*
Febrero
Los muchachos ciegos
Jueves, 24
Los muchachos ciegos
Jueves, 24
Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía.
-Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.
-¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?
-Sí, durante varios años -respondió. Y Deroso insinuó a media voz:
-¿Por qué no nos dice algo de ellos?
El maestro se sentó en su mesa.
Coreta dijo en alta voz:
-El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.
-Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.
Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano.
¡Imaginaos cuánto deben haber sufrido y cuánto deben sufrirán cuando piensen, así confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los que ven Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros..., me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos veintiseis mil ciegos en nuestra nación! ¡veintiseis mil personas que no ven la luz...¿comprendéis?...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!!El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar.
Deroso preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros.
El maestro dijo:
-Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que lo están en nostros. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hay sol?». Y elque es más listo para vestirse va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peon y, al oír el zumbido que produce al girar, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!
Garofi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos
aprenden las Matemáticas mejor que los otros.
El maestro respondió:
-Así es, Es verdad. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!
Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.
Votino preguntó si tocaban bien. -Sienten hondamente la música -respondió el maestro-
. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!
Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista.» Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.
La música es para ellos lo que la luz para nosotros.
Deroso preguntó si sería posible ir a verlos.
-Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión.
Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas.
Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»
Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.
¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... ¡Oh! ¡Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás la cara de sus respec tivas madres!.
-Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.
-¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?
-Sí, durante varios años -respondió. Y Deroso insinuó a media voz:
-¿Por qué no nos dice algo de ellos?
El maestro se sentó en su mesa.
Coreta dijo en alta voz:
-El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.
-Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.
Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano.
¡Imaginaos cuánto deben haber sufrido y cuánto deben sufrirán cuando piensen, así confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los que ven Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros..., me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos veintiseis mil ciegos en nuestra nación! ¡veintiseis mil personas que no ven la luz...¿comprendéis?...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!!El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar.
Deroso preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros.
El maestro dijo:
-Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que lo están en nostros. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hay sol?». Y elque es más listo para vestirse va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peon y, al oír el zumbido que produce al girar, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!
Garofi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos
aprenden las Matemáticas mejor que los otros.
El maestro respondió:
-Así es, Es verdad. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!
Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.
Votino preguntó si tocaban bien. -Sienten hondamente la música -respondió el maestro-
. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!
Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista.» Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.
La música es para ellos lo que la luz para nosotros.
Deroso preguntó si sería posible ir a verlos.
-Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión.
Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas.
Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»
Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.
¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... ¡Oh! ¡Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás la cara de sus respec tivas madres!.
Febrero
El maestro enfermo
Sábado, 25
Ayer tarde, al salir de la escuela, fui a visitar al profesor que está malo. El trabajo excesivo le ha puesto enfermo. Cinco horas de lección al día, luego una hora de gimnasia, luego otras dos horas de escuela de adultos por la noche, lo cual significa que duerme muy poco, que come a escape y que no puede ni respirar siquiera tranquilamente de la mañana a la noche; no tiene remedio, ha arruinado su salud.
Esto dice mi madre. Ella me esperó abajo, en la puerta de la calle; subió, y en las escaleras me encontré al maestro de las barbazas negras, Coato, aquel que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él me miró con los ojos fijos, bramó como un león (por broma), y pasó muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuarto y tiraba de la campanilla; pero pronto cambié, cuando la criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscuras, donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en una cama pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se puso la mano en la frente como pantalla para verme mejor, y exclamó con voz afectuosa:
-¡Oh, Enrique!
Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hombro y me dijo:
-Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver a tu pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, querido Enrique. Y, ¿cómo anda la escuela? ¿Qué tal los compañeros? ¿Todo va bien, eh, aun sin mí? Os encontráis bien sin mí, ¿no es verdad?
¡Sin vuestro viejo maestro!
Yo quería decir que no; él me interrumpió:
-Ea, vamos, ya lo sé que no me queréis mal.
Y dio un suspiro.
Yo miraba unas fotografías clavadas en las paredes.
-¿Ves? -me dijo-. Todos esos muchachos me han dado sus retratos, desde hace más de
veinte años. Guapos chicos. He ahí mis recuerdos. Cuando me muera, la última mirada la echaré allí, a todos aquellos pilluelos, entre los cuales he pasado la vida. ¿Me darás tu retrato también cuando termines el grado elemental?
Luego tomó una naranja que tenía sobre la mesa de noche, y me la alargó diciendo:
-No tengo otra cosa que darte; es un regalo de enfermo.
Yo le miraba y tenía el corazón triste, no sé por qué.
-Ten cuidado, ¿eh? -volvió a decirme-; yo espero que saldré bien de ésta; pero si no me curase..., cuídate de ponerte fuerte en Aritmética, que es tu lado flaco; haz un esfuerzo; no se trata más que de un primer esfuerzo, porque a veces no es falta de aptitud; es una preocupación o, como si se dijese, una manía.
Pero, entretanto, respiraba fuerte; se veía que sufría.
-Tengo una fiebre muy alta... -Y suspiró-. Estoy medio muerto. Te lo recomiendo: ¡firme en Aritmética y en los problemas! ¿Que no sale bien a la primera? Se descansa un momento y se vuelve a intentar. ¿Que todavía no sale bien? Otro poco de descanso y vuelta a empezar. Y adelante, pero con tranquilidad, sin cansarse, sin perder la cabeza. Vete. Saluda a tu madre. Y no vuelvas a subir las escaleras; nos volveremos a ver en la escuela. Y si no nos volvemos a ver, acuérdate alguna vez de tu maestro del tercer año, que siempre te ha querido bien.
Al oír aquellas palabras, sentí deseos de llorar.
-Inclina la cabeza -me dijo. La incliné sobre la almohada y me besó sobre los cabellos. Luego añadió-: Vete -y volvió la cara del lado de la pared. Yo bajé volando las escaleras, porque tenía necesidad de abrazar a mi madre.
Febrero
La calle
Sábado, 25
*
“Te he estado observando desde la ventana esta tarde de volver de casa del maestro y he visto que tropezabas con una señora. Ten más cuidado cuando vayas por la calle. También hay en ella deberes que cumplir. Si en una casa procuras medir los pasos y los gestos en una casa, ¿por qué no has de hacer otro tanto en la calle, que es la casa de todos?
Acuérdate, Enrique: cuando encuentres a un anciano, a un pobre, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debemos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.
Siempre que veas a una persona en peligro de ser arrollada por un vehículo sácala de la calzada si es un niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa, coge el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no presenciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniatado entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir mañana de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chicos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos y a los niños abandonados; piensa que pasan la desventura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien tenga una deformidad repugnante o ridícula.
Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Responde siempre confinura al que te pregunte por una calle. No mires a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni grites.
Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga, ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, también la hallarás en el interior de las casas.
Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives; si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría tenerla presenté en la memoria, poder recorrer con el pensamiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encontraste los primeros amigos. Ella ha sido una madre para ti: te ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus calles y en su gente, ámala y defiéndela si alguna vez la injurian delante de ti. "
Acuérdate, Enrique: cuando encuentres a un anciano, a un pobre, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debemos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.
Siempre que veas a una persona en peligro de ser arrollada por un vehículo sácala de la calzada si es un niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa, coge el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no presenciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniatado entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir mañana de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chicos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos y a los niños abandonados; piensa que pasan la desventura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien tenga una deformidad repugnante o ridícula.
Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Responde siempre confinura al que te pregunte por una calle. No mires a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni grites.
Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga, ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, también la hallarás en el interior de las casas.
Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives; si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría tenerla presenté en la memoria, poder recorrer con el pensamiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encontraste los primeros amigos. Ella ha sido una madre para ti: te ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus calles y en su gente, ámala y defiéndela si alguna vez la injurian delante de ti. "
TU PADRE
CORAZÓN
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