puede ser perfecto.
Algún tiempo después, el periodista que reconoció a La Muchacha, visita una vez más el masaje y pregunta por ella. Pero no consigue enterarse de nada. Uno de los empleados llega a decirle que un día, La Muchacha, simplemente no volvió más.

Durante el cierre de una edición, El Laboratorista se demora más de la cuenta en hacer las fotos para la revista. El mismo Director ingresa vociferando al laboratorio. Grita: ¡quiero esas fotos, ya!, ¡qué diablos haces! y le arrancha de las manos una copia. Allí esta La Muchacha, vestida de negro, sentada a una silla. A su lado hay una niña vestida de blanco y tendida en una cama, tiene los ojos cerrados, y los párpados, los cachetes y los labios evidentemente maquillados.

¿Qué es esto?: pregunta El Director. El muchacho responde: una mujer vestida de negro y una niña que parece dormir. El director mira la foto y dice: esta niña no parece dormida, esta niña está muerta. El muchacho responde: es una foto, ¿cómo se puede morir en una foto?
La pregunta pone fin al relato.

Alguien ha dicho que el texto es inconcluso; que las pinceladas de ácido humor, los brochazos de negritud, el paisaje de una urbe miserable y pestilente, retratada en una prosa sucia, tirante y espasmódica, de frases cortas y secas, han sido desaprovechadas por las inquietudes intelectualoides de Abril. Puede ser. Pero ese es su riesgo. Después de todo, Abril cree que así es honesto consigo mismo y con su condena a pensar, a preocuparse y a preguntarse. El cuento apareció en Instrucciones para atrapar a un ángel, medio año después de que él ingresara a trabajar en Jaque. Lo criticó elogiosamente Mauro Silva. Otros comentaristas apoyaron su opinión. Esto puso a David en el primer plano de la narrativa que se hacía en ese momento.

También he considerado posible que el inusitado éxito lo haya presionado demasiado. Es algo en lo que se puede pensar. Le ha pasado a otros que la bulla excesiva los ha silenciado pues no han creído posible crear algo superior a lo ya hecho.

Lo concreto es que a partir de su primer libro comenzó a trabajar exclusivamente en fotografía, con una obsesión de poseso. Fueron tiempos terribles de creación-tortura. Quienes lo vimos trabajar con un fervor próximo a la locura no pudimos sino esperar que algo bueno saliera de todo eso. Lo deseábamos profundamente.
Creo que las palabras creación-tortura son precisas para identificar la actitud que desde entonces tuvo David respecto al arte. La revelación de una imagen que, para él, valiera la pena, debía suponer siempre un sufrimiento. Pero la obra acabada, el logro visual, no era necesariamente una salvación, tal vez sólo un alivio a esa condena de la que no pudo escapar al dejar la literatura: la condena de crear, de querer ser Dios.

Parece que con la fotografía aprendió a resignarse, a conformarse con sus logros, como si finalmente tuviera fe en que el arte es una manera de suspender la angustia que produce la imposibilidad de comprender el mundo.
Por eso no admito lo que señalan algunos críticos respecto a la megalomanía de Abril. El se dedicó una atención exclusiva, es cierto. Pero fue el centro de su propia investigación porque no creía tener derecho a especular sobre los otros.
Alguien ha jugado con el lugar común de afirmar que Abril está en la línea borde de la locura. Es una estupidez. Como dice Foucault, la locura es la no obra. Y Abril logró realizar una breve pero fuerte obra para argumentar acerca de su cordura.

Precisamente, David tenía la esperanza de que fuera su obra, su trabajo visual, la que proyectara nítidamente sus sentimientos, sus intenciones, prescindiendo de las traidoras palabras.
Su última ilusión consistió en que el público mirara en silencio y mudo sus fotografías, que nadie dijera una palabra, que nadie opinara nada, que solamente vieran el trabajo y se fueran, de inmediato, a sus hogares.
La única recompensa que esperaba era que aquellas imágenes quedaran fijas en el recuerdo de quienes las vieran.
Después de su muestra "Asesinos y Homicidas" comprendió que el sentido último de lo que un artista produce no existe, (tal vez debió comprenderlo examinando todas las críticas que aparecieron de su libro, pero no fue así). Las lecturas que el resto de las personas hacen es siempre un gran calidoscopio. Algunos comentarios se imponen, porque quien los hace tiene posibilidades de enunciarlos masivamente. Pero nadie es capaz de saber ciertamente si aquellos conceptos son aceptados por igual entre la comunidad expuesta a la obra en cuestión.

Desde esta perspectiva, se convirtió en una traición que él dijera cualquier cosa acerca de su trabajo. Por eso mismo fue un acto consecuente y no un amaneramiento, que se acercara a la puerta de la sala de exposiciones y que luego desapareciera mientras todos los invitados a la inauguración de su segunda individual, "Retrato final de algunos chicos felices que ya no lo son tanto", miraban la exposición. Permanecer mudo alrededor de tantos asistentes habría sido sumamente ridículo. Prefirió estar lejos de ellos, a varios kilómetros de cualquier pregunta. Nunca pudo imaginar todo lo que alrededor de esta exposición iba a suceder. Los objetos artísticos son máquinas generadoras de sentidos y fundan mitos cuando congenian con una gran masa de individuos. Un panfleto no tiene necesidad de ser interpretado. Su sentido es unidireccional. Discutir a partir de lugares comunes lo único que puede hacer es fortalecer el lugar común, todos los saben. Pero fue de una mediocridad inverosímil reducir a panfleto un trabajo tan cargado de vida como el que David Abril expuso.

Y sin embargo, no debiera sorprenderme que así ocurriera, ya que esa lectura panfletaria la hizo y la impuso Juan Pedro Ortiz, un reportero del canal cinco, de prontuariada estupidez.
Este sujeto vio lo único que sus ojos, acostumbrados a los rutilantes títulos de los magazines amarillos, podía ver: un grupo de hombres de una clase social A presentados en su más descarada homosexualidad.
Frente a una lectura de ese tipo, multiplicada en diarios y semanarios, un texto crítico como el que yo debí escribir entonces, iba a parecer la patética nota del sujeto culto que pretende poner las cosas en orden. No lo hice, no escribí entonces, no me interesó. Pensé, como Abril, que el resto del universo era dueño de sus propias creencias y opté por dejar las cosas como estaban. Pero si accedí a escribir esta nota, fue sólo por mí, porque creo que si para los seres humanos existe alguna solución, ésta no la hallaremos en el silencio.

Solamente quiero terminar exponiendo la idea que tengo del juego jugado por Abril en aquella exposición.
Si todos los retratados, en la vida real, son o no homosexuales —cosa que interesó muchísimo a todos los supuestos recatados y amarillentosos periodistas— aquí no es relevante.
Las fotos en "Retrato final..." no son documentos; son, más bien, representaciones; cada retrato funciona como símbolo y no como señal. Son más sombras que reflejos; más puertas abiertas, que lugares concretos.
Pero quienes leyeron esta muestra como un reportaje gráfico de "Enfermos de SIDA de Clase A" cayeron en la más ingenua de las trampas que el arte tiende a los incautos.
¿Qué bastaría para demostrar que la muestra de Abril no es un reportaje, que la realidad que en ella creemos ver es sólo una invención, un espejismo, una puesta en escena destinada a tomarnos por sorpresa la conciencia y el corazón?

Pedirle a cada uno de los retratados que responda a las preguntas ¿es o no usted homosexual? ¿Está o no condenado a muerte por SIDA?, resulta de una elegancia de basurero.
Nos queda esperar que cada uno de ellos muera por alguna enfermedad que sus defensas debilitadas no puedan evitar.
Pero ¿y si no mueren, quedará alguien defraudado? Privada de sus visos de escándalo, esta muestra no parece decirle nada a la masa que la vio reproducida en televisión, diarios y revistas. A ninguno de los que sostienen el rating televisivo le importa ahora. Alguien ganó dinero con el escándalo. Nadie parece perder algo con su olvido o su recuerdo.

Yo cierro los ojos y vuelvo a ver la melancolía que brotaba de cada una de esas fotos. Veo también la tristeza silenciosa en el rostro de Abril, digo mejor, en el rostro triste del autorretrato colgado aquella noche en la galería de Mercedez Noriega.
Tal vez, en homenaje a esa imagen invulnerable al olvido, no debiera abundar más sobre la vida de mi amigo, debería dejar de inundar con más palabras su recuerdo. Tal vez, sólo debiera permitirme recordar la eternidad de esa fotografía, imperfecta porque nunca morirá.
Alberto L.