jueves, febrero 28, 2008

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

Junio


LA DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS

A los artesanos


Domingo, 25


Según habíamos convenido, fuimos todos juntos al teatro Víctor Manuel para presenciar la distribución de premios a los alumnos de las clases nocturnas de adultos, obreros en su inmensa mayoría.

El teatro estaba adornado y repleto de gente como el 14 de marzo; pero casi lleno de público lo componían familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alumnas de las escuela de santo coral, que interpretaron un himno en honor de los soldados muertos en Crimea, tan hermoso, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie sin cesar de aplaudir y gritando hasta que vitorearon, de manera que tuvieron que repetirlo.

Inmediatamente, empezaron a desfilar los premiados por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras personalidades, quienes entregaban a los galardonados libretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.

En un rincón del patio vi al albañilito, sentado al lado de su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y detrás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de segundo año.

Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo:

Plateros, escultores, litógrafos, y algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela de comercio; a continuación los del liceo musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, todas `vestidas con sus mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfilaron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales. Era digno de verse el espectáculo qué ofrecían aquellos jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero los hombres, con cierto embarazados. La gente aplaudía tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embargo, ninguno entre los espectadores se reía, al contrario de lo que ocurría el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos y serios.

Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre hacia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y lo señalaban con la mano y riendo fuertemente riendo.

Pasaron labradores y mozos: de la escuela Buoncompagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador entregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con aspecto de un gigante, al que me parecía haber visto otras veces...

Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla, junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué en seguida con la vista a su hijo. ¡El pobre albañilito! miraba a su padre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.

En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba sujetándole la mano. Después del deshollina dor apareció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su premio un barrendero municipal, de la escuela Raniero. Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costado los premios a todos aquellos esforzados trabajadores, padres de familia en gran número, llenos de preocupaciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuántas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan, y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acostumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el rudo trabajo.

Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le colgaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto quedó acallada la risa con los aplausos. Después apareció un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él pasaron soldados de artillería, de los que asistían a clase en nuestro grupo; luego policías municipales y guardias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.

Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual salieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.

En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente. Delante de la puerta del teatro se encontraba el deshollinador con su libro de premio, encuadernado en tela roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban. Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afectuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros. Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Artillería, y mujeres de obreros con niños en brazos que llevaban en sus manecitas el diploma del padre y lo enseñaban con orgullo a la gente.



Junio

Mi maestra muerta


Martes, 27





Mi pobre maestra agonizaba mientras nos hallábamos en el teatro Víctor Manuel. murió a las dos días después de haber ido a visitar a mi madre. Ayer por la mañana estuvo el Director en la escuela para darnos la triste noticia.

-Todos los que habéis sido alumnos suyos -nos dijo- sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya no está entre nosotros. Una terrible enfermedad venía consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algunos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno permiso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día. El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio buenos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá ya! Acordaos de ella, queridos niños.

Precusa, que había sido alumno suyo en primero, dobló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.

Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en grupo a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz baja. Estaban el Director y todos los maestros y maestras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con velas. También había muchos de otras clases y unas cincuenta alumnas del grupo Bareti, unas llevando coronas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colocado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fúnebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una inscripción en caracteres negros, que decía: A su maestra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella había otra pequeña, enviada por sus alumnos.

Entre la multitud se veían muchas sirvientas, enviadas por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos. de librea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un alumnito de la difunta, había enviado su carruaje, forrado de seda azul.

Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias chicas se enjugaban las lágrimas.

Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Finalmente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron subir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuertemente y uno comenzó a gritar como si sólo en onces se hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.

La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y lentamente. En primer término iban las Hijas del Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, detrás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos de la primera superior y todos los demás; por último, una multitud de personas. La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, decían:

-Es una maestra.

Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban llorando.

Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave central, delante del altar mayor; las maestras depositaron sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores. La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendidas, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de la oscuridad del templo.

Después que el sacerdote pronunció el último Amén, se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, quedándose sola la maestra.

¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan paciente y con tantos años de servicio!

Ha dejado sus pocos libros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuadernillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo al Director que no dejase ir a los más pequeños al entierro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y ha muerto.

¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que has quedado sola en la oscura iglesia!

¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!




Junio

¡Gracias!

Miércoles, 28



Mi pobre maestra ha querido terminar el año escolar, pero se fue cuando sólo faltaban tres días de clase, porque pasado mañana iremos a oír leer el último cuento mensual, Naufragio. Luego... ¡se acabó! El sábado, primero de julio, habrá exámenes.

Ha pasado, pues, otro año de curso, el cuarto. Y de no haber muerto mi maestra, habría pasado felizmente.

Ahora reflexiono en lo que sabía en octubre y lo que sé hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas cosas nuevas en mi mente, logro escribir mejor lo que pienso; podría resolver problemas que muchas personas mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han estimulado y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro, tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas partes, por donde he ido y he visto algo!

En este momento me siento agradecido a todos y doy gracias. Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen maestro, que has sido tan indulgente y afectuoso te has mostrado conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te agradezco a ti Deroso, mi admirable compañero, que con tus explicaciones prontas y amables me has hecho comprender tantas veces cosas difíciles y superar muchos escollos para mí insalvables en los exámenes; a ti, también Estardo, fuerte y valeroso, que me has mostrado que con férrea voluntad de hierro es capaz de todo; a ti, estupendo Garrón, generoso y bueno, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos te tratan; también a vosotros, Precusa y Coreta, que siempre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a vosotros, las doy a todos los demás gracias.

Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre mío, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce madre, amado querido, bendito ángel de mi guarda, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido todas mis amarguras, que has estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acariciándome con una mano la frente e indicándome con la otra señalabas el Cielo.

Yo me hinco mis rrodillas ante vosotros, como cuando era niño, y os doy gracias con toda la ternura que pesistéis en mi alma en doce años de sacrificios y de amor.

lunes, febrero 25, 2008

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)


Junio

¡Treinta y dos grados!

Viernes, 16


En los cinco días siguientes desde la celebración de la fiesta nacional, ha ido aumentando el calor, subiendo hasta tres grados el termómetro. Puede decirse que ya estamos en pleno verano. Todos comienzan a sentir cansancio y de las caras ha desaparecido el color sonrosados que tenían durante la primavera; se adelgazan las piernas y los cuellos, se tambalean las cabezas y se cierran los ojos. El pobre Nelle, que siente mucho el calor y y tiene muy pálido la cara de color de cera, se queda algunas veces profundamente dormido con la cabeza sobre el cuaderno; menos mal que Garrón se ocupa de ponerle delante un libro abierto y plantado, para que no le vea el maestro. Crosi apoya su roja cabeza en el banco, de modo que parece que le han separado del tronco y pusto allí. Nobis se lamenta de que somos demasiado en la clase y le viciamos el aire.

¡Ah. Qué fuerza hay que tener a ponerse hora para estudiar!

Cuando yo miro por las ventanas de mi casa la confortable sombra que proyectan los frondosos árboles, de buena gana iría a recrearme en ella, hacen una sombra tan oscura, donde de muy buena gana ria a correr, y me da tristeza y rabia el tener que ir a encerrarme entre cuatro paredes con los bancos de la clase.

Luego siento nuevos ánimos, cuando mi buena mamá, al volver se queda siempre en la escuela, me mira la cara para ver si estoy o no pálido. Cuando me entrego al estudio y a los quehaceres escolares y me pregunta si todavía me siento con fuerzas, así como cuando me dice por las mañanas, al levantarme: «Resiste un poco más; sólo quedan unos días de clase; después podrás descansar y solazarte a la sombra de los árboles», quiero armarme de valor y esforzarme hasta el último día de escuela.

Tiene razón de sobra cuando me recuerda a muchachos que trabajan en el campo bajo los abrasadores rayos del sol, o en las blancas orillas de los ríos, que les ciegan y queman, o en las fábricas de cristal, donde pasan el día con la cara inclinada sobre una llama de gas, teniendo que levantarse antes que nosotros y sin vacaciones.

¡Animo, valor, por lo consiguiente!

Deroso es también en esto el primero: no le arredra el calor; la somnolencia no puede con él; se muestra en todo instante tan campante y contento como en el invierno, sin haberse cuidado de cortarse el pelo para ir más fresco; estudia con tesón y mantiene bien despiertos a los que están cerca de él, como si con su voz refrescase el ambiente.

Hay, asimismo, otros dos, siempre atentos y trabajadores: el testarudo Estardo, que se pincha en los labios para no dormirse y que cuanto más calor hace y más cansado está tanto más aprieta los dientes y abre los ojos, como si quisiera comerse al maestro; y el «negociante» Garofi, enteramente ocupado en hacer abanicos de papel encarnado, a los que pega figuritas sacadas de las cajas de cerillas, que luego vende a dos centímos cada uno.

Pero el mejor valiente es Coreta, pobre tiene que levantarse a las cinco para ayudar a su padre en el trajín de llevar la leña. En clase, a las once, ya no puede tener los ojos abiertos y se le dobla la cabeza sobre el pecho; sin embargo, se esfuerza por dominarse, se da palmadas en la nuca y pide permiso para salir con el fin de mojarse la cara; también dice a los que tiene a su lado que no dejen de pellizcarle o darle codazos si le ven cabecear. Con todo, esta mañana no pudo resistirlo más y se quedó profundamente dormido. El maestro le llamó fuertemente:

-¡Coreta!

Pero él no le oyó.

-¡Coreta ! -repitió el maestro, irritado.

Entonces, el hijo del carbonero, que se sienta a su lado, se levantó para decir:

-¡Es que ha estado trabajando desde las cinco hasta las siete de la mañana, llevando
haces de leña!

El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección media hora más. Luego se acercó al banco de Coreta, empezó a soplarle despacito en la cara y le despertó. Al verse delante del maestro, tuvo un movimiento de susto. Pero el maestro le cogió la cabeza entre las manos, le dio un beso y le dijo:

-No te reregaño, hijo mío. No es el sueño de la pereza el que sientes, sino el sueño del cansancio.



Junio

Mi padre

Sábado, 17



¨¨Seguramente que ni tu compañero Coreta ni Garrón no contestarían nunca a su padre, hijo mío, como tú lo has hecho esta tarde al tuyo.

¡Enrique! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es posible? Debes jurarme que nunca más volverá a ocurrir cosa semejante. Cuando te reprenda tu padre y vaya a salir de tus labios una mala respuesta, piensa en aquel día que lllegará irremisiblemente, tendrá que llegar, en el que te llame a su cabecera para decirte:

-Te dejo, Enrique.

¡Oh, hijo mío! Cuando oigas su voz por última vez, y también mucho después, al llorar a solas en la habitación donde dio el último suspiro, en medio de los libros que ya nunca abrirá, si entonces recuerdas haberle faltado alguna vez al respeto, también te preguntarás:

«¿Cómo pudo suceder tal cosa?» Comprenderás que fue siempre tu mejor amigo, que, cuando se veía obligado a reprenderte o castigarte, sufría más que tú, no habiéndole guiado jamás otra cosa que tu bien. Entonces te arrepentirás y besarás la mesa en la que tanto trabajó y sobre la que dejó sus fuerzas en bien de sus hijos, y con el fin de que nada nos faltara.

Ahora no te das cuenta de muchas cosas. El oculta todas sus preocupaciones, excepto su bondad y su cariño. No sabes que algunos días se encuentra tan cansado, que cree que sólo le quedan pocas semanas de vida, y entonces no cesa de hablar de ti, no siente más pesar que dejarte sin protección, lamentando la posibilidad de que no logres situarte como él quiere en la vida; entonces encuentra nuevos estímulos para proseguir su esfuerzo. Ni siquiera sabes que con frecuencia desea tu compañía porque tiene una amargura en el corazón y disgustos, como todos los hombres de este mundo. Te busca como a un amigo para consolarse y olvidar. Se refugia en tu cariño para recobrar la serenidad y nuevos ánimos.

Piensa, pues, lo doloroso que debe ser para él encontrar en ti frialdad e irreverencia y falta de afecto cuando va en busca del cariño filial. ¡No te manches jamás con la negra ingratitud! No olvides que, aun en el caso de que tuvieses la bondad de un santo, no podrías compensarle lo suficiente por lo que ha hecho y continúa haciendo por ti. Piensa, asimismo, que nadie tiene la vida asegurada, y que una desgracia inesperada podría arrebatarte a tu padre, del que tanta necesidad tienes, dentro de dos años, de tres meses o mañana mismo. ¡Cómo verías cambiar entonces, hijo mío, todo cuanto te rodea, lo vacía, triste y desolada que te parecería esta casa, con tu pobre madre vestida de luto! Anda, Enrique, vete al despacho en donde está trabajando tu padre; ve de puntillas, para que le pase inadvertida tu entrada, pon tu frente en sus rodillas y dile que te perdone y te bendiga.¨¨


¨¨TU MADRE¨¨

Junio

En el campo

Lunes, 19


Mi buen padre me perdonó una vez más, y me dejó ir a la jira que habíamos proyectado hacer el miércoles con el padre de Coreta, el vendedor de leña. Todos teníamos necesidad de respirar el aire de la colina.

Fue un placer. Ayer, a las dos de la tarde, nos reunimos en la plaza de la Constitución: Deroso, Garrón, Garofi, Precusa, Coreta padre e hijo, y yo, con nuestras respectivas provisiones de fruta, de salchichón y huevos duros; también llevábamos cantimploras y vasitos de cuero y hojalatas; Garrón llevaba una calabaza con vino blanco; Coreta, la cantimplora de soldado de su padre, llena de vino tinto, y el pequeño Precusa, con su inseparable de maestro blusa de herrero, tenía bajo el brazo una hogaza de pan de cuatro libras.

Fuimos en autobús hasta la Gran Madre de Dios, y luego, rápidamente, a pie por las colinas. Era una delicia disfrutar de tanto verdor, de sombra y frescura... Nos revolcábamos sobre la hierba, metíamos la cara en los arroyuelos y saltábamos por los fosos.

Coreta padre nos seguía a gran distancia, con la chaqueta al hombro, fumando en su pipa de yeso, y de vez en cuando nos hacía señas con las manos para que tuviésemos cuidado y no nos rasgásemos los pantalones. Precusa silbaba; nunca le había oído silbar, y menos de tal manera. Coreta hijo hacía de todo por el camino; es un artista con su navajita de un dedo de larga; sabe hacer ruedecitas de molino, tenedores, barquitos y jeringuillas... No sé cómo se las arregla; además, quería ayudar a llevar cosas de otros; tan cargado iba, que sudaba de lo lindo, pero no se quedaba atrás. Deroso se detenía a cada paso tante para decirnos los nombres de las plantas y de los insectos que encontrábamos a nuestro paso; no me explico cómo sabe tanto. ¡Pobre Garrón, no podía ser de otra forma, no paraba de comer, pero caminaba en silencio; desde la muerte de su madre no parece el mismo, y ya no muestra la misma fruición de antes al mordisquear el pan. Pero continúa siendo tan bueno como siempre. Cuando alguno de nosotros tomábamos carrerilla para saltar un obstáculo, él se situaba al otro lado para tendernos las manos, y como quiera que a Precusa le daban miedo las vacas, porque de pequeño le había atropellado una, siempre pasaba Garrón se le ponía delante para protegerlo.

Subimos hasta Santa Margarita, y luego bajamos por la pendiente, dando saltos y echándonos a rodar. Precusa se enredó en una aliaga, se hizo un rasgón en la blusa y se quedó avergonzado con su jirón colgando; pero Garofi, que siempre lleva alfileres en la chaqueta, se lo arregló de manera que casi no se advertía, mientras él no cesaba de decirle:

-¡Perdona, perdóname!

Garofi no perdía el tiempo, mientras tanto: cogía hierbas para la ensalada, caracoles y cuantas piedrecitas relucían algo; se las guardaba en el bolsillo, pensando que quizás fuesen de oro o de plata.

Corríamos, saltábamos y nos echábamos a rodar, trepábamos a la sombra y al sol por todas las elevaciones y senderos, arriba y abajo hasta que llegamos sin podernos tener de pie a lo más alto de una colina, donde nos sentamos o tumbamos sobre la hierba para merendar.

Desde allí se divisaba una llanura inmensa, viéndose al fondo los Alpes azulados, con sus cimas siempre blancas.

Teníamos hambre atroz y el pan desaparecía como por encanto. Coreta padre nos daba lonchas de salchichón en hojas de calabaza. Empezamos a hablar de todo: de los maestros, de los compañeros que no habían podido participar en la excursión y de los exámenes. Precusa se avergonzaba algo de comer en presencia de los demás, y Garrón le ponía en la boca lo mejor de su fiambrera, haciéndoselo comer a la fuerza. Coreta estaba sentado junto a su padre, con las piernas cruzadas; más parecían dos hermanos que padre e hijo, viéndolos tan cerca al uno del otro, ambos con buen color, sonrientes y con los dientes blancos... El padre comía con gusto y apuraba los vasos que dejábamos a medias, diciéndonos:

-A los que estudiáis seguramente os hace daño el vino, pero los vendedores de leña lo necesitamos -Luego cogía por la nariz al hijo, lo zarandeaba y decía-:

- Muchachos, quered mucho a éste, que es un buen chico; perfecto caballero ¡Os lo digo yo!

Y todos reíamos, a excepción de Garrón.

-¡Qué lástima! -añadió-. Ahora estáis todos vosotros reunidos aquí, como buenos amigos; pero dentro de unos años Enrique y Deroso serán, probablemente, abogados o profesores, u otra cosa por el estilo, ¡O qué se yo! y los otros trabajaréis en un comercio o en un oficio o Dios sabe en qué. Y entonces, ¡adiós compañerismo!

-¿Qué dice usted? -se apresuró a decir Deroso-. Para mí Garrón será siempre Garrón; Precusa, siempre Precusa, y los demás lo mismo, aunque llegase a emperador de Rusia. Donde estén ellos, iré yo.

-¡Bendito seas! -exclamó Coreta padre alzando la cantimplora-. ¡Así se habla, qué caramba! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los buenos compañeros y viva también la escuela, ¡Viva cristo! que hace una sola familia de los que tienen y de los que no tienen bienes!

Todos tocamos con nuestros vasos su cantimplora y echamos el último trago. Se puso de pie, apurando la última gota, y luego gritó:

-¡Viva el Regimiento del cuarenta y nueve! Si alguna vez tuvieseis vosotros que luchar, a ver si os mantenéis tan firmes como estuvimos nosotros, muchachos.

Ya era bastante tarde, y emprendimos el camino de regreso cantando y correteando. A trechos íbamos con los brazos entrelazados. Llegamos al Po cuando empezaba a oscurecer y cruzaban el aire millares de pequeñas mariposas. Nos separamos en la plaza de la Constitución, después de haber acordado reunirnos todos de nuevo el domingo para ir al teatro Víctor Manuel a presenciar el reparto de premios a los alumnos de las escuelas de adultos.

¡Qué día más delicioso pasamos! ¡Con qué muestras de contento habría entrado en mi casa de no haberme cruzado con mi pobrecita antigua maestra en la escalera, cuando se marchaba! Como la escalera estaba a oscuras, al principio no me reconoció; pero luego me tomó ambas manos y me dijo al oído:

-¡Adiós, Enrique; acuérdate de mí!

Me di cuenta que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre, la cual me respondió:

-Va acostarse – que tenia los ojos encendidos. Al meterse en cama. -Después me dijo con gran tristeza y mirándome fijamente-:

-¡Tu pobre maestra... está muy mal!.