jueves, noviembre 29, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

*
Febrero

El taller

Sábado, 18




Ayer vino Precusa a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento.

Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garofi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garofi! Asomándonos a la puerta vimos a Precosa sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precusa padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego.

-¡Ah! ¡Aquí le tenemos -dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra- al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. -Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces.

El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

-¿Ha visto cómo se hace, señorito? -me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

-En verdad que está bien hecha -le dijo mi padre; y prosiguió-: ¡Vamos!... Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

-Ha vuelto, sí -respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido-. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? -Mi padre se hizo el desentendido-. Aquel guapo muchacho -dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo-; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla...

¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! -El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo-: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá.

Entonces Precosa cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro.

-Así me gusta -dijo el herrero y lo puso en tierra.

-¡Así me gusta, Precusa! -exclamó mi padre con alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precusa me dijo:

-Dispénsame -y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

-Tú le has regalado tu tren -me dijo mi padre por el camino-; pero aun cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre.




Febrero

El payasito

Lunes, 20




Toda la ciudad está convertida en un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En cada plaza se levantan carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de tela, donde funciona cierta pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos.

El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas y titireteros duermen y se visten; tres casetas sobre ruedas, con sus ventanitas y una chimeneíta cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas.

Hay una mujer que da de mamar a un rorro de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda.

¡Pobre gente!

Se les llama saltimbanquis de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan!

Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo!:

Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón.

En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel.

Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillete, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados de negro. Calza zapatitos de tela. Es un diablrjo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre.

Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos.

Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste.

Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa.

¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea.

-Publica un buen artículo en el periódico -le dijo-, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente.

Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia en 'que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y acariciar al pequeño artista, y el pintor trazó un bonito retrato artístico que fue publicado el sábado por la tarde. En la representación del domingo acudió una gran multitud al circo. Estaba anunciado:

Gran función y presentación a beneficio del payasín» como se le llamaba en el periódico. Mi padre me llevó a los asientos de la primera fila. .

En la entrada habían fijado un ejemplar del periódico. No cabía un alfiler. Muchos de los espectadores llevaban en la mano el periódico, que enseñaban al payasito, el cual se reía y corría de un lado para otro sumamente satisfecho.

El circo se llenó por completo y faltaron localidades.

El dueño estaba que no cabía en sí de gozo. Hasta entonces ningún periódico se había ocupado de su espectáculo, y el éxito estaba a la vista. No hay que decir que la recaudación superó todas las previsiones.

Mi padre se sentó a mi lado. Entre los espectadores había gente conocida. Cerca de la entrada por donde aparecían los caballos se hallaba, de pie, nuestro maestro de gimnasia, que había militado a las órdenes de Garibaldi, y frente a nosotros, en la segunda fila vi al albañilito, con su carita redonda, sentado junto al gigante de su padre; en cuanto se cruzó con mi mirada, me hizo la mueca del hocico de liebre. Algo más allá vi a Garofi, que contaba los espectadores y calculaba con los dedos lo que se habría recaudado. En las sillas de la primera fila, a cierta distancia de nosotros, estaba el pobre Robeto, el que salvó a un niño de ser atropellado por el ómnibus, teniendo las muletas entre las rodillas, apretado junto a su padre, el capitán de Artillería, que tenía apoyada una mano sobre su hombro.

Comenzó la función.

En cierto momento vi que el maestro de gimnasia hablaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía repentinamente una mirada por las sillas de la primera fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el maestro le habría dicho que era el autor del artículo aparecido en el periódico y, para evitar compromisos y que acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó del local diciéndome:

-Quédate, Enrique. Que yo te espero fuera.

El payasito, tras haber intercambiado unas palabras con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante de mí me dirigía una mirada afectuosa.

Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había hecho aquella desatención?

Una vez terminada la representación, el dueño dio las gracias al público y todos los espectadores se levantaron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre la multitud y estaba para salir cuando noté que me tocaban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada carita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía las manos llenas de confites. Entonces comprendí.

-¿Querrías -me dijo- aceptar estos dulcecillos del payasín?

Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.

-Entonces -añadió-, acepta también un beso.

-Dame dos -respondí, y le ofrecí la cara. El se limpió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, diciéndome:

-Toma y lleva uno a tu padre.



Febrero

Último día de carnaval

Martes, 21





¡Qué conmovedora escena más presenciamos hoy en el paseo de las máscaras! Concluyó bien, pero podía haber ocurrido una desgracia. En la plaza de San Carlos, decorada con banderolas y banderolas amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una gran multitud; daban cruzadas máscaras de todos los colores; pasaban carrozas doradas y aguirnaldadas, llenas de banderas, en forma de colgaduras y de barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas; entre una confusión tan grande, que no se sabía a dónde mirar; un estrépito ruido de cometas, de cuernos y platillos; que rompía los oidos; las máscaras de las carrozas bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle de pie y a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse, y se tiraban con furia naranjas, y dulces; y serpentinas. Por encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cascos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón piedra, cofias gigantescos, trompetas enormes, armas extravagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas; todos parecían locos.
Cuando nuestro coche entró en la plaza iba delante de nosotros un magnífico carro, tirada por cuatro caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnaldas de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince señores disfrazados de caballeros de la corte de Francia, resplandecientes con trajes de seda, con peluca blanca rizada, sombrero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el pecho muchos lazos y encajes hermosisimos.

Todos cantaban a la vez iban cantando en coro una cancioncilla francesa, arrojaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De repente vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantando sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desesperadamente, agitando los brazos como acometida de convulsivo ataque.

El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:

-Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.

El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud.

Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando:

-¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!

Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso.

El señor de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar de tal modo que patía el corazón.

El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa.

-¡Busquen a su madre! -gritaba el del carro a la multitud-. ¡Busquen a su madre!

Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia el carro... ¡Ah jamás la olvidaré! No parecía criatura humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras recogió a su hijita. El carro se detuvo.

-¡Aquí la tienes! -dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho... Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.

-Toma -le dijo-, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa.

La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en plausos; el carro y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de palmeras y de vivas aplausos y de vítores.
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