sábado, marzo 17, 2007

Ciro Alegría (Mucha Suerte Con Harto Palo)

Ciro Alegría

"MUCHA SUERTE CON HARTO PALO"
1976
*

I

Nace un niño en los Andes

Fue en una pequeña hacienda llamada Quilca, por más señas en la provincia de Huamachuco[Departamento de La Libertad, Perú]. Recuerdo a Quilca aún. De clima tibio, por estar situada en una quiebra de las moles andinas, abunda en árboles y sembrados. Quilca huele a eucaliptos, a yerbasanta, a granadillas, suena a trigales.

En Quilca nací la noche del 4 de noviembre de 1909. Según me han contado, no di muchas muestras de querer llegar al mundo. Como en esas abruptas soledades no abundan hasta hoy los médicos —en aquellos tiempos el más próximo estaba a dos días de camino—, la comadrona agotó inútilmente sus recursos para que yo saliera a ver la luz o la sombra de esa noche que tenía alguna importancia para mí. Una de las mujeres en vela sugirió que harían bien a mi madre[María Herminia Bazán Lynch. Nació en Huamachuco el 25 de noviembre de 1885 y murió en Trujillo el 27 de enero de 1926].

ciertas prietas semillas que solían quedar en las eras de trigo. Mi tío Constante,[Constante Bazán Lynch. Murió en Trujillo el 19 de agosto de 1973] que hoy es un próspero hombre de negocios avecindado en Trujillo y en esos tiempos era un muchacho, fue hasta la lejana era provisto de una linterna y se puso a hurgar afanosamente entre las pajas. Cuando volvió, ya no fue cosa de emplear las semillas. Yo había dado la sorpresa de presentarme al mundo de pronto. Comprendí de seguro que las novelas que traía en mente no debían quedarse inéditas. A mi padre[José Eliseo Alegría Lynch. Nació en Huamachuco el 5 de diciembre de 1883 y murió en Sartimbamba el 5 de noviembre de 1945] le gustaba leer y aun escribir y su hermana menor, llamada Rosa, tenía las mismas aficiones. Ella vivía en otra hacienda, Marcabal Grande, que toda mi familia pertenece a la tradicional y controversial clase que forman los hacendados peruanos. Mi tía Rosa, muchachuela de inquieto espíritu a quien la censura familiar sólo permitía leer libros inocuos, habíase encantado con La isla misteriosa de Julio Verne, y más con el personaje central de la obra, llamado precisamente Ciro. Escribió entonces a mi padre, pidiéndole que me pusiera tal nombre y él, que tenía grande cariño por la hermanita lleora, así lo hizo. La figura de mi tocayo el rey persa, ese famoso Ciro al que ha historiado Jenofonte, en nada intervino para nombrarme, como no sea quizás por haber hecho inicialmente célebre el nombre. Tal se advierte, la ocurrencia provino de la impresión causada por un personaje novelesco, captado entre censura familiar, y tomó cuerpo en mí de muy cordial manera.

Años más tarde, siendo a mi vez un muchacho lector de Verne, recorrí las páginas de La isla misteriosa con acrecentada curiosidad. El ingeniero Ciro Smith, que llega con algunos más a una isla deshabitada, para mayor conflicto en un globo, es todo un héroe de Verne. Hombre inteligente, simpático, lleno de recursos. Recuerdo todavía que una de sus primeras hazañas es hacer fuego concentrando los rayos del sol con las lunas de su reloj. Mi tocayo me interesó, pero no me dieron ganas de imitarlo. Yo había resuelto, aunque medio soñando, ser escritor. Mi isla misteriosa debía ser la vida.


II

Manuel Baca y el caballo Canelo


Una vez llegó a Marcabal un hombre de río abajo, con una enorme llaga tropical que le estaba comiendo el brazo. Mi padre lo curó y él se quedó a vivir en la hacienda. Se llamaba Manuel Baca y era un gran narrador… fuera de ser diestro en cualquier faena. Caída la tarde, frente al sol de los venados, que es una laya de sol naranja que dora las lomas a la oración, Manuel parlaba con voz de conseja.

Los peones de Marcabal tenían cuanta tierra de cultivo desearan, ganado, potreros libres. La posesión del caballo parecía despertarles una dormida confianza, que no en balde durante la colonia se prohibió a los indios montar a caballo. Cuando estuve en edad de sujetarme, el domador Saúl me entregó un caballo todavía marrajo al que puse por nombre “Canelo”. Terminé de amansarlo y nos hicimos grandes amigos. Hay fraternidad entre el hombre del campo y el animal. Con todos los seres y las cosas de la tierra intimé allí.

Y, además, a mis padres les gustaban las letras y las artes y tenían una biblioteca por la que yo también fui tomando afición. En las noches, escuchaba conversar entretenidamente a mi padre o a mi madre, y a mi abuela materna cantar canciones viejas y nuevas como la tierra.

De tal vida no me habría de olvidar jamás y tampoco de las experiencias que adquirí andando por los jadeantes caminos de la cordillera, de los hechos de dolor que vi, de las historias que escuché. Mis padres fueron mis primeros maestros, pero todo el pueblo peruano terminó por moldearme a su manera y me hizo entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco reconocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora, su constancia.




III

El César Vallejo que yo conocí


Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar el lazo y no asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo, donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul…

A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de un hermano menor de mi padre[Luis Alegría Lynch], que pasó con nosotros sus vacaciones, hice el largo viaje. Esos fueron para mí reveladores días en que trotamos a través de dos riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos, y subiendo, otras tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo[Léase La ofrenda de piedra, Editorial Universo, Lima, 1969].

Dado el fin de estas líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe, donde había nacido César Vallejo.

En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas rocas que se parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y ternura de sembríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una tregua, porque predominan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o quince mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce los Andes o viva allí, persistirá siempre la impresión, que es como una herida del paisaje abrupto, hecho de elevadas mesetas, donde crecen pajonales amarillentos, y de roquedales clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y callada. Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y de la sociedad —en exponer éstas ya he empleado varios centenares de páginas— sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad.

Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en mi profesor César Vallejo a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios amplios y balcones de estilo morisco, daban una nota de modernidad los automóviles que corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen, estaba muy asombrada de tanta máquina y del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz, que vestía a la moda.

Yo vivía en casa de la abuela y mi tía Rosa Alegría Lynch, a la que debía mi nombre, era una señorita de traza irlandesa, con cabellos de fuego y ojos verdes que parecían un bosque. Supo ser un poco mi madre y mi maestra. Ya le habían levantado la censura y disfrutaba de una nutrida biblioteca. Su gusto por las letras habíase depurado. Era amiga de varios escritores de la ciudad y admiraba al entonces discutido poeta César Vallejo.

Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas por la cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.

Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la noche de un domingo, y entonces escuché por primera vez el nombre de Vallejo y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis estudios.

—Si tuviera un nieto —opinó el señor en un tono de sugerencia— lo mandaría al Seminario. Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente.

Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de estudiante. Mi abuela repuso con dignidad:

—Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio Nacional de San Juan. Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se han educado allí.

—¿Y a qué año va a ingresar?

—Al primer año de primaria…

El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:

—¡Mi señora!, ésa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido… ¿Sabe usted quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues es ese que se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo…

—Al fin y al cabo… para enseñar el primer año… —dijo mi abuela tratando de calmarlo.

Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un pobre niño indefenso como yo y argumentó:

—No, no, mi señora… Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un loco. ¿No podría ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el niño estaba leyendo el periódico…

Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:

—Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se enseñan en el primer año.

El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a mi pobre cerebro de influencias perturbadoras y tomó un rumbo más pacificador:

—Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto educación y especialmente en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor colegio. Está adquiriendo mucho prestigio…

Y mi abuela:

—En San Juan también enseñan religión, según el reglamento de estudios y no son anticatólicos…

El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre esperanzada y compasiva.

Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no idiota.

Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó hasta el local.

—Por aquí no entran ustedes —me dijo al llegar a una gran puerta sobre la cual se leía la inscripción “Dios y la Patria”—, esta puerta es para nosotros los de la sección media. Vamos por allá…

Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”. Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:

—Aquí te vas a sentar… Pon dentro tus cositas… No, así no… Hay que ser ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro… También tu gorrita…

Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:

—Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte mucho… Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?

Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:

—Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho…

Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando a la pega y le dijo:

—Este es un niño nuevo: llévalo a jugar…

Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar me preguntó sabiamente:

—¿Sabes jugar a la pega?

Le dije que no y él sentenció:

—Eres muy nuevo para saber jugar…

Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a al puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos, por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:

—¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe irse lejos de su salón ni de su patio… Este colegio es muy grande. ¿Estás triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo pregunté en voz baja a mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?” “Porque es poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él habría de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la Tierra, comenzó a decir:

—Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.

Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.

De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de “Pato”. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:

—Ya pasé “Pato” hace tiempo. También “Rosita” y “Pepito”. Yo sé todo ese libro…

Vallejo me miró inquisitivamente:

—¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre la b labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga. La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:

—Y sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?

—Porque no sé otras cosas…

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio. Miré a mi profesor.

César Vallejo —siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi— estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros —no recuerdo si eran grises o negros— brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era viejo y luido y, cerrado la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda a quién llamábamos Cayo. Este era más alto y fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenían gran semejanza. El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar.

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo habría de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:

—¿Te gusta tu profesor?

—Sí —respondí.

Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado, interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después, supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos.

En Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios acérrimos. En casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta, y dada a leer, que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional. “¡Es un gran poeta, es un genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones. Recuerdo perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.

—A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: “¿Dónde estarán sus manos que en actitud contrita, planchaban en las tardes blancuras por venir?” ¿Esto es poesía o una charada? A ver, explícame…

Mi tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita frágil y nerviosa que era, se irguió por fin llena de rabia:

—Este es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya, que eres un bruto…

La discusión se armó de nuevo.

Mientras tanto, yo continuaba yendo a clases. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba de enseñarnos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros de grados superiores.

Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al campo de paseo o en los desfiles del 28 de Julio, los del primer año de primaria, con nuestro melenudo profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente el paso y éramos una tropilla bastante desgarbada. Oíamos que la gente estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro profesor: “¡Ahí va Vallejo!”, “¡Ahí va Vallejo!”.

Algo que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales que veíamos cada día. He pensado después en que sin duda encontraba deleite en ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas fuentes de poesía en su lenguaje lleno de impensadas metáforas. Tal vez trataba también de despertar nuestras aptitudes de observación y creación. Lo cierto es que frecuentemente nos decía: “Vamos a conversar”… Cierta vez se interesó grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa. Me tuvo toda la hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la forma en que la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos con al yema de los dedos, sobre la mesa. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”. Sospecho que ese fue mi primer éxito literario.

No siempre le producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que era decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que traía nuestro profesor —tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos—, no pudo decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de repente se calló. “Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El chiquillo se fue a su banco, y cruzando los brazos metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño. Estrechándole las manos lo llevó hacia su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para enjugar las lágrimas que brillaban aún sobre la carita trigueña y luego se quedó mirándolo largamente. Sin duda en la desconsolada angustia del narrador frustrado, sintió esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha aludido en sus versos. Cuando recuerdo aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los hombres.

Pero había ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por las lomas y entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la autoridad necesaria para tomarse tremendas ventajas. Había que verlo cuando hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas o chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos solíamos comprar preferentemente, por la razón de que eran abundantes y baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados, mercancía que más prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados en la esquina del plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno le daba la lección, pero lo que en realidad hacía era echar, bajo las cejas, miradas exploradoras sobre toda la clase. Cuando descubría a algún delincuente, se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo amonestaba: “¿No he dicho que no coman cuadraos en clase?”. En seguida le quitaba los caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos, y los repartía entre todos o los más próximos, según la cantidad. Nunca supe si lo que le gustaba más era sorprender a los infractores o repartir los caramelos entre los chicos. Durante tales batidas, nos embargaba su mismo espíritu juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.

El reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala conducta o no dieran bien sus lecciones. César Vallejo, en todo el día, iba formando una lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no sabían la lección, pero, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser apuntados en su lista, pero de tiempo en tiempo, y sin duda para que no nos propasáramos, solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la compungida cuota de reclusos del primer año de primaria, al inspector de turno. Su castigo usual era simple y directo: un tirón de los cabellos que quedan a la altura de las sienes.

Por las mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con un retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de amigos —que lo eran todos los escritores jóvenes de la ciudad— o a sus estudios de universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su impuntualidad alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio Director del colegio acudió a ver lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se produjo una escena embarazosa que el director cortó diciéndole que pasara por su oficina a la hora de salida. Durante un tiempo estuvo llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque ya no con tanta frecuencia, seguía presentándose tarde.

Fuera del colegio, sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción de comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de que nuestro profesor había sido asaltado en la noche por un grupo de individuos que trataron de cortarle la melena. El se había defendido dando feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su melena de león. Estaba intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y acendrada amargura.

Me conmovió mucho el asalto no alcanzando a explicármelo.

He de decir que para ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la expresión. Fue que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible poesía por mí mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor, que ella recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al dármelos, hundió los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que si no los entendía, no pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los poemas, me di cuenta primeramente de que tenía muchas palabras cuyo significado ignoraba. Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me dediqué a una exploración que me resultaba difícil.

Lejana vibración de esquilas mustias,
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.

A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones. Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo “aleteando la pena de su canto”. Entendiendo y no entendiendo, el poema “Aldeana”, uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy hermoso. La emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente me envolvieron. ¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así? Encontré poemas menos pictóricos que no entendí de principio a fin y al leer “Idilio muerto”, la pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados meses me pareció formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las manos y muchas líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había comprendido y pensé que acaso, cuando yo fuera grande… Entregué a mi tía Rosa sus recortes sin decirle media palabra y ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina y seguramente temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde aquella vez, me alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y me sentí más cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que prodigaba en sus versos. En cuanto a su hosquedad y su tristeza… bueno, Cayo Oruna… y uno está tan solo a veces… Porque yo me sentía muy solo en el colegio… Los muchachitos solían burlarse de mi condición de “serrano” y de que tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a Vallejo, yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que dejaran en paz a ese hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a nadie con su melena y con sus versos.

Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos clases y el tiempo pasaba. En las horas de conversación, me hacía hablar no sólo de lo visto por mí sino de lo que había oído contar. Recuerdo que le impresionó la historia de un ciego que vivía en una hacienda próxima a la nuestra, quien iba de un lado para otro por los ásperos senderos de la serranía, tal como si tuviera ojos y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales no había oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó: “¿Tú lees otros libros?” Le informé y me dijo que, como yo sabía el reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué hasta el salón de clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo compraba con mis propinas y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme sacándolos de su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis lecturas y, por mi parte, nunca le conté que me había atrevido con sus versos. Temía que me interrogara si los había entendido y, en tal caso, tener que confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me había advertido que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me callaba aperando tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije uno de los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:

¿Oyes el zorzal, María?
Desde el arbusto florido
en donde tiene su nido,
al cielo su canto envía.

Los jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad, donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su lado una de esas tardes y sentados sobre la grama, me pidió que le recitara todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que, en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota.

En el tiempo que siguió —creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios—, nuestro profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su camino, me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que entre yo y los otros niños hacía una diferencia muy especial. Posiblemente pensaba: “Este es un muchachito al que le gusta leer” y me daba rienda suelta en eso. En cambio yo, lenta y progresivamente, había ido adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta predisposición al partidarismo en el alma de los jóvenes y los niños y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me cabía duda de que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera podido explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de clase. Uno de mis compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era nadie, ni siquiera como poeta. Mi madre me había dicho que honrara y respetara a los maestros, porque su tarea es muy noble y le reproché:

—¿Y qué? Es profesor y eso es bueno…

—¿Crees que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor de un colegio, el de primer año… Un “muerto de hambre”…

Recién comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú. El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de apabullar al pobre profesor, dijo:

—Ni siquiera como poeta sirve… mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre, que sabe lo que habla.

—Es un gran poeta —repliqué muy afirmativamente.

—¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros, puedes hablar?

—Es un gran poeta —insistí.

—A ver, dinos por qué es un gran poeta…

No supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía suficiente. Hubiera querido decir algo definitivo.

—Dinos ahorita mismo por qué es un poeta —repitió mi oponente.

Yo estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó la campana.

Día a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de premios, que se realizaría a fines de diciembre.

La fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San Juan estaba de gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de galerías, mostraba al fondo un estrado donde tomaron asiento el director y los profesores. Casi todos llevaban vestidos de etiqueta. Las familias de los alumnos fueron acomodadas delante, y nosotros, a los lados y detrás. Los mocosos del primer año fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que Vallejo ocupaba un lugar secundario en el estrado, sólo se le podía ver la cabeza. Pero ella, grande de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechería blanca y tanta luz… y entre tanta cabeza sin carácter.

No viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente que refiera que no me tocó ningún premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas, los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto, Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndome sin ninguna cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo: “No te importe la suerte”. Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos advertir que, en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los corredores. En medio de la penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas su silueta negra, alargada, casi fantasmal, tras el cocuyo de su cigarrillo.

Cuando el director, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se dirigió a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por los estudiantes y sus familias. Instantes después lo volví a ver en la calle, yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo lejos… Pude haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las clases se reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al recordarlo, siempre tuve la impresión de que estaría haciendo.


jueves, marzo 15, 2007

Ciro Alegría (Duelo de Caballeros)

Ciro Alegría

"Duelo de caballeros"
1962

Voy a contar una historia verdadera. Se trata de un singular duelo de caballeros cuyo interés principal reside en que los protagonistas fueron dos personajes del hampa de Lima, exactamente del barrio de Malambo. El nombre de resonancia africana abarca un dédalo de casas y callejones de adobe, colorido emporio del negrerío, del mulataje, de una más reciente cholada, de toda esa chocolateada mezcolanza racial ante la cual resalta la blancura de la minoría cuyos antepasados dieron nombre a la Ciudad de los Reyes.

Otro elemento de interés en la historia es que tal duelo no se llevó a cabo según las puntillosas reglas del Marqués de Cabriñana. Fue a la criolla y usando el arma llamada chaveta, larga y delgada hoja de acero, filuda hasta poder afeitar, con la cual se dan tajos los pelanderos del pueblo costeño del Perú.

Quizá tenga también interés anotar que mi información es de primera mano. La historia del duelo me la contó el sobreviviente, mientras ambos cumplíamos condena en la penitenciaría de Lima. ¿Será necesario aclarar que yo estaba preso por razones políticas? Fui sentenciado a diez años de presidio por tomar parte de la revolución de Trujillo, hecha en 1932.

Cuanto vi, escuché y pasé en ese sombroso antro de altas paredes lisas y barrotes rechinantes, donde más de una vez, por esos radiosos milagros del alma humana, afloraba también luz, podría ser materia de una novela que acaso escriba con el tiempo. Por el momento, quiero contar la historia del original duelo que, pese a algunas de sus características arrabaleras, fue considerado por la Corte de Justicia de Lima como un duelo de caballeros. Para tan gallarda interpretación mediaron causas que ya aparecerán.

Después de ingresar en la Penitenciaría, pasé por siete días reglamentarios de aislamiento y luego entré en contacto con una treintena de compañeros de lucha que me había precedido en la entrada, y los presos comunes. Los “políticos” no tardaron en señalarme a las notabilidades que había entre los “comunes”. Allí se encontraba Carita, mulato malambino de los que por su retadora condición de hombre de pelea, reciben el nombre de faites.

Carita era más alto que bajo, de contextura recia; usaba zapatos de tacón alto, a la andaluza; llevaba arreglado el uniforme a rayas negras y grises según su medida; se ladeaba sobre la frente la visera ancha de una gorra de apache y los domingos hacía flotar en torno al cuello un pañuelo rojo. En su cara cetrina y alargada, un tanto caballuna, la boca prominente lucía una gran cicatriz; la nariz era ancha y de trazo enérgico; los ojos oscuros se movían ágiles, pero a ratos adquirían la fijeza de los de una fiera en acecho.

Tenía modales sueltos que denotaban aplomo, respondía con una sobriedad no exenta de distinción a su prestigio legendario y miraba desdeñosamente a lo que podría llamarse el vulgo del delito. Por el tiempo en que lo conocí, allá en el año 32, Carita hacía gestiones para conseguir el indulto y ofrecía en cambio sus servicios de guardaespaldas a Sánchez Cerro, razón por la cual y muy a su manera, guardando todo el solapado oportunismo de un tipo de experiencia, trataba también con cierta indiferencia a los “políticos”, que estábamos allí por oponernos al régimen. En ese tiempo, cumplía una segunda condena a quince años de presidio por un crimen vulgar, pero la nombradía de bravura adquirida en el famoso duelo, le duraba todavía. De “puro macho” —así comentaban los otros presos— no comía con los demás, sino que en la mesa de los guardas, tal como suena. Iba a los talleres cuando le venía en gana y, en general, tenía hacia el trabajo esa actitud de desdén que es propia de los delincuentes de vuelo y de los aristócratas. De la Independencia para acá, éstos han ido arriando bandera y se han puesto a laborar. Los delincuentes, aquéllos de ley, la levantan en alto aún, y Carita hacía sólo a regañadientes las concesiones demandadas por la necesidad. Formaba de mala gana en las filas de presos, pero su latente indisciplina no llegaba a propasarse. Con los guardas se llevaba dentro de unas maneras en las que había agazapadas amenazas revestidas de dignidad. Ni autoridades ni presos tenían conflictos con él. Las primeras le respetaban los caprichos con los que afirmaba su espíritu individualista y rebelde, y los segundos a la vez lo admiraban y le temían, razón por la cual le prodigaban atenciones o lo eludían. Carita era todo un héroe de la prisión.

Un día lo encontré en el despacho de recetas del hospital y le dije:

—Mire, Carita. Cuando yo era repórter del diario El Norte, de Trujillo, tropecé en la cárcel con un negro chavetero y ladrón apodado el Mono. Le hice un reportaje. Afirmó que él fue quién mató a Tirifilo, cuando la pelea estaba en las últimas pero indecisa, por salvarlo a usted…

—Mentiras del Mono —replicó Carita, haciendo un gesto de desdén con la mano, y agregó—: Cierto que el Mono estaba en mi barra, pero ¿cómo se iba a meter si ahí estaba también la barra de Tirifilo? Eso dice el Mono por darse pisto, por vincularse de algún modo al asunto… ¡Negro atrevido! Cuando yo salga, le advertiré que diga la verdad…

Carita me hizo varias preguntas y sonrió con satisfacción al confirmar yo su fama. Alentado por eso y mi condición de periodista, me dijo:

—Sentémonos aquí y yo le contaré cómo fueron las cosas. No me gusta contárselas a todos, ¿me entiendes? ¡Qué va a hablarle uno a cualquier suche!

Tomamos asiento en dos sillas que había por allí y Carita comenzó a hablar. Pese a su desdén por los suches, es decir, la gente de poca monta, siempre lo escucharon varios a los que seguramente consideraba así, o sea quien despachaba las recetas, un guarda y varios presos comunes que entraron por remedios y se fueron añadiendo al auditorio. Ya entusiasmado por el recuerdo de su hazaña, en pleno relato, Carita aceptaba la admirativa atención de los suches con ocasionales miradas de condescendencia.

Su voz era gruesa y opaca, pero adquirió emocionadas modulaciones a medida que avanzaba narrando. Sus palabras y frases tenían color. En un momento se puso de pie y dio varios pasos, haciendo fintas, para reproducir los lances de la pelea.

No recuerdo sus palabras exactas. Se nos confinaba desde las seis de la tarde a las seis de la mañana en una celda parecida a un nicho, cuyas paredes laterales uno podía tocar abriendo los brazos. Allí, mientras había luz, o sea hasta las nueve, me entretenía tomando notas de mis impresiones diarias y escribiendo cuanto se me ocurría. Una vez, con motivo de que a un compañero le encontraron una revista que contenía un artículo considerado “subversivo”, hicieron un registro de celdas “políticas” y se llevaron todos nuestros papeles. Las notas del relato de Carita estaban entre los míos. No sé a qué sabias conclusiones llegarían las autoridades después del concienzudo análisis que practicaron, pero a nadie le devolvieron una hoja. En muchos casos, los tales papeles eran simplemente esas cartas que vienen del mundo de afuera, con el mensaje de la familia, de la novia, de los amigos, y que para el preso constituyen un tesoro.

Me procuré un grueso fajo de papel de estraza en la cocina, pero no pude reconstruir cuanto había apuntado y menos re—crear (aquí no hay nada unamunesco) mi incipiente producción literaria. Con todo, a modo de revancha, prosé algunos nuevos versos libertarios que fueron bastante celebrados y, ganando la calle, adquirieron una apreciable popularidad. También compuse cuentos. Mi instinto de novelista me decía que lo memorable se quedaría en la memoria para después.

Así, narro la historia del famoso duelo de Carita y Tirifilo sin más auxilio que el de la memoria. Si hay fallas, que me disculpen los años trascurridos.

En el barrio de Malambo, antes del año 20, era lo que se llama el taita un negro apodado Tirifilo. Sería exagerado decir que tal sujeto no tenía oficio ni beneficio. De oficio era ladrón y como beneficio, por cierto exclusivamente personal, tenía el de manejar la chaveta como nadie. Fuera de contar con un corazón bien puesto, lo ayudaban sus condiciones físicas. Tirifilo levantaba una larga estatura, según la fama de cerca de dos metros. Esto más que fama resultaba leyenda para muchos, pero en todo caso era muy alto y flaco, de una agilidad de puma, a todo lo cual se agregaba que sus brazos extraordinariamente largos, armado de chaveta el uno, el otro sirviéndole de defensa mediante la manta arrollada, no dejaban pasar los tiros del rival y en cambio lo alcanzaban con una facilidad extrema.

Todo ello hizo que Tirifilo fuera el indiscutible mandamás del hampa negra y mulata de Malambo, durante un número de años que ya nadie se encargaba de contar. Los más valientes y diestros chaveteros le huían. Pero el poder es perecedero y la vida, huidiza. Más si dependen del filo de la chaveta.

Tomaba vuelo entre los chaveteros de Malambo un mozo al que habían apodado Carita por la acusada expresión jovial que tenía su faz en aquellos años. No pasaba mucho más allá de los veintiuno y ya había puesto fuera de combate, con los puños o por medio de la hoja filuda, a cuantos se le enfrentaron. Era además medio guitarrista y cantor, cliente distinguido de los burdeles baratos, bueno para el trago y amigo de sus amigos. Las nuevas promociones de faites, los negros y mulatos jóvenes eran partidarios de Carita por esa solidaridad que hay entre los miembros de la misma generación y sus colindantes y también porque es un natural impulso de la juventud perseguir la renovación del liderazgo, aun en el mundo llamado bajo. Mientras tiraban los dados y bebían pisco en las penumbrosas cantinas de Malambo, aseguraban que Carita era muy capaz de hacerle pelea a Tirifilo, aunque pocos osaban afirmar que lo derrotaría.

El poderoso amenazado, por su parte, no tomaba en cuenta las habladurías. Tirifilo trataba a Carita con la natural superioridad que va del maestro al discípulo, aunque la verdad era que a usar la chaveta no le había enseñado. Ni siquiera lo había visto pelear. Lo que sí quiso enseñarle fue el arte de robar y meterse en contrabandos y malas aventuras, por todo lo cual andaba siempre buscando al mozo, quien con su madre ocupaba dos cuartos en un callejón del barrio.

La señora, madre al fin, mostraba cierta resistencia a que su hijo entrara en colaboración estrecha con un tipo tan notorio, imaginando naturalmente que no tardaría en mezclarlo en un lío de gran clase malambina. Su actitud evasiva y poco amistosa traía molesto a Tirifilo.

Y sucedió que una mañana, en circunstancias en que el taita hacía planes para practicar un robo de importancia, llegó al callejón en busca de Carita. Éste no se encontraba en casa y así se lo dijo la señora con la frialdad que el otro ya conocía. Tirifilo tronó afirmando que ella “lo negaba” para impedir que se juntara con él y le espetó, intercalando entre frase y frase el más selecto conjunto del repertorio de injurias arrabalero:

—¡Vieja!... ¡Quieres tener al hijo metido entre las polleras!... ¡Déjalo que salga y se haga hombre!...

El vecindario se revolvió al oír los gritos. Las puertas del callejón enracimaron cabezas aguaitadotas. Corrían voces diciendo:

—¡Es Tirifilo! ¡Es Tirifilo!

Era como si un hálito de malos presagios cruzara por el aire.

Tirifilo siguió gritando para que lo oyeran todos, inclusive Carita, a quien suponía oculto en el otro cuarto:

—¡Lo vas a hacer un flojo, un cobarde, si es que ya no lo es!... ¡Sácatelo de entre las polleras, vieja!... ¡Que salga ese cobarde!...

Carita carecía del don de la ubicuidad y naturalmente no salió. Se fue puertas adentro, entre sollozos, la pobre negra defendelona y Tirifilo optó también por marcharse, escupiendo desprecio y amenazas frente al pobrerío amedrentado.

Al poco rato apareció Carita y encontró a su madre llorando. Ella no le quiso revelar nada de lo que había pasado y Carita salió a informarse entre los vecinos. Cuando supo lo ocurrido, se le enrojecieron los ojos y enmudeció, adquiriendo la torva resolución de una fiera herida. De ahí no más se fue a la calle, a fin de que “la vieja” no supiera lo que iba a hacer, y buscó a dos miembros de su barra para que fueran testigos del reto.

En compañía de dos negros, uno de los cuales era el Mono, llegó a casa de Tirifilo. Éste se encontraba sentado junto a la puerta, todavía con señas de mal humor.

—¡Negro liso! —le gritó Carita, intercalando con exacta propiedad otro selecto conjunto de injurias del susodicho repertorio—. ¿Por qué te has atrevido a insultar a mi madre? Me la vas a pagar…

—¿Qué? —gruñó Tirifilo con una desdeñosa incredulidad—. Lo que he dicho, ahí se queda…

—¿Se queda? —retrucó Carita—. Vas a ver que pa un hombre hay otro, negro abusivo… Te reto a pelear esta noche, cuando salga la luna, en el Jato del Tajamar… ¡Uno de los dos se quedará ahí!...

Tirifilo miró a Carita, midiéndole despectivamente, y respondió:

—Ahí estaré…

La noticia del próximo duelo corrió sigilosamente de calle en calle, de casa en casa, de callejón en callejón, de cuartucho en cuartucho, convocando lo más granado del hampa de Malambo. Cada bando reclutó una barra de unos veinte chaveteros escogidos. Y ya no se hizo nada más, salvo que los contrincantes afilaron bien sus mejores chavetas y todos esperaron.

Llegó la noche a Malambo.

La luna debía surgir tarde. A eso de las dos salieron Carita, el Mono y otro más, rumbo a las afueras del barrio y por las callejas soledosas, brotando de la oscuridad de los callejones; llamándose y respondiendo con rápidos y peculiares silbidos, avanzaron también los miembros de las barras.

Carita y sus acompañantes, todos los cuales se le juntaron en un lugar convenido, fueron los primeros en llegar al Jato de Tajamar, sitio llano, cubierto de basura y latas viejas.

Pese a la oscuridad, unos cuantos limpiaron un ancho espacio, librándolo de latas y lo que pudiera servir para tropezar. A poco, llegaron varios del bando de Tirifilo y revisaron el trabajo hecho, ampliando todavía más el espacio sin obstáculos. Corrió un rumor entre las barras cuando Tirifilo arribó, seguido de algunos más, delineando su alta silueta entre las sombras. Al ser rodeado por toda su gente, dijo algo hablando sobre las cabezas.

De nuevo, ya no quedaba sino esperar.

Los duelistas y sus barras sentáronse en fila, a un lado y otro del espacio señalado. Sus rostros y vestidos oscuros, apenas se veían en la sombra. Sí fulgía la luz de los cigarrillos. Y hablaban una que otra vez, en voz baja, como se habla siempre en tales horas, que son de un anticipado respeto a la muerte.

No lejos pasaba el silencioso Rimac, que separa a Lima de Malambo. El barrio negro se aplastaba a un lado, chato bajo la noche, entre un débil reflejo de luces rojizas. Al otro lado del río, la ciudad alzaba hacia el cielo un pálido resplandor. Pero la sombra del Jato del Tajamar envolvía a los duelistas y sus barras y había que seguir en espera de la luna.

La espera se hacía tensa. En el silencio de la noche, no se oía ya ni una palabra. Algunos masticaban coca, la hoja india que amansa los nervios. La luz de los cigarrillos continuaba brillando.

Cuando el reloj de la catedral marcó las tres y media, comenzó a surgir la luna. Hubo que esperar un rato más, hasta que saliera de una espesa mancha de nubes. Carita bebió medio vaso de pisco mezclado con tabaco. Tirifilo hizo otro tanto. Una voz surgió desde la barra de éste, diciendo:

—Vamos.

La luz de la luna había llegado al Jato del Tajamar.

Los contendores, seguidos de dos ayudantes, avanzaron a paso lento, en mangas de camisa, hacia el centro del campo. Detuviéronse a corta distancia uno del otro y lentamente, casi ritualmente, envolvieron una manta en el antebrazo izquierdo. Debía quedar bien ceñida, como una paca de chafar puntazos. Con la diestra empuñaron la chaveta. Las hojas de acero y los ojos buidos refulgieron a la luz de la luna.

—¡Ya!... ¡Déjenlos solos! —gritó alguien.

Los ayudantes se apartaron.

Tirifilo y Carita se quedaron solos y frente a frente, como dos hitos. La muerte parecía estar entre ellos, reclamando otra calavera. Eran muy pocos los que pensaban que no sería la de Carita. Pero todos admiraban al mozo, por atreverse a hacer lo que nadie. El negro Tirifilo, el as de la chaveta, estaba allí ante un contendor al que aventajaba claramente en estatura y largo de brazos. Además, doblaba en edad al novato, y nadie consideraba la pérdida del vigor, sino una mayor experiencia decisiva. A Carita no parecía quedarle otra cosa que morir, salvo que Tirifilo, después de cortarlo a su gusto por vía de distracción y ejemplo, le perdonara la vida. En realidad, esto es lo que pensaba hacer Tirifilo; ya así se lo había confiado a dos de sus íntimos, como se supo después. A última hora había dudado de que Carita aceptara el perdón, recordando la forma resuelta en que lo retó. El combate diría…

Tirifilo inició la pelea dando un salto hacia atrás y poniéndose en guardia. Agazapado para hurtar el vientre a los puntazos, los hombros inclinados hacia delante, el enorme brazo izquierdo arqueando el antebrazo protector, con la chaveta en la diestra, jugándola a golpe de muñeca, parecía un gigantesco puma de zarpas prontas. Y más lo pareció cuando, una vez que Carita entró en guardia, se puso a dar agilísimos saltos en redondo, como si quisiera aturdirlo, caerle por sorpresa, burlarse de él o todo junto. Carita, dándole la cara siempre, lo medía y aguardaba sin moverse casi del sitio en que se plantó al comenzar.

—¡Entra, hijo de puta! —gritó Tirifilo.

Carita continuó en su sitio, sin mostrar intenciones de atacar. Que no era cobarde lo probaba el hecho mismo de encontrarse allí. Él sabría lo que iba a hacer. Para Tirifilo, entre tanto, la tarea de darle vueltas a saltos había pasado a ser incómoda. No podía estarse así todo el tiempo. Se decidió a atacar dando un formidable salto hacia delante, como para cortar a Carita en el hombro, pero éste se hizo a un lado a su vez, con otro salto muy liviano, y dejó pasar al gigantesco puma limpiamente.

—¡Así! —gritaron en la barra del mozo.

Tirifilo volviose con rapidez y repitió el ataque, esta vez al rostro, y Carita lo eludió con un salto hacia atrás, perdiéndose el chavetazo en el aire. Tirifilo repitió su reto:

—¡Entra, carajo!

Carita no atacó. Estaba visto que se guardaba. El maestro de siempre comenzó a sospechar que tenía un rival de vuelo. Volvió a la carga una y otra vez, y una y otra vez fue eludido. Si bien Tirifilo aventajaba a Carita en estatura, no le llevaba nada en astucia. El muchacho había resuelto pelearle de lejos. Tirifilo alcanzó luego a clavarle varios puntazos en la manta arrollada. Mientras más se esforzaba, menos parecía lograr. Carita comenzó a tantearlo. Confiado en el largo de sus brazos, Tirifilo se descuidaba un tanto después de saltar hacia adelante. En una de esas, Carita contraatacó logrando cortarle el brazo izquierdo, cerca del hombro. La primera sangre, sangre de Tirifilo, comenzó a chorrear. Algunas gotas brillaron en el suelo. Las barras, cada una por razón contraria, miraban la sangre con sorpresa.

Tirifilo se enfureció, lanzando más injurias que ataques. Carita se le escapaba con una agilidad felina. Luego, Tirifilo calló. Los contrincantes comenzaron a jadear. El resuello de Tirifilo era violento. Producía un ruido ronco y agudo. Por poco rugía. Carita logró darle otro tajo en el antebrazo derecho, devolviéndole un chavetazo que falló. Las barras aullaron. Sólo la luna lucía impasible.

Tirifilo trató de serenarse y de tomar las cosas verdaderamente en serio. Estaba visto que ya no podría lucirse cortando a su placer a Carita y menos perdonándole. Jugó los brazos simulando contradictorios ataques y luego entró a fondo, logrando cortar a Carita en la boca.

—¡Ése es tajo que vale! —gritó uno de la barra adicta al maestro. Y agregó más fuerte—: ¡Ríndete, Carita! ¡Te va a matar!

Carita comenzó a beber su propia sangre, que del labio superior partido le chorreaba a la boca. El sabor de su sangre lo enfureció más, aturdiéndolo un poco, circunstancia que aprovechó Tirifilo para lanzarle nuevos chavetazos que lo hirieron en los hombros.

—¡Ríndete, Carita! —conminó de nuevo la voz.

La respuesta fue agacharse, saltar a un lado y otro, desviar la diestra armada de Tirifilo entrando de costado y darle un formidable puntazo en el rostro. Carita sintió el hueso del pómulo. Tirifilo rugió de dolor y las barras se excitaron a tal punto que alguien demandó calma a gritos.

El novato volvió al ataque pero el maestro, ya prevenido, lo paró en seco. Carita sintió que le desgarraba la camisa, a la altura del pecho. La chaveta cruzó de costado. Un poco más y lo habría muerto.

Carita se puso a dar saltos en torno a su enemigo, rehuyendo un entrevero. Trataba, mientras tanto, de pensar con claridad. La intimación al rendimiento le pareció un indicio de que la pelea estaba indecisa. Si bien la segunda vez lo había indignado, atacando como lo hizo, ahora veía que si continuaba entrando, Tirifilo acabaría por ganarle a pura dimensión de brazo, encajándole un chavetazo mortal. Entonces, debía volver a su táctica de pelearle de lejos, haciéndole el mayor número de tajos, cansándolo y desangrándolo hasta debilitarlo en tal forma que la tarea de rematar sería cuestión de tiempo. Tirifilo, con toda su experiencia de luchador, entendió bien lo que Carita se proponía. Desde el principio, trató de indignarlo para que entrara. Luego vio que no le hizo caso, pero más tarde se arrebató en forma que podía aprovechar. Ahora, que Carita volvía a escurrírsele, entendió que llevaba las de perder si no terminaba pronto con el “vivo” y se lanzó al ataque. Lo perseguía de un lado a otro del campo, hasta tropezar con los miembros de las barras o alguna lata vieja. Carita retrocedía a saltos, lo esquivaba, no sin lanzarle un chavetazo alguna vez. Los brazos de Tirifilo se iban llenando de heridas. Y parecía que Carita siempre le iba a quedar lejos.

—¡No corras, hijo de puta! —gritó Tirifilo.

En su voz había un acento de contenida desesperación.

Le daba rabia no poder acabar con ese rival novato, de sorprendente agilidad, que no sólo iba a dar al traste con su prestigio de chavetero sino que le podía quitar la vida. Habiendo abandonado la idea de lucirse con él y perdonarlo hacía mucho rato, resultaba que ahora tampoco podía matarlo. El gigantesco puma bufaba lanzando chavetazos de frente y de costado, sin lograr herir a Carita. Había sangre en los aceros y en los cuerpos, pero la sangre de Tirifilo corría más. En un momento en que éste se tiró a fondo como para atravesar a Carita, fue esquivado en forma tal, que la chaveta del muchacho, quien hizo un quite agachado y lanzóse hacia delante, le partió un muslo. Tirifilo volvióse rápido para encontrar que Carita le pasaba por un lado, cortándole el molledo del brazo izquierdo. El maestro se detuvo, como si para él todo eso constituyera el colmo de la sorpresa. Luego reinició la terca persecución, resollando angustiadamente.

Comenzaba a clarear el día. Carita vio la congestionada faz de Tirifilo. De los ojos rabiosos salían lágrimas que dejaban un trazo brillante en una mejilla. En la otra, mal herida, las lágrimas se confundían con la sangre. Carita vio también que en esos ojos estaba grabada la muerte, a fuego de odio y orgullo. Querían la muerte para Carita o Tirifilo mismo, pero nada menos.

Las barras se habían callado. El final ya parecía anunciarse, pero la derrota de Tirifilo se tenía aún por cosa increíble. Muchos esperaban que acertara haciendo un último esfuerzo. De algo habrían de servirle su gran valor, sus brazos larguísimos, su experiencia de años. Acaso terminaría por matar a Carita, pese a las malas condiciones en que estaba. Se había desangrado mucho, pero ninguna de sus heridas parecía mortal. La cuestión consistía en que resistiera. Aún podría atacar…

Es lo que trató de hacer Tirifilo. Pero no pudo persistir en el esfuerzo. Dio visibles muestras de debilidad. Sus saltos eran menos ágiles. El brazo de la manta aflojó mucho. Se hubiera dicho que perdía la guardia. El otro, se movía con poca agilidad al lanzar los chavetazos.

Confundido ya, insultó de nuevo a Carita, a la loca, como se vio luego:

—Entra, hijo de puta.

Carita saltó de un lado a otro, confundiendo más a su rival y midiendo la situación. De repente entró a fondo. Con el antebrazo enmantado, hizo a un lado el arma de Tirifilo y como la defensa de éste era floja, le clavó la chaveta en el pecho, empujándola con la palma de la mano ahuecada y sacándola luego inmediatamente, de modo que todo aquello pareció suerte de torería. Tirifilo derrumbose largo a largo y murió dando un rápido estertor.

Viendo las camisas blancas enrojecidas a trechos, uno comentó:

—Se han pintao la bandera peruana.

Carita se marchó hacia Malambo solo, la manta ensangrentada en una mano, la chaveta en la otra. Llegando al poblado, echó a andar por media calle, el paso vacilante, por poco sin fuerzas.

Cuando pasaba frente a la casa de Tirifilo, encontró a la mujer de éste, esperando a su marido en la puerta. Díjole entonces:

—Anda, recoge a tu negro, que no se levantará más…

Calle adelante, tropezó con dos policías. Pese a que caminaba con dificultad, llevaba en el rostro tal expresión de fiereza, y todo su continente rezumaba tanta disposición de lucha, así con la manta chorreando sangre y la chaveta lista, que los policías lo dejaron pasar, limitándose a seguirlo. Carita llegó por fin a la puerta de una botica, donde se desplomó gritando:

—Cúrenme.

La noticia fue recibida con incredulidad por los cronistas policiales. ¿Muerto a chaveta Tirifilo, el as de Malambo? Luego que la confirmaron viendo el cadáver en la morgue y entrevistando a Carita en el hospital, los diarios lucieron crónicas y reportajes a grandes titulares, durante muchos días.

El alma del pueblo vibró. Carita tenía en su favor, más allá de toda consideración de valor y victoria sobre el temible Tirifilo, el hecho de haber defendido a su madre. Valses criollos y marineras cantaron la hazaña. Un nuevo héroe popular había surgido. A la larga fue envuelto en una aureola de leyenda.

Cuando la Corte de Justicia vio el caso, Carita tenía ganada su causa en la opinión. Los magistrados consideraron la reyerta entre un negro y un mulato de Malambo como una clara cuestión de honor, un duelo de caballeros, y dictaron la sentencia correspondiente: tres años de prisión.

Los negros y mulatos de Malambo, de ordinario arrogantes, abombaron un tanto más el pecho al pasar por las calles de la Ciudad de los Reyes.

lunes, marzo 12, 2007

Ciro Alegría (OBRAS)

Ciro Alegría
(1909 - 1967)


  • LA SERPIENTE DE ORO (1935) . Novela.

  • Los perros hambrientos (1939) .Novela.

  • El mundo es ancho y ajeno (1941) .Novela

  • DUELO DE CABALLEROS (1962). Cuentos

  • Panki Y El Guerrero; relatos, 1968

  • Ofrenda de piedra; cuentos, 1969.

  • Lázaro; Novela póstuma e incompleta, 1972

  • MUCHA SUERTE CON HARTO PALO; Edición póstuma recopilatoria de distintos escritos periodísticos, autobiográficos, y ficcionales, supervisada por su viuda, Dora Varona, 1976

  • Siete cuentos quirománticos; cuentos, 1978.

  • El sol de Jaguares; cuentos, 1979.

  • El DilemaDe Krause; Novela póstuma e incompleta, 1979.


LA SERPIENTE DE ORO (fragmento)
Ciro Alegría


Por donde el Marañón rompe las cordilleras en voluntarioso afán de avance, la tierra peruana tiene una bravura de puma acosado. Con ella en torno, no es cosa de estar al descuido. Cuando el río carga, brama contra las peñas invadiendo la amplitud de las playas y cubriendo el pedrerío. Corre burbujeando, rugiendo en las torrenteras y recodos, ondulando en los espacios llanos, untuosos y ocres de limo fecundo en cuyo acre hedor descubre el instinto rudas potencialidades germinales. Un rumor profundo que palpita en todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero.

Entonces uno siente respeto hacia la correntada y entiende su rugido como una advertencia personal. Nosotros, los cholos del Marañón, escuchamos su voz con el oído atento. No sabemos donde nace ni donde muere este río que nos mataría si quisiéramos medirlo con nuestras balsas, pero ella nos habla claramente de su inmensidad.



La serpiente de oro


Ciro Alegría es ante todo un sorprendente narrador, que aprendió su arte entre los indios y cholos. Su iniciación a la novela se produce a través de un cuento. La serpiente de oro es, en efecto, un cuento que
Resultó demasiado largo para el periódico La Crítica, de Buenos Aires, al que iba destinado. Estaba escrito en los afanosos días de su destierro en Chile y le puso como título La balsa. De cuento evolucionó a novela
Corta, titulada Marañón, para acabar en una novela no muy extensa, pero sí rica en calidades, que mereció el primer premio en el concurso convocado por la editorial Nacimiento, de Santiago de Chile, en 1935, que estaba auspiciada por la Sociedad de Escritores de Chile.

Es su primer gran escrito y tuvo enorme resonancia. Triunfa por su arte narrativo que le viene a Alegría de tradición, como herencia espiritual de aquella tierra, en que el relato tiene una dimensión vital para sus pobladores, como nos dice en la propia novela:

«En las agrestes soledades puneñas la palabra rueda de boca en boca y cada relato pasa de los padres a los hijos y a los hijos de los hijos hasta nunca acabar. Cuando los hombres de la serranía abren sus bocas, aparecen jirones irrevelados de épocas montañas con toda su frescura y su propio sabor. El relato es cifra, letra, Página y libro. Pero libro animado y vivo ~.

La novela consigue el premio acertadamente, porque es bella, vigorosa y original. Consta de una sucesión de cuadros descritos con gran dinamismo, en que, si su unidad argumental y estructura se resienten de algunos fallos, sin embargo, queda en el fondo la más poderosa y trascendente unidad del habitante del Marañón y del río mismo, que son los auténticos y reales personajes de la novela. El paralelismo entre el indio y la Naturaleza se observa a lo largo de toda la obra de Ciro Alegría. El ser humano y el paisaje se compenetran, se unen de tal manera que, a veces, es difícil delimitar dónde termina uno y dónde comienza el otro. En La serpiente de oro identifica siempre el cholo con el río Marañón:

«El hombre es igual al río, profundo y con sus reveses, pero voluntarioso siempre» ~.
Es un ejemplo evidente de que cuanto más primitivo y sencillo es el hombre, más estrecho aparece su contacto con la Naturaleza y más profunda su comunicación con las fuerzas cósmicas. Esta comunicación no existe en el hombre civilizado, que lleva un bagaje de cultura urbana; en cambio, tiene una fuerte impresión de impotencia ante ella. Así opina don Osvaldo Martínez de Calderón, ingeniero que viene de Lima a buscar fortuna, pensando que la ciencia lo puede todo. Sin embargo, ésta no logra salvarlo de la muerte, causada por la mordedura de una intiwaraka, víbora amarilla como el oro que él iba a buscar. La impotencia del hombre civilizado ante la Naturaleza está expresada mediante los pensamientos que don Osvaldo tiene poco antes de morir:

«Todo lo que le rodea es tremendo, sorpresivo, y no sabe él mismo de los abismos que ha atravesado en cuerpo y alma, ni de los que podrá cruzar todavía. Y luego piensa que el hombre cuenta poco en estos mundos, y dice, hablando en voz baja, para sí mismo:

— ¡Aquí la Naturaleza es el destino!» ~.
La presencia de la selva se hace cada vez más palpable en la literatura peruana. Ciro Alegría, que la conoció en su juventud, no puede separarse de esta temática propia de su país. Nos la describe en La serpiente de oro como una masa palpitante que se traga al hombre, le desespera con la monotonía constante de la vegetación que tapa los ojos con una muralla verde y encierra toda una serie de peligros que no se ven, creando en el ánimo del ser humano una angustiosa incertidumbre ante aquello que no puede vislumbrar, pero sintiendo que se encuentra presente bajo la obsesionante maraña de vegetación:

«...una cosa es imaginarla y otra es sentirla. Hay que estar entre fieras, insectos y reptiles y bajo una lluvia perenne para comprender la infinita tortura de los días. Pero nada es tan tremendo como la selva misma, corno la vegetación en sí. Siempre ante los ojos troncos añosos, ramas, bejucos, lianas, en una confusión tormentosa, en un entrevero inextricable, deteniendo y enredando al hombre, haciéndole caer, presionándolo... »

La descripción se percibe con gran fuerza porque, como todo el material de sus novelas, está recogida de la realidad, de sus recuerdos infantiles vividos en la ceja de la montaña, a las orillas del río Marañón.

EI autor va dirigiendo suavemente al lector por el camino que él desea, para que psicológicamente capte el clímax de la narración. Primero nos muestra al río —fuerte y bronco—, del río pasa a la selva y de la selva a los sentimientos humanos, tan enmarañados como la propia Naturaleza descrita. Sitúa el escenario en la misteriosa región de las fuentes del Amazonas. Donde emerge la Naturaleza con todo su esplendor.

Los árboles, las lianas y el río cobran animación y actitud casi humanas. Lo serpiente de oro es el propio río Marañón, reptando como una gran serpiente t la cual se venga del aventurero blanco que intenta robarle su oro. El castigo se lleva a cabo por medio de la intiwaraka, víbora amarilla, que como ruuza cinta de oro ha brillado sobre las hojas

El título queda así explicado por el autor. Se basa en las riquezas que encierra el río y la ambición del aventurero limeño que causará su propia muerte, al no haber sabido dar el suficiente valor a la Naturaleza que le rodea. Agustín del Saz nos dice a este respecto:

«El río Marañón, que hecho mito de amarilla serpiente, destruirá al hombre»

El marco geográfico de la novela es el Norte del Perú, en las selvas del Marañón; pero dominando todo el paisaje está el propio río, cuyo poder es muy notorio sobre el mismo hombre, que en esta obra está representado por el cholo balsero, aunque en sus páginas no dejen de aparecer, como telón de fondo, los indios, ya que estamos tratando siempre con un prototipo del Indigenismo Literario. El propio autor nos explica el fin que se propuso al escribirla:

«Con La serpiente de oro, como ya he manifestado muchas veces, no pretendí escribir una novela al modo clásico. Quería que el personaje central fuera el «Marañón» mismo, presidiendo la vida de los balseros y gentes de aquellas regiones, presentada en cuadros rápidos de los cuales el nexo fundamental sería el Río» ~.

Estas ideas son completadas con el profesor Oliver Belmás, que nos compara al narrador peruano con José Eustasio Rivera, afirmando que si éste es el cantor de la selva colombiana. Alegría lo es de los bosques Peruanos ‘~.

Además de la selva, nos presenta la lucha de los balseros del valle de Calemar con el río Marañón. Viven de éste, pero a la vez tienen que pagarle un alto tributo, consistente en sus propias vidas, como si se tratara de un gran dios. Es un desafió en que se pone de manifiesto el machismo del cholo contra el río y del que suele salir vencedor este último.

En la lucha del balsero Rogelio contra el Marañón describe el autor, con su magistral manera de narrar, la enorme angustia, la incertidumbre, la titánica contienda entre el hombre y el río. En este pasaje que Encontramos en el capítulo VII, es el río el que sale victorioso, tragándose en sus turbulentas aguas al desfallecido cholo. Es la fuerza contra la fuerza, y en esta lid serán infructuosas todas las bravuras del hombre, porque el río es invencible. Sólo se le puede dominar con astucia, nervios templados y músculos fuertes que hundan las palas enérgicamente en las aguas matreras para así alejar la balsa de las rocas, las chorreras y las palizadas. Este es su triunfo donde sólo se puede vencer con el arrojo de su corazón. Por eso les gusta cantar:

Río Marañón, déjame pasar:
Eres duro y fuerte.
No tienes perdón.
Río Marañón, tengo que pasar:
Tú tienes tus aguas;
Yo, mi corazón.

Al autor le agrada comenzar y terminar la novela con esta canción. Que nos indica el clímax de toda la epopeya. El protagonista, como en todas las novelas de Alegría, es colectivo y constituye la vida de los cholos que habitan en los valles descritos, pero con un antagonista común: el río, que, como ya mencioné anteriormente, es el gran personaje central.

Se relata la vida sencilla de los cholos, describiendo en todas sus facetas la vida de la comunidad por medio de personajes aislados, con su sentido rural, su lenguaje arcaico, llenos de poesía y colorido, lo que resta dureza -a la vida trágica de los balseros. Es un típico determinante del autor peruano, que no pretende recargar los tintes amargos de la vida y. para suavizarlos, utiliza las descripciones, un tanto bucólicas, de la existencia de estos cholos, a veces coloreada con unas pinceladas de humor. Para dar más realismo, la narración la hace en primera persona, por medio del cholo llamado Lucas Vilca. Que va contando todo cuanto ve y siente.

Como en sus tres novelas, el final es de confianza y fe en la vida:

.y cuando llegue nuestra hora postrera —en tierra o agua da lo mismo—, ahí están el Adán y todos los cholitos que ya empuñan pala a fin de continuar la tarea. No faltarán balseros: la Lucinda y la Florinda y todas las chinas del valle, tienen siempre tamaños vientres por nuestra causa. La Hormecinda cuida un hijito
Rubio que no puede llamar al taita, pero a quien llaman ya las balsas»

Es el amor a la vida lo que sobrevive, y con él, el mensaje de esperanza que nos aporta el novelista. Si una generación de balseros pasa y muere, no importa; otra ocupará su lugar que mantendrá vivo el fuego de la ilusión, del -amor a la tierra, de la lucha contra el río.

La estructura de la novela está formada por una yuxtaposición de relatos, con valor independiente, que van ensamblados por el trágico episodio central de la pugna entre el cholo y el Marañón. Su prosa, clara y diáfana, va ganando, cada vez más, al lector. Con La serpiente de oro, el ingenuismo se transforma en nativismo, lo local se hace universal y la vivencia transitoria se convierte en misión histórica: el destino de un pueblo. La intención ha sido la Inisma que en todas las obras de protesta social: denunciar que, frente a la absorbente oligarquía. Hierve la vitalidad provinciana, basada en la dignidad de la persona y la tradición comunal. Sin embargo, hasta este momento nunca se había escrito una obra tan hermosa, sencilla y convincente, que transmitiera el mensaje social descubriendo el destino de estos hombres a la conciencia de la humanidad.

La novela ganó el premio de la editorial Nascimento, que la promocionó. Obtuvo una crítica favorable, con la que alcanzó gran renombre en América, por lo que Ciro Alegría será ya conocido cuando vean la Luz sus dos novelas posteriores: Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno.


Ciro Alegría (Biografía)

El gran escritor peruano Ciro Alegría Bazán nació el 4 de noviembre de 1908 en la hacienda Quilca, en Huamachuco, provincia de Sánchez Carrión, departamento de La Libertad.

Su Historia

Al recibir su padre un disparo, aprovecha la convalecencia para
enseñar a Ciro, que entonces tenía seis años, a leer y escribr.

Al año siguiente sus padres fueron a vivir a orillas del Marañón, en la Hacienda Marcabal Grande, que era de su abuelo Teodoro Alegría.

A los nueve años atraviesa los Andes a caballo y acude a Trujillo, estudiando en el colegio San Juan con César Vallejo , que le impactó profundamente: Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro.

Nunca había visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición que terminó por contagiárseme comentó en sus Memorias .

Pero enfermó de malaria y tuvo que regresar a la Hacienda, continuando sus estudios en Cajabamba, donde conoce al pintos indigenista José Sabogal.

En Marcabal convivió estrechamente con peones, indios y cholos, con los que intimó profundamente. Muchos de ellos eran grandes narradores orales de cuentos, y de esta rica y variada cultura oral le empezó la temprana afición al relato.

Sus comienzos en la literatura

En 1924 regresó a Trujillo a continuar la enseñanza secundaria, época en la que, animado por su madre, empezó sus primeros pinitos literarios escribiendo un relato. Se escapó con algunos amigos a Lima para presentarse a concursos, pero sin éxito.

Dos años después, en 1926, muere su madre y Ciro manifiesta su vocación periodística fundando su primera revista, Juventud , mientras continúa escribiendo poemas y relatos. Con algún compañero publicó en 1927 un periódico que llamó la Tribuna Sanjuanista . Le llamaron del periódico El Norte de Antenor Orrego como colaborador, y de éste pasó en 1930 a La Industria de Trujillo.

Ese mismo año ingresó en la Facultad de Letras y escribió la novela La Marimorena . Ese es también el año en que se funda el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), de la que Alegría fue pionero, participando en las luchas estudiantiles que se desatan en la Universidad.

A la carcel

El 7 de julio de 1932 se desató durante ocho días una insurrección popular en Trujillo, la rebelión más furiosa de la historia republicana del Perú, y en la que participó Alegría, que salvó milagrosamente su vida cuando el ejército asaltó el local del APRA y fusiló a cientos de personas. Pero no se libró de ingresar en la cárcel, donde fue brutalmente torturado.

Una vez conseguida su libertad, volvió a ser perseguido, debiendo huír por los Andes durante meses, al cabo de los cuales le encarcelaron de nuevo durante dos años en Celendóín, Cajamarca, Trujillo y, finalmente, en Lima, hasta que el nuevo presidente Óscar Benavides promulgó una amnistía general y fue puesto en libertad en 1933.

Siguió militando activamente en el diario aprista clandestino La Tribuna , intervino en la conspiración de El Agustino y a causa de ello fue desterrado a Chile el
15 de diciembre de 1934.

Para sobrevivir en este país tuvo que ponerse escribir febrilmente cuentos peruanos para la Crítica de Buenos Aires y para las revistas chilenas Panoramas , Crónica social y Palabra . Pero sobre todo escribió su primera novela en Santiago de Chile en 1935, La serpiente de oro , con la que gana el premio Nascimento.

La serpiente de oro exalta la figura de los cholos o mestizos, narrando su lucha contra las fuerzas del río Marañón. Constituye una gesta a través de la cual Alegría contrapone la civilización a la barbarie. Sin embargo, el cholo vive en un paraíso, un mundo cerrado, sin vínculo alguno con el mundo exterior.

Su enfermedad

En 1936 se contagia de tuberculosis y tiene que ser internado en un sanatorio durante dos años,
período de inspirada producción literaria recompensada con premios. Pero vive en la miseria haciendo traducciones mientras concluye su novela Los perros hambrientos , con la que obtiene el premio Zig-zag.

Unos filántropos chilenos le concedieron una beca durante cuatro meses para que pudiera escribir su gran novela El mundo es ancho y ajeno , una de las obras cumbres de la literatura mundial del siglo XX.

Con esta obra cumbre gana el premio de la editorial neoyorkina Farrar Rinehart Company en 1941, dotado con un sustanciosa suma de dinero. Pero en protesta contra el régimen fascista, se niega a que El mundo es ancho y ajeno aparezca editado en la Alemania nazi.

El premio le permite residir toda la década de los años cuarenta en los Estados Unidos, colaborando en la prensa y dictando cursos de novela en la Universidad de Columbia.

Luego en Puerto Rico imparte cursos de literatura hispanoamericana y después se traslada a La Habana. El diario peruano La Crónica acepta sus colaboraciones, pero a causa de su valiente posición política se las censuran.

El gobierno fascista español también censuró una parte de la novela Los perros hambrientos en la edición de Aguilar, en la página 236, correspondiente a la parte final del segundo capítulo, que aparece cortada para encubrir las siniestras y lucrativas actividades de los curas católicos en Perú.

Después de 23 años de exilio, finalmente puede regresar a Perú en 1957, donde es recibido por el pueblo en un estadio con un entusiasmo inaudito.

Personalidad hondamente comprometida con la lucha por la libertad, en 1958 retorna a Cuba, donde reside en la zona guerrillera y recopila material literario para publicar su obra La revolución cubana: un testimonio personal .

Se incorpora a la Academia Peruana de La Lengua en 1960 y tres años después es elegido diputado por el departamento de La Libertad.

Posteriormente asume el cargo de Presidente de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas. Ejerciendo este cargo fallece el 17 de febrero de 1967.

Al morir solamente se habían publicado las tres novelas: La serpiente de oro , Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno . Las tres son imborrables testimonios de la realidad peruana, en la que tienen un gran peso específico, cuatro quintas partes, los indígenas.

De manera póstuma se editaron 13 libros juveniles, 4 novelas, 3 libros de cuentos y un libro de memorias. En preparación hay tres libros más: Boceto de un retrato del Perú (escritos periodísticos publicados en Puerto Rico, Cuba y Lima), Mi máquina de escribir (artículos publicados en el año 1933 en La Tribuna aprista) y Breve viaje a través de la literatura .

Falta investigar, recopilar y seleccionar muchos otros artículos publicados en Estados Unidos y que seguramente serán materia de varios otros libros.

La recopilación de la obra de Ciro Alegría está siendo realizada por su espos
a Dora Varona. Cubana de nacimiento, Dora fue una precoz poetisa que a los 13 años conoció el aplauso del público. Creció entre halagos y fue mimada desde entonces, pero cuando se casó con Ciro optó por convertirse en su secretaria privada.

Al enviudar, se quedó con tres pequeños hijos y uno más en el vientre, afrontando un verdadero via crucis para poder mantener a su familia. Trabajaba en doble turno como maestra de escuela cuando ordenando la biblioteca de Ciro se detuvo en un libro sobre la vida de Ana Grigorievna, segunda esposa de Dostoievski. La lectura fue más bien una revelación y a partir de allí decidió dedicarse a recopilar la dispersa y prolífica obra de su marido.