La primera nota de Martín Adán
Abrir La casa de cartón con un prólogo para una nueva edición de la obra podría parecer un propósito injustificado si tenemos en cuenta que las palabras liminares ya fueron escritas para su primera edición, en 1928. Luis Alberto Sánchez, profesor del adolescente Rafael de la Fuente Benavides («Martín Adán») en el Colegio Alemán de Lima, escribió en aquel momento el prólogo que ha acompañado a las diferentes ediciones de esta primera obra del autor; y José Carlos Mariátegui, figura principal de la renovación cultural que vivía el Perú en aquellas décadas, escribió el colofón, que también se ha publicado siempre como cierre imprescindible de la obra. Nacía Martín Adán a la literatura arropado por este doble aval definitivo, dada la relevancia de ambos intelectuales en la cultura peruana del momento. Desde el principio, el prólogo y el colofón se convirtieron en parte substancial de La casa de cartón. Fueron de algún modo las puertas de entrada y salida de esta obra iniciática en la que el escritor novel entablaría el primer diálogo entre su ser social y su ser individual ante una realidad exterior que se debatía en las contradicciones de una «modernidad periférica». Con su publicación, Martín Adán introducía en la literatura peruana una vanguardia muy peculiar, denominada por Sánchez, con acierto y exactitud, «la vanguardia de lo decadente».
El lector podría preguntarse, entonces, sobre el sentido de un «anteprólogo». Y tal vez lo encuentre, precisamente, en aquello que ni Sánchez ni Mariátegui nos pudieron contar en aquel momento en que Adán tan sólo había iniciado su trayectoria literaria. Trataré, por tanto, de aportar algunas claves de La casa de cartón, fundamentales para trazar la evolución de su obra; claves que permitan enmarcar el retrato del poeta y del hombre que se convirtió, junto con César Vallejo, en uno de los más grandes creadores de la poesía peruana e hispanoamericana del siglo XX. En ese retrato aparecerá, inmediatamente, el mundo insular, solitario y marginal de aquel Rafael de la Fuente Benavides que, al firmar La casa de cartón, y con apenas veinte años, se despojó de sus respetables apellidos, inventó un pseudónimo y creó al misterioso Martín Adán. Con este acto, su condición social quedaba sepultada para siempre por su sensibilidad de artista.
La invención de este nombre significaba la creación de una doble máscara con la que impregnó de ironía su nacimiento al mundo de las letras, y que contiene la orientación autobiográfica de toda su obra: concilia a Darwin (dado que en Lima generalmente se llamaba «Martín» a los monos de los organilleros) con el primer hombre del Génesis, Adán, marcando el origen herético de su búsqueda incansable del yo entre máscaras que se contraponen. Con el pseudónimo entrelazó, de un modo inexorable, una vida y una obra traspasadas por el halo de la leyenda.
Había nacido en Lima en 1908, en el seno de una familia aristocrática en declive cuyo proceso de decadencia protagonizó a lo largo de su vida como si hubiera aceptado ser su mejor intérprete. La precariedad económica, la muerte de su hermano, la mudanza de Lima al balneario de Barranco, la ausencia del padre, el dominio de la tía Tarsila frente a la debilidad de la madre, o el sentimiento demasiado temprano de la soledad, son los motivos vitales que construyen el andamiaje emocional de La casa de cartón. Es decir, en esta obra el escritor vertió una adolescencia profundamente marcada por la decadencia familiar que es, a su vez, la representación más ilustrativa de la vieja Lima en desintegración ante el advenimiento de una controvertida modernidad. La escritura de La casa de cartón significaría por tanto, para el poeta, la originaria creación de un mundo interior que proyecta la realidad en disolución en que habitó.
A pesar del problemático clima familiar, Rafael de la Fuente Benavides fue un alumno aventajado, y muy pronto sorprendió con su precoz vocación literaria en el panorama de la literatura peruana de los años veinte, cuando en 1928 publicó esta primera obra en prosa –La casa de cartón– . Surgía así Martín Adán en un momento crucial del cambio cultural y literario en el Perú. En los años veinte, la peculiar vanguardia peruana (con su nuevo sentido del indigenismo y su conciliación de cosmopolitismo y nacionalismo), unida a la reforma universitaria de 1919 –de alcance continental– clausuraron el anquilosamiento de la generación anterior — la hispanista del 900 — . Como referentes literarios, los escritores de la nueva generación asumieron a los renovadores de comienzos de siglo: Abraham Valdelomar y José María Eguren. El modernismo y su poeta oficial, José Santos Chocano, se convertían en cosa del pasado cuando la oleada de ismos inundó en estos años no sólo la capital —Lima— sino también, y como principal novedad, toda la costa y la sierra peruanas. César Vallejo, Alberto Hidalgo, Xavier Abril, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Oquendo de Amat o César Moro son algunos de los nombres más sonoros de este cambio sustancial de renovación vanguardista, cuyo sello, por otra parte, está en la ausencia de un modelo homogéneo, es decir, en la heterogeneidad de propuestas estéticas y culturales que el movimiento produjo en el Perú. Y a pesar de que la vanguardia fuera en todos ellos una mera etapa —seguramente porque la realidad peruana no permitía su aclimatación—, su influjo fue decisivo desde un punto de vista global en la cultura del país. Sobre todo porque la nueva literatura provenía fundamentalmente de las provincias (Trujillo, Arequipa, Puno), lo cual supuso el derrumbe, por fin, de los intolerantes muros centralistas del limeñismo academicista tradicional, defensor a ultranza de los valores de la hispanidad en suelo peruano.
En este contexto cultural y literario, Rafael de la Fuente Benavides comenzó su andadura en el mundo de las letras. Y aunque él no provenía de las provincias —de hecho era un limeño de alcurnia—, fue uno de los grandes heterodoxos en relación con la tradición imperante desde fines del siglo XIX, y uno de los introductores principales del surrealismo en la literatura peruana. Desde muy joven rondó por la tierra de los poetas, el limeño balneario de Barranco, para asistir a las tertulias domingueras en la casa de Eguren — a las que acudían, entre otros, Enrique Bustamante y Ballivián, Manuel Beingolea, Percy Gibson, el cubano Mariano Brull o el español Juan Larrea — ; pero deambuló también por el centro principal de la renovación política, cultural y social de los años veinte: las tertulias que organizaba José Carlos Mariátegui en la calle Washington de Lima. En el ámbito de esta nueva generación, Martín Adán pronto se revelaría como el extraño estudiante de Derecho que liquidó su futuro prometedor para desembocar en una intensa bohemia. Su tendencia autodestructiva, su desmesura y su rechazo rotundo a la convención social lo convirtieron en un acérrimo exiliado interior, que canalizó su singular experiencia de exilio a través de una escritura en la que el peso existencial fue acusando paulatinamente su influencia. La leyenda de su vida marginal de artista empobrecido, solitario y alcohólico lo convertiría, con el tiempo, en el iluminado, en el poeta maldito, que se forjó entre soledades y largos silencios.
Por otra parte, y siguiendo con factores contextuales imprescindibles, la tardía modernización de Lima durante esta década había producido un cambio socio-cultural de orden nacional, y la literatura, naturalmente, no podía quedarse al margen. Paralelamente a la línea del indigenismo literario, una insólita literatura urbanaasomaba en la Lima del nuevo siglo. Ello a pesar de que la literatura nostálgica y quejumbrosa ante la marcha imperiosa de la famosa «Lima que se va» —alimentada por escritores eminentemente costumbristas como José Gálvez o Luis Alayza y Paz Soldán— no cesaba en su empeño por evocar imágenes y costumbres de la antigua Ciudad de los Reyes —Lima— en pleno siglo XX. Pero el inédito paisaje urbano demandaba una nueva literatura que penetrara en su incipiente mutación física y social. Y Martín Adán, con su Casa de cartón, fue en este sentido fundador contemporáneo de una nueva Lima literaria.
Descendiente de una aristocracia en ruinas, de formación católica y carácter ascético, Adán se convirtió, junto con César Vallejo, en figura señera de la renovación estética peruana desde la publicación de esta obra. Un primer fragmento vio la luz en Amauta (nº 10, diciembre de 1927), la revista de la nueva generación vanguardista e izquierdista dirigida por Mariátegui, que, como es bien sabido, dio cabida a los textos más dispares de los nuevos creadores peruanos. Un año después, en 1928, aparecía la primera edición de La casa de cartón, coincidiendo con la publicación de uno de los libros fundamentales de la vanguardia poética peruana, los Cinco metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, y con el ensayo principal del momento sobre la historia y la cultura del país, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui.
Inclasificable en un género concreto, La casa de cartón ha suscitado diferentes y encontradas opiniones entre la crítica, que fluctúan entre su definición como novela poética o como extenso poema narrativo. Al margen de esta controversia, en la que aquí no podemos entrar, nos encontramos ante un libro de adolescencia que Martín Adán fue componiendo como ejercicios en el Colegio Alemán desde 1924; una prosa que le permitió recrear poéticamente el ambiente de aquel balneario de Barranco que en los años veinte conservaba sus calles empedradas, sus carretas y su sonido de campanas. La creación de un alter ego transido de insatisfacción, inacción y narcisismo, como eje estructural de la obra, diluye la posibilidad de distinguir una trama argumental. Las constantes interrupciones del discurso, la sutilidad del hilo conductor o la inexistencia de desenlace revelan que la intención literaria no se encuentra en la narración de una historia. El objetivo más bien se dirige hacia la descripción del entorno: el balneario de Barranco en un rincón de la urbe que, frente al caos social y político del Perú desde comienzos del siglo XX, experimentó sorprendida la llegada a sus calles del cemento y el alumbrado eléctrico.
Ante la avalancha de la modernidad, el protagonista-narrador se recluye en esta obra en el espacio de la memoria para ofrecernos, a través de treinta y nueve fragmentos, el recuerdo de unas vacaciones veraniegas en Barranco, cuando los sentimientos de la primera juventud y sus irresolubles contradicciones estaban a flor de piel: los primeros amores, o la rivalidad con su amigo Ramón, cuya muerte temprana en la obra evoca al hermano idolatrado de Martín Adán, trágicamente desaparecido en 1920. Además, y como ya señaló Jorge Aguilar Mora, el personaje de Ramón desempeña un papel cardinal en tanto que significa la presencia del guía, que puede tener una identidad múltiple: Ramón es su hermano, es Emilio Huidobro (el maestro español que le inculcó las reglas de la métrica y la conciencia semántica y etimológica del lenguaje), y puede ser también José María Eguren o Juan Ramón Jiménez, sus poetas predilectos.
Con una intensa carga poética hecha de imágenes sorprendentes, la obra es un ejercicio a través del cual el narrador sólo permite que conozcamos un mundo pasado por el tamiz de sus sentimientos. Incluso la lectura del diario de Ramón es otro mecanismo para desarrollar el monólogo interior que nos descubre también a este personaje como alter ego del narrador. La mirada del escolar sobre el mundo que le rodea es la de un muchacho culto que nos dice haber leído a Giradoux, Schopenhauer, Kempis, Nietzsche, Morand, Cendrans o Radiguet, así como a los españoles: Fernán Caballero, Pardo Bazán, Pérez Galdós, Maeztu, Baroja, Azorín, Valle Inclán... A través de esa mirada impregnada de literatura y filosofía, el joven Adán crea un espectro de personajes que aparecen y desaparecen en un paisaje que ante todo nos alcanza a través de la sugestión, de lo no dicho, de lo leve y difuso de un entorno fantasmal. La sensación que nos deja la obra es por tanto de un profundo animismo, y el proceso de introspección que la resume nos descubre, en definitiva, una visión interior de la ciudad. Martín Adán se revela así como el simbolista que estaba ensayando un mundo literario de sensaciones e impresiones indelebles. La belleza de la narración reside pues en la exquisitez de las descripciones, caracterizadas por el hábil manejo de las metáforas que se encadenan.
Además, por contraste con el paisaje barranquino, en determinados fragmentos Martín Adán estaba construyendo el primer retrato de una Lima real y marginal. Y en este sentido la obra problematiza la nueva ciudad desnaturalizada de la incipiente modernización, a través de una intensa disparidad de imágenes entre un centro urbano sucio y horrible y el paisaje idílico del balneario de Barranco, donde todavía, en los años veinte, se sentían los ecos de la antigua ciudad colonial. Los recursos vanguardistas eran el instrumento idóneo para recrear literariamente este paisaje urbano que es, en definitiva, un estado de ánimo: es la niebla en el malecón, la morosidad de los días del verano, el aburrimiento, el silencio de las calles. La máxima de Amiel «cualquier paisaje es un estado de ánimo» resume el sentido global de La casa de cartón, donde el pensamiento se funde con los espacios de manera que la intercalación de cuadros descriptivos de Barranco está siempre tamizada por la intimidad del narrador. Su mirada hacia el exterior se ve impelida hacia dentro, y el paisaje visualizado se convierte en proyección ideal del ser: «El mar es un alma que tuvimos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra —un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones».
La dicotomía con el paisaje embrutecido del centro de la ciudad intensifica el sosiego barranquino, a través de una profusión de metáforas surrealistas que originan, en la tradición literaria peruana, la imagen repulsiva o artificiosa de la ciudad moderna. Adán descubre la técnica utilizada en las primeras páginas de La casa de cartón, y lo hace, precisamente, tomando la ciudad como imagen central de su metáfora: «Y la ciudad es una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos». Con esta pintura difuminada y fragmentada, el escritor acentúa la realidad de la transformación urbana a través de una narrativa que sin embargo se aleja del realismo. El collage resultante es una superposición continua de planos en los que las «cosas» que se van adquieren el eco del recuerdo y persisten en el fondo del cuadro. Con esta técnica Adán estaba revelando, por caminos distintos al realismo, las nuevas realidades limeñas, constituyendo de este modo una apertura temática substancial en el proceso de emergencia de la narrativa urbana en el Perú. En este sentido, Adán fue un pionero y un referente fundamental para los nuevos narradores de la ciudad de los años cincuenta: Enrique Congrains Martín, Luis Loayza, Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro, fundamentalmente.
Pero Martín Adán no se quedó tan sólo en la superficie de las desconocidas imágenes que delineaban y transformaban el nuevo dibujo urbano. Ya en La casa de cartón , en las últimas líneas, formuló una visión dolida de la ciudad moderna que de algún modo marca el punto de partida de su obra: «La calle ancha nos abre los ojos, violenta, hasta dolernos y cegarnos». Desde la ciudad, el escritor emprendía el camino hacia un existencialismo que buscaba, en los espacios del mundo exterior, no el objeto de contemplación, sino el ente de reflexión íntima; el espejo que reflejara su mundo interior en el espacio cambiante de la urbe. Por lo tanto, en La casa de cartón estaba ya el germen de la poética metafísica que desarrolló en poemarios posteriores, con especial intensidad en su canto poético más ambicioso, La mano desasida , una de las obras más importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Además, La casa de cartón contenía también otra nota indispensable de su evolución literaria, porque el universo particular que trazó en esta obra estaba hecho ya de inconformismo, ironía y escepticismo. Martín Adán demostró aquí, a través del género prosístico, un dominio sorprendente de la ironía y de la palabra poética. Y lo más relevante para entender su trayectoria, literaria y vital, es que con la palabra poética abrió una brecha decisiva en el mundo convencional que lo rodeaba, poniendo al descubierto, en estas primeras páginas de su obra, el drama que le perseguiría hasta el final de sus días: el conflicto entre su ser individual y la sociedad.
Al mismo tiempo que escribía La casa de cartón, en aquellos años Adán había iniciado también su andadura poética. Los primeros poemas, publicados con el título de Itinerario de primavera (1927-1932), revelan un tono irónico sobre el vanguardismo manierista a través de títulos tan gastados como «Velocidad» o «Urbanismo». Entre estos primeros textos aparecieron también los «Poemas Underwood», que Adán incorporó en el interior de La casa de cartón. Estos poemas significan una anticipación del prosaísmo en la poesía peruana del siglo XX, y construyen un espacio urbano enmascarado por apariencias y ahogado en convenciones: «No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido / Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico / Las casas rumian sus paces de buey». En estos versos, el escritor revelaba su inconformismo frente a un mundo plano, rutinario y monótono: «Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría / Límpiate de entusiasmos los ojos... / Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina...». El poeta imponía, además, un sentido crítico al espacio donde la antigua belleza se desvanecía para dar paso a la ciudad desencantada: «El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo».
Pero aparte del contenido social de estos versos, en los «Poemas Underwood» comienza también a entreverse la inclinación de Adán hacia una poesía existencialista que desarrollaría en sus poemarios posteriores, y que culminaría en el gran canto a las ruinas de Machu Picchu, La mano desasida , donde el desgarramiento del yo se expresa a través de la identificación del poeta con la imagen de la ciudadela incaica. El origen del solipsismo metafísico de Adán hay que buscarlo por tanto en La casa de cartón, cuyas imágenes de la urbe son a su vez las de la intimidad del poeta, que comienza a delinear desde el principio la figura que subyace a toda su obra, la dramática interrogación sobre el yo: «Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada», escribirá en La mano desasida.
La vanguardia, en Martín Adán, había sido sólo un instante. El escritor pronto se desvinculó de sus recetas y su insularidad se fue acentuando cuando el tiempo y la soledad lo convirtieron en el poeta bohemio que Salazar Bondy calificó en una ocasión como «parroquiano de tabernas», «descuidado», «huidizo y sardónico». Tras la ruina y la extinción definitiva de su familia, había comenzado su periplo por hospicios de Lima y por sanatorios psiquiátricos, desde donde creó una obra poética excepcional. La evolución de su vida fue la de su poesía, traspasada por un peso existencial que fue acusando, paulatinamente, la eterna búsqueda traumática de un yo inencontrable.
En los primeros años de la década del treinta, la desazón vital del poeta dio lugar al enigmático e inquietante poema «Aloysius Acker», que después él mismo prohibió y rechazó. En sus versos reaparece la imagen del doble, con una tonalidad profética que hacía resonar las metáforas planetarias de Altazor, de Vicente Huidobro. La tendencia a la búsqueda del absoluto, es decir, a la pretensión de abarcar la infinitud del universo a través de la creación poética en un espacio de alturas y abismos, germinaría con el tiempo en su más ambiciosa tentativa poético-existencial, La mano desasida. Pero en el período que separa ambos poemas, Adán había retornado a la tradición. Desde finales de los años treinta comenzó a crear una poesía que parte de estructuras rítmicas de la tradición castellana (como la décima y el soneto), y sobrecargada de cultismos y arcaísmos léxicos que generan un extrañamiento del idioma; una poesía retórica, gongorina, hermética, en la que Adán se mostraba como virtuoso de la forma y de la métrica. El regreso al verso hispánico y a la perfección del soneto, fructificó en los poemas en torno a la contemplación de la rosa: La rosa de la espinela, publicado en 1939, o los «Sonetos a la rosa» que, con el título de «Ripresas» pasarían a formar parte de Travesía de extramares, cuya primera selección se publicó en 1946.
Entretanto, las crisis personales comenzaban a hacer mella en su vida, aunque no en la genialidad de su obra, que demostró no sólo en su poesía sino también en un importantísimo ejercicio de crítica literaria: De lo barroco en el Perú. En el origen había sido su tesis doctoral, con la que obtuvo el grado de Doctor en Letras en 1938, pero en ella rebasó con mucho los límites de un trabajo académico y el libro se convirtió, tras su publicación en 1968, en uno de los más agudos ensayos sobre la tradición literaria peruana. La consagración del poeta sería definitiva con el siguiente poemario, Travesía de extramares, que le valió la obtención en 1946 de su primer Premio Nacional de Poesía. El segundo llegó en 1961, y con él la leyenda magnificaría al poeta hasta convertirlo en un mito literario.
A la publicación definitiva de Travesía... en 1950 (con muchas modificaciones y ampliaciones), sucede un período de silencio en el que, insospechadamente, se estaba gestando el gran canto de Martín Adán, su más trascendente reflexión existencial: La mano desasida (publicada en diferentes versiones, cada vez más ampliadas, entre 1961 y 1980) . Pero antes de aparecer este libro, la bohemia vital de Martín Adán se vio perturbada por un nombramiento que lo devolvía al círculo de lo social, convirtiéndolo en una autoridad en el mundo de las letras peruanas: en 1959 era nombrado miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Para entonces, y tras este lapso de aparente improductividad, Adán había dado un vuelco importantísimo a su poesía.
Se cuenta que La mano desasida fue escrita de manera fragmentaria en servilletas y trozos de papel por los bares de Lima que Adán frecuentaba. Y que fue su editor y gran amigo Juan Mejía Baca quien los recogió y ordenó para que vieran la luz en sus diferentes ediciones. La primera fue en 1961 cuando, tras diez años de silencio, aparecieron los primeros fragmentos del poema en un libro preparado por Mejía Baca que lleva por título Nuevas piedras para Machu Picchu, donde se reúnen secciones de los tres principales cantos a las ruinas incaicas: el poema de Adán, Alturas de Macchu Picchu de Neruda, y Patria completa de Alberto Hidalgo. En La mano desasida el poeta abandonó sorpresivamente las formas tradicionales para acogerse a una desmesura que se acerca a la escritura automática. Volcó su propio ser a través de un torrente de dudas, imprecaciones y contradicciones que se suceden en el larguísimo diálogo con Machu Picchu. Por fin expresaba abiertamente todas sus obsesiones con la naturalidad de un pulso rítmico interior que se tensa, se precipita o se remansa, de acuerdo con la traumática indagación en el yo poético, simbolizado en esa «mano desasida» que busca un asidero en Dios, Machu Picchu, o la poesía.
En esta evolución, la vanguardia había significado por tanto un primer aprendizaje efímero pero fundamental como ámbito de despegue de un escritor que había partido de la poetización de su ciudad mutante y de su «yo crepuscular» como símbolo de la misma. Desde la escritura de este espacio público, muy pronto Adán se decidió a tomar un nuevo rumbo, clausurando la temática social para forjar un hermetismo que penetra hacia dentro, y para conducir su poesía hacia esa trascendencia existencial que en La mano desasida se desarrolla como interrogación del ser ante el abismo. Este ejercicio del verso libre se haría manifiesto también en La piedra absoluta, de 1966. A partir de entonces el poeta volvió al soneto, desde la intimidad de un yo que siente la inexorable cercanía de la muerte. Mi Darío y Diario de poeta fueron sus últimos libros, cuya publicación completa apareció en 1980 en la edición de la Obra poética realizada por Ricardo Silva Santisteban. La utilización del soneto alejandrino y el regreso a la cesura y al ritmo clásico era un homenaje al maestro Darío y a los modernistas. Ambos libros son la culminación de su trayectoria y, como tales, alcanzan la cúspide de la perfección clásica que Adán había desarrollado en anteriores poemarios. En Mi Darío, la autobiografía y el diálogo con el maestro nicaragüense revelan una conciencia trágica que siente irremediable la presencia del fin: «Rubén, todo es tragedia... la flor en la maceta/ la luz donde no está, la mano todavía, y este cuerpo que crece y muere de su día, y este ir y venir sin querer del poeta...».
Pero el origen de esta autobiografía poética había sido un crepúsculo, un paisaje del alma. El carácter decadente de La casa de cartón fue también el del hombre que escribió: «Lima tiene muy hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo...». En esta declaración podemos encontrar una clave fundamental de su primera producción: el estupor ante la constante mutación de la ciudad y de su sociedad como motivo que alienta la escritura del cambio urbano, social y cultural del Perú desde los años veinte. Pero en dicha frase, además, se encuentra prefigurado el perfil del poeta que vivió el terrible ocaso de la aristocrática Ciudad de los Reyes, y que fue exponente de la crisis de la alta burguesía peruana desde comienzos de siglo; el hombre desarraigado, solo, y finalmente marginal en un mundo en el que no encontró su lugar, y que por ello lo convirtió en el loco, en el iluminado, en el místico.
Las páginas de su Casa de cartón nos dejan un final abierto, desconcertante, que es el de la propia adolescencia del autor; un desenlace en el que no hay pasos definitivos. Sin embargo, en la vida del poeta aquella obra sí había significado una toma de decisión irreversible: una apuesta por la literatura en la que Rafael de la Fuente Benavides fue reemplazado, para siempre, por su personaje principal, el escritor Martín Adán. Tal vez por ello en esta obra primeriza el poeta escribió: «Mi vida pende de una primera nota». El lector podrá escuchar este primer sonido de Martín Adán al traspasar el umbral de prólogos y anteprólogos. Pero sugiero que lo haga con cierto sigilo para, ante todo, afinar el oído, porque a pesar de la prosa, el espacio sobre el que se construye esta insólita «casa de cartón» es un territorio abonado, fundamentalmente, por la poesía.
* * *
* Anteprólogo de:
Martín Adán: La casa de cartón. Edición de Eva María Valero Juan. Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Colofón de José Carlos Mariátegui. Colección Signos – Versión celeste, Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2006. (161 pp.) Eva Mª Valero Juan. Agradecimientos a la Web.
El lector podría preguntarse, entonces, sobre el sentido de un «anteprólogo». Y tal vez lo encuentre, precisamente, en aquello que ni Sánchez ni Mariátegui nos pudieron contar en aquel momento en que Adán tan sólo había iniciado su trayectoria literaria. Trataré, por tanto, de aportar algunas claves de La casa de cartón, fundamentales para trazar la evolución de su obra; claves que permitan enmarcar el retrato del poeta y del hombre que se convirtió, junto con César Vallejo, en uno de los más grandes creadores de la poesía peruana e hispanoamericana del siglo XX. En ese retrato aparecerá, inmediatamente, el mundo insular, solitario y marginal de aquel Rafael de la Fuente Benavides que, al firmar La casa de cartón, y con apenas veinte años, se despojó de sus respetables apellidos, inventó un pseudónimo y creó al misterioso Martín Adán. Con este acto, su condición social quedaba sepultada para siempre por su sensibilidad de artista.
La invención de este nombre significaba la creación de una doble máscara con la que impregnó de ironía su nacimiento al mundo de las letras, y que contiene la orientación autobiográfica de toda su obra: concilia a Darwin (dado que en Lima generalmente se llamaba «Martín» a los monos de los organilleros) con el primer hombre del Génesis, Adán, marcando el origen herético de su búsqueda incansable del yo entre máscaras que se contraponen. Con el pseudónimo entrelazó, de un modo inexorable, una vida y una obra traspasadas por el halo de la leyenda.
Había nacido en Lima en 1908, en el seno de una familia aristocrática en declive cuyo proceso de decadencia protagonizó a lo largo de su vida como si hubiera aceptado ser su mejor intérprete. La precariedad económica, la muerte de su hermano, la mudanza de Lima al balneario de Barranco, la ausencia del padre, el dominio de la tía Tarsila frente a la debilidad de la madre, o el sentimiento demasiado temprano de la soledad, son los motivos vitales que construyen el andamiaje emocional de La casa de cartón. Es decir, en esta obra el escritor vertió una adolescencia profundamente marcada por la decadencia familiar que es, a su vez, la representación más ilustrativa de la vieja Lima en desintegración ante el advenimiento de una controvertida modernidad. La escritura de La casa de cartón significaría por tanto, para el poeta, la originaria creación de un mundo interior que proyecta la realidad en disolución en que habitó.
A pesar del problemático clima familiar, Rafael de la Fuente Benavides fue un alumno aventajado, y muy pronto sorprendió con su precoz vocación literaria en el panorama de la literatura peruana de los años veinte, cuando en 1928 publicó esta primera obra en prosa –La casa de cartón– . Surgía así Martín Adán en un momento crucial del cambio cultural y literario en el Perú. En los años veinte, la peculiar vanguardia peruana (con su nuevo sentido del indigenismo y su conciliación de cosmopolitismo y nacionalismo), unida a la reforma universitaria de 1919 –de alcance continental– clausuraron el anquilosamiento de la generación anterior — la hispanista del 900 — . Como referentes literarios, los escritores de la nueva generación asumieron a los renovadores de comienzos de siglo: Abraham Valdelomar y José María Eguren. El modernismo y su poeta oficial, José Santos Chocano, se convertían en cosa del pasado cuando la oleada de ismos inundó en estos años no sólo la capital —Lima— sino también, y como principal novedad, toda la costa y la sierra peruanas. César Vallejo, Alberto Hidalgo, Xavier Abril, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Oquendo de Amat o César Moro son algunos de los nombres más sonoros de este cambio sustancial de renovación vanguardista, cuyo sello, por otra parte, está en la ausencia de un modelo homogéneo, es decir, en la heterogeneidad de propuestas estéticas y culturales que el movimiento produjo en el Perú. Y a pesar de que la vanguardia fuera en todos ellos una mera etapa —seguramente porque la realidad peruana no permitía su aclimatación—, su influjo fue decisivo desde un punto de vista global en la cultura del país. Sobre todo porque la nueva literatura provenía fundamentalmente de las provincias (Trujillo, Arequipa, Puno), lo cual supuso el derrumbe, por fin, de los intolerantes muros centralistas del limeñismo academicista tradicional, defensor a ultranza de los valores de la hispanidad en suelo peruano.
En este contexto cultural y literario, Rafael de la Fuente Benavides comenzó su andadura en el mundo de las letras. Y aunque él no provenía de las provincias —de hecho era un limeño de alcurnia—, fue uno de los grandes heterodoxos en relación con la tradición imperante desde fines del siglo XIX, y uno de los introductores principales del surrealismo en la literatura peruana. Desde muy joven rondó por la tierra de los poetas, el limeño balneario de Barranco, para asistir a las tertulias domingueras en la casa de Eguren — a las que acudían, entre otros, Enrique Bustamante y Ballivián, Manuel Beingolea, Percy Gibson, el cubano Mariano Brull o el español Juan Larrea — ; pero deambuló también por el centro principal de la renovación política, cultural y social de los años veinte: las tertulias que organizaba José Carlos Mariátegui en la calle Washington de Lima. En el ámbito de esta nueva generación, Martín Adán pronto se revelaría como el extraño estudiante de Derecho que liquidó su futuro prometedor para desembocar en una intensa bohemia. Su tendencia autodestructiva, su desmesura y su rechazo rotundo a la convención social lo convirtieron en un acérrimo exiliado interior, que canalizó su singular experiencia de exilio a través de una escritura en la que el peso existencial fue acusando paulatinamente su influencia. La leyenda de su vida marginal de artista empobrecido, solitario y alcohólico lo convertiría, con el tiempo, en el iluminado, en el poeta maldito, que se forjó entre soledades y largos silencios.
Por otra parte, y siguiendo con factores contextuales imprescindibles, la tardía modernización de Lima durante esta década había producido un cambio socio-cultural de orden nacional, y la literatura, naturalmente, no podía quedarse al margen. Paralelamente a la línea del indigenismo literario, una insólita literatura urbanaasomaba en la Lima del nuevo siglo. Ello a pesar de que la literatura nostálgica y quejumbrosa ante la marcha imperiosa de la famosa «Lima que se va» —alimentada por escritores eminentemente costumbristas como José Gálvez o Luis Alayza y Paz Soldán— no cesaba en su empeño por evocar imágenes y costumbres de la antigua Ciudad de los Reyes —Lima— en pleno siglo XX. Pero el inédito paisaje urbano demandaba una nueva literatura que penetrara en su incipiente mutación física y social. Y Martín Adán, con su Casa de cartón, fue en este sentido fundador contemporáneo de una nueva Lima literaria.
Descendiente de una aristocracia en ruinas, de formación católica y carácter ascético, Adán se convirtió, junto con César Vallejo, en figura señera de la renovación estética peruana desde la publicación de esta obra. Un primer fragmento vio la luz en Amauta (nº 10, diciembre de 1927), la revista de la nueva generación vanguardista e izquierdista dirigida por Mariátegui, que, como es bien sabido, dio cabida a los textos más dispares de los nuevos creadores peruanos. Un año después, en 1928, aparecía la primera edición de La casa de cartón, coincidiendo con la publicación de uno de los libros fundamentales de la vanguardia poética peruana, los Cinco metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, y con el ensayo principal del momento sobre la historia y la cultura del país, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui.
Inclasificable en un género concreto, La casa de cartón ha suscitado diferentes y encontradas opiniones entre la crítica, que fluctúan entre su definición como novela poética o como extenso poema narrativo. Al margen de esta controversia, en la que aquí no podemos entrar, nos encontramos ante un libro de adolescencia que Martín Adán fue componiendo como ejercicios en el Colegio Alemán desde 1924; una prosa que le permitió recrear poéticamente el ambiente de aquel balneario de Barranco que en los años veinte conservaba sus calles empedradas, sus carretas y su sonido de campanas. La creación de un alter ego transido de insatisfacción, inacción y narcisismo, como eje estructural de la obra, diluye la posibilidad de distinguir una trama argumental. Las constantes interrupciones del discurso, la sutilidad del hilo conductor o la inexistencia de desenlace revelan que la intención literaria no se encuentra en la narración de una historia. El objetivo más bien se dirige hacia la descripción del entorno: el balneario de Barranco en un rincón de la urbe que, frente al caos social y político del Perú desde comienzos del siglo XX, experimentó sorprendida la llegada a sus calles del cemento y el alumbrado eléctrico.
Ante la avalancha de la modernidad, el protagonista-narrador se recluye en esta obra en el espacio de la memoria para ofrecernos, a través de treinta y nueve fragmentos, el recuerdo de unas vacaciones veraniegas en Barranco, cuando los sentimientos de la primera juventud y sus irresolubles contradicciones estaban a flor de piel: los primeros amores, o la rivalidad con su amigo Ramón, cuya muerte temprana en la obra evoca al hermano idolatrado de Martín Adán, trágicamente desaparecido en 1920. Además, y como ya señaló Jorge Aguilar Mora, el personaje de Ramón desempeña un papel cardinal en tanto que significa la presencia del guía, que puede tener una identidad múltiple: Ramón es su hermano, es Emilio Huidobro (el maestro español que le inculcó las reglas de la métrica y la conciencia semántica y etimológica del lenguaje), y puede ser también José María Eguren o Juan Ramón Jiménez, sus poetas predilectos.
Con una intensa carga poética hecha de imágenes sorprendentes, la obra es un ejercicio a través del cual el narrador sólo permite que conozcamos un mundo pasado por el tamiz de sus sentimientos. Incluso la lectura del diario de Ramón es otro mecanismo para desarrollar el monólogo interior que nos descubre también a este personaje como alter ego del narrador. La mirada del escolar sobre el mundo que le rodea es la de un muchacho culto que nos dice haber leído a Giradoux, Schopenhauer, Kempis, Nietzsche, Morand, Cendrans o Radiguet, así como a los españoles: Fernán Caballero, Pardo Bazán, Pérez Galdós, Maeztu, Baroja, Azorín, Valle Inclán... A través de esa mirada impregnada de literatura y filosofía, el joven Adán crea un espectro de personajes que aparecen y desaparecen en un paisaje que ante todo nos alcanza a través de la sugestión, de lo no dicho, de lo leve y difuso de un entorno fantasmal. La sensación que nos deja la obra es por tanto de un profundo animismo, y el proceso de introspección que la resume nos descubre, en definitiva, una visión interior de la ciudad. Martín Adán se revela así como el simbolista que estaba ensayando un mundo literario de sensaciones e impresiones indelebles. La belleza de la narración reside pues en la exquisitez de las descripciones, caracterizadas por el hábil manejo de las metáforas que se encadenan.
Además, por contraste con el paisaje barranquino, en determinados fragmentos Martín Adán estaba construyendo el primer retrato de una Lima real y marginal. Y en este sentido la obra problematiza la nueva ciudad desnaturalizada de la incipiente modernización, a través de una intensa disparidad de imágenes entre un centro urbano sucio y horrible y el paisaje idílico del balneario de Barranco, donde todavía, en los años veinte, se sentían los ecos de la antigua ciudad colonial. Los recursos vanguardistas eran el instrumento idóneo para recrear literariamente este paisaje urbano que es, en definitiva, un estado de ánimo: es la niebla en el malecón, la morosidad de los días del verano, el aburrimiento, el silencio de las calles. La máxima de Amiel «cualquier paisaje es un estado de ánimo» resume el sentido global de La casa de cartón, donde el pensamiento se funde con los espacios de manera que la intercalación de cuadros descriptivos de Barranco está siempre tamizada por la intimidad del narrador. Su mirada hacia el exterior se ve impelida hacia dentro, y el paisaje visualizado se convierte en proyección ideal del ser: «El mar es un alma que tuvimos, que no sabemos dónde está, que apenas recordamos nuestra —un alma que siempre es otra en cada uno de los malecones».
La dicotomía con el paisaje embrutecido del centro de la ciudad intensifica el sosiego barranquino, a través de una profusión de metáforas surrealistas que originan, en la tradición literaria peruana, la imagen repulsiva o artificiosa de la ciudad moderna. Adán descubre la técnica utilizada en las primeras páginas de La casa de cartón, y lo hace, precisamente, tomando la ciudad como imagen central de su metáfora: «Y la ciudad es una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos». Con esta pintura difuminada y fragmentada, el escritor acentúa la realidad de la transformación urbana a través de una narrativa que sin embargo se aleja del realismo. El collage resultante es una superposición continua de planos en los que las «cosas» que se van adquieren el eco del recuerdo y persisten en el fondo del cuadro. Con esta técnica Adán estaba revelando, por caminos distintos al realismo, las nuevas realidades limeñas, constituyendo de este modo una apertura temática substancial en el proceso de emergencia de la narrativa urbana en el Perú. En este sentido, Adán fue un pionero y un referente fundamental para los nuevos narradores de la ciudad de los años cincuenta: Enrique Congrains Martín, Luis Loayza, Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro, fundamentalmente.
Pero Martín Adán no se quedó tan sólo en la superficie de las desconocidas imágenes que delineaban y transformaban el nuevo dibujo urbano. Ya en La casa de cartón , en las últimas líneas, formuló una visión dolida de la ciudad moderna que de algún modo marca el punto de partida de su obra: «La calle ancha nos abre los ojos, violenta, hasta dolernos y cegarnos». Desde la ciudad, el escritor emprendía el camino hacia un existencialismo que buscaba, en los espacios del mundo exterior, no el objeto de contemplación, sino el ente de reflexión íntima; el espejo que reflejara su mundo interior en el espacio cambiante de la urbe. Por lo tanto, en La casa de cartón estaba ya el germen de la poética metafísica que desarrolló en poemarios posteriores, con especial intensidad en su canto poético más ambicioso, La mano desasida , una de las obras más importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Además, La casa de cartón contenía también otra nota indispensable de su evolución literaria, porque el universo particular que trazó en esta obra estaba hecho ya de inconformismo, ironía y escepticismo. Martín Adán demostró aquí, a través del género prosístico, un dominio sorprendente de la ironía y de la palabra poética. Y lo más relevante para entender su trayectoria, literaria y vital, es que con la palabra poética abrió una brecha decisiva en el mundo convencional que lo rodeaba, poniendo al descubierto, en estas primeras páginas de su obra, el drama que le perseguiría hasta el final de sus días: el conflicto entre su ser individual y la sociedad.
Al mismo tiempo que escribía La casa de cartón, en aquellos años Adán había iniciado también su andadura poética. Los primeros poemas, publicados con el título de Itinerario de primavera (1927-1932), revelan un tono irónico sobre el vanguardismo manierista a través de títulos tan gastados como «Velocidad» o «Urbanismo». Entre estos primeros textos aparecieron también los «Poemas Underwood», que Adán incorporó en el interior de La casa de cartón. Estos poemas significan una anticipación del prosaísmo en la poesía peruana del siglo XX, y construyen un espacio urbano enmascarado por apariencias y ahogado en convenciones: «No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido / Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico / Las casas rumian sus paces de buey». En estos versos, el escritor revelaba su inconformismo frente a un mundo plano, rutinario y monótono: «Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría / Límpiate de entusiasmos los ojos... / Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina...». El poeta imponía, además, un sentido crítico al espacio donde la antigua belleza se desvanecía para dar paso a la ciudad desencantada: «El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo».
Pero aparte del contenido social de estos versos, en los «Poemas Underwood» comienza también a entreverse la inclinación de Adán hacia una poesía existencialista que desarrollaría en sus poemarios posteriores, y que culminaría en el gran canto a las ruinas de Machu Picchu, La mano desasida , donde el desgarramiento del yo se expresa a través de la identificación del poeta con la imagen de la ciudadela incaica. El origen del solipsismo metafísico de Adán hay que buscarlo por tanto en La casa de cartón, cuyas imágenes de la urbe son a su vez las de la intimidad del poeta, que comienza a delinear desde el principio la figura que subyace a toda su obra, la dramática interrogación sobre el yo: «Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada», escribirá en La mano desasida.
La vanguardia, en Martín Adán, había sido sólo un instante. El escritor pronto se desvinculó de sus recetas y su insularidad se fue acentuando cuando el tiempo y la soledad lo convirtieron en el poeta bohemio que Salazar Bondy calificó en una ocasión como «parroquiano de tabernas», «descuidado», «huidizo y sardónico». Tras la ruina y la extinción definitiva de su familia, había comenzado su periplo por hospicios de Lima y por sanatorios psiquiátricos, desde donde creó una obra poética excepcional. La evolución de su vida fue la de su poesía, traspasada por un peso existencial que fue acusando, paulatinamente, la eterna búsqueda traumática de un yo inencontrable.
En los primeros años de la década del treinta, la desazón vital del poeta dio lugar al enigmático e inquietante poema «Aloysius Acker», que después él mismo prohibió y rechazó. En sus versos reaparece la imagen del doble, con una tonalidad profética que hacía resonar las metáforas planetarias de Altazor, de Vicente Huidobro. La tendencia a la búsqueda del absoluto, es decir, a la pretensión de abarcar la infinitud del universo a través de la creación poética en un espacio de alturas y abismos, germinaría con el tiempo en su más ambiciosa tentativa poético-existencial, La mano desasida. Pero en el período que separa ambos poemas, Adán había retornado a la tradición. Desde finales de los años treinta comenzó a crear una poesía que parte de estructuras rítmicas de la tradición castellana (como la décima y el soneto), y sobrecargada de cultismos y arcaísmos léxicos que generan un extrañamiento del idioma; una poesía retórica, gongorina, hermética, en la que Adán se mostraba como virtuoso de la forma y de la métrica. El regreso al verso hispánico y a la perfección del soneto, fructificó en los poemas en torno a la contemplación de la rosa: La rosa de la espinela, publicado en 1939, o los «Sonetos a la rosa» que, con el título de «Ripresas» pasarían a formar parte de Travesía de extramares, cuya primera selección se publicó en 1946.
Entretanto, las crisis personales comenzaban a hacer mella en su vida, aunque no en la genialidad de su obra, que demostró no sólo en su poesía sino también en un importantísimo ejercicio de crítica literaria: De lo barroco en el Perú. En el origen había sido su tesis doctoral, con la que obtuvo el grado de Doctor en Letras en 1938, pero en ella rebasó con mucho los límites de un trabajo académico y el libro se convirtió, tras su publicación en 1968, en uno de los más agudos ensayos sobre la tradición literaria peruana. La consagración del poeta sería definitiva con el siguiente poemario, Travesía de extramares, que le valió la obtención en 1946 de su primer Premio Nacional de Poesía. El segundo llegó en 1961, y con él la leyenda magnificaría al poeta hasta convertirlo en un mito literario.
A la publicación definitiva de Travesía... en 1950 (con muchas modificaciones y ampliaciones), sucede un período de silencio en el que, insospechadamente, se estaba gestando el gran canto de Martín Adán, su más trascendente reflexión existencial: La mano desasida (publicada en diferentes versiones, cada vez más ampliadas, entre 1961 y 1980) . Pero antes de aparecer este libro, la bohemia vital de Martín Adán se vio perturbada por un nombramiento que lo devolvía al círculo de lo social, convirtiéndolo en una autoridad en el mundo de las letras peruanas: en 1959 era nombrado miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Para entonces, y tras este lapso de aparente improductividad, Adán había dado un vuelco importantísimo a su poesía.
Se cuenta que La mano desasida fue escrita de manera fragmentaria en servilletas y trozos de papel por los bares de Lima que Adán frecuentaba. Y que fue su editor y gran amigo Juan Mejía Baca quien los recogió y ordenó para que vieran la luz en sus diferentes ediciones. La primera fue en 1961 cuando, tras diez años de silencio, aparecieron los primeros fragmentos del poema en un libro preparado por Mejía Baca que lleva por título Nuevas piedras para Machu Picchu, donde se reúnen secciones de los tres principales cantos a las ruinas incaicas: el poema de Adán, Alturas de Macchu Picchu de Neruda, y Patria completa de Alberto Hidalgo. En La mano desasida el poeta abandonó sorpresivamente las formas tradicionales para acogerse a una desmesura que se acerca a la escritura automática. Volcó su propio ser a través de un torrente de dudas, imprecaciones y contradicciones que se suceden en el larguísimo diálogo con Machu Picchu. Por fin expresaba abiertamente todas sus obsesiones con la naturalidad de un pulso rítmico interior que se tensa, se precipita o se remansa, de acuerdo con la traumática indagación en el yo poético, simbolizado en esa «mano desasida» que busca un asidero en Dios, Machu Picchu, o la poesía.
En esta evolución, la vanguardia había significado por tanto un primer aprendizaje efímero pero fundamental como ámbito de despegue de un escritor que había partido de la poetización de su ciudad mutante y de su «yo crepuscular» como símbolo de la misma. Desde la escritura de este espacio público, muy pronto Adán se decidió a tomar un nuevo rumbo, clausurando la temática social para forjar un hermetismo que penetra hacia dentro, y para conducir su poesía hacia esa trascendencia existencial que en La mano desasida se desarrolla como interrogación del ser ante el abismo. Este ejercicio del verso libre se haría manifiesto también en La piedra absoluta, de 1966. A partir de entonces el poeta volvió al soneto, desde la intimidad de un yo que siente la inexorable cercanía de la muerte. Mi Darío y Diario de poeta fueron sus últimos libros, cuya publicación completa apareció en 1980 en la edición de la Obra poética realizada por Ricardo Silva Santisteban. La utilización del soneto alejandrino y el regreso a la cesura y al ritmo clásico era un homenaje al maestro Darío y a los modernistas. Ambos libros son la culminación de su trayectoria y, como tales, alcanzan la cúspide de la perfección clásica que Adán había desarrollado en anteriores poemarios. En Mi Darío, la autobiografía y el diálogo con el maestro nicaragüense revelan una conciencia trágica que siente irremediable la presencia del fin: «Rubén, todo es tragedia... la flor en la maceta/ la luz donde no está, la mano todavía, y este cuerpo que crece y muere de su día, y este ir y venir sin querer del poeta...».
Pero el origen de esta autobiografía poética había sido un crepúsculo, un paisaje del alma. El carácter decadente de La casa de cartón fue también el del hombre que escribió: «Lima tiene muy hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo...». En esta declaración podemos encontrar una clave fundamental de su primera producción: el estupor ante la constante mutación de la ciudad y de su sociedad como motivo que alienta la escritura del cambio urbano, social y cultural del Perú desde los años veinte. Pero en dicha frase, además, se encuentra prefigurado el perfil del poeta que vivió el terrible ocaso de la aristocrática Ciudad de los Reyes, y que fue exponente de la crisis de la alta burguesía peruana desde comienzos de siglo; el hombre desarraigado, solo, y finalmente marginal en un mundo en el que no encontró su lugar, y que por ello lo convirtió en el loco, en el iluminado, en el místico.
Las páginas de su Casa de cartón nos dejan un final abierto, desconcertante, que es el de la propia adolescencia del autor; un desenlace en el que no hay pasos definitivos. Sin embargo, en la vida del poeta aquella obra sí había significado una toma de decisión irreversible: una apuesta por la literatura en la que Rafael de la Fuente Benavides fue reemplazado, para siempre, por su personaje principal, el escritor Martín Adán. Tal vez por ello en esta obra primeriza el poeta escribió: «Mi vida pende de una primera nota». El lector podrá escuchar este primer sonido de Martín Adán al traspasar el umbral de prólogos y anteprólogos. Pero sugiero que lo haga con cierto sigilo para, ante todo, afinar el oído, porque a pesar de la prosa, el espacio sobre el que se construye esta insólita «casa de cartón» es un territorio abonado, fundamentalmente, por la poesía.
* * *
* Anteprólogo de:
Martín Adán: La casa de cartón. Edición de Eva María Valero Juan. Prólogo de Luis Alberto Sánchez. Colofón de José Carlos Mariátegui. Colección Signos – Versión celeste, Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2006. (161 pp.) Eva Mª Valero Juan. Agradecimientos a la Web.
César Ángeles L,Martín Adán
No hay comentarios:
Publicar un comentario