sábado, marzo 17, 2007

Ciro Alegría (Mucha Suerte Con Harto Palo)

Ciro Alegría

"MUCHA SUERTE CON HARTO PALO"
1976
*

I

Nace un niño en los Andes

Fue en una pequeña hacienda llamada Quilca, por más señas en la provincia de Huamachuco[Departamento de La Libertad, Perú]. Recuerdo a Quilca aún. De clima tibio, por estar situada en una quiebra de las moles andinas, abunda en árboles y sembrados. Quilca huele a eucaliptos, a yerbasanta, a granadillas, suena a trigales.

En Quilca nací la noche del 4 de noviembre de 1909. Según me han contado, no di muchas muestras de querer llegar al mundo. Como en esas abruptas soledades no abundan hasta hoy los médicos —en aquellos tiempos el más próximo estaba a dos días de camino—, la comadrona agotó inútilmente sus recursos para que yo saliera a ver la luz o la sombra de esa noche que tenía alguna importancia para mí. Una de las mujeres en vela sugirió que harían bien a mi madre[María Herminia Bazán Lynch. Nació en Huamachuco el 25 de noviembre de 1885 y murió en Trujillo el 27 de enero de 1926].

ciertas prietas semillas que solían quedar en las eras de trigo. Mi tío Constante,[Constante Bazán Lynch. Murió en Trujillo el 19 de agosto de 1973] que hoy es un próspero hombre de negocios avecindado en Trujillo y en esos tiempos era un muchacho, fue hasta la lejana era provisto de una linterna y se puso a hurgar afanosamente entre las pajas. Cuando volvió, ya no fue cosa de emplear las semillas. Yo había dado la sorpresa de presentarme al mundo de pronto. Comprendí de seguro que las novelas que traía en mente no debían quedarse inéditas. A mi padre[José Eliseo Alegría Lynch. Nació en Huamachuco el 5 de diciembre de 1883 y murió en Sartimbamba el 5 de noviembre de 1945] le gustaba leer y aun escribir y su hermana menor, llamada Rosa, tenía las mismas aficiones. Ella vivía en otra hacienda, Marcabal Grande, que toda mi familia pertenece a la tradicional y controversial clase que forman los hacendados peruanos. Mi tía Rosa, muchachuela de inquieto espíritu a quien la censura familiar sólo permitía leer libros inocuos, habíase encantado con La isla misteriosa de Julio Verne, y más con el personaje central de la obra, llamado precisamente Ciro. Escribió entonces a mi padre, pidiéndole que me pusiera tal nombre y él, que tenía grande cariño por la hermanita lleora, así lo hizo. La figura de mi tocayo el rey persa, ese famoso Ciro al que ha historiado Jenofonte, en nada intervino para nombrarme, como no sea quizás por haber hecho inicialmente célebre el nombre. Tal se advierte, la ocurrencia provino de la impresión causada por un personaje novelesco, captado entre censura familiar, y tomó cuerpo en mí de muy cordial manera.

Años más tarde, siendo a mi vez un muchacho lector de Verne, recorrí las páginas de La isla misteriosa con acrecentada curiosidad. El ingeniero Ciro Smith, que llega con algunos más a una isla deshabitada, para mayor conflicto en un globo, es todo un héroe de Verne. Hombre inteligente, simpático, lleno de recursos. Recuerdo todavía que una de sus primeras hazañas es hacer fuego concentrando los rayos del sol con las lunas de su reloj. Mi tocayo me interesó, pero no me dieron ganas de imitarlo. Yo había resuelto, aunque medio soñando, ser escritor. Mi isla misteriosa debía ser la vida.


II

Manuel Baca y el caballo Canelo


Una vez llegó a Marcabal un hombre de río abajo, con una enorme llaga tropical que le estaba comiendo el brazo. Mi padre lo curó y él se quedó a vivir en la hacienda. Se llamaba Manuel Baca y era un gran narrador… fuera de ser diestro en cualquier faena. Caída la tarde, frente al sol de los venados, que es una laya de sol naranja que dora las lomas a la oración, Manuel parlaba con voz de conseja.

Los peones de Marcabal tenían cuanta tierra de cultivo desearan, ganado, potreros libres. La posesión del caballo parecía despertarles una dormida confianza, que no en balde durante la colonia se prohibió a los indios montar a caballo. Cuando estuve en edad de sujetarme, el domador Saúl me entregó un caballo todavía marrajo al que puse por nombre “Canelo”. Terminé de amansarlo y nos hicimos grandes amigos. Hay fraternidad entre el hombre del campo y el animal. Con todos los seres y las cosas de la tierra intimé allí.

Y, además, a mis padres les gustaban las letras y las artes y tenían una biblioteca por la que yo también fui tomando afición. En las noches, escuchaba conversar entretenidamente a mi padre o a mi madre, y a mi abuela materna cantar canciones viejas y nuevas como la tierra.

De tal vida no me habría de olvidar jamás y tampoco de las experiencias que adquirí andando por los jadeantes caminos de la cordillera, de los hechos de dolor que vi, de las historias que escuché. Mis padres fueron mis primeros maestros, pero todo el pueblo peruano terminó por moldearme a su manera y me hizo entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco reconocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora, su constancia.




III

El César Vallejo que yo conocí


Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar el lazo y no asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo, donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul…

A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de un hermano menor de mi padre[Luis Alegría Lynch], que pasó con nosotros sus vacaciones, hice el largo viaje. Esos fueron para mí reveladores días en que trotamos a través de dos riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos, y subiendo, otras tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo[Léase La ofrenda de piedra, Editorial Universo, Lima, 1969].

Dado el fin de estas líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe, donde había nacido César Vallejo.

En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas rocas que se parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y ternura de sembríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una tregua, porque predominan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o quince mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce los Andes o viva allí, persistirá siempre la impresión, que es como una herida del paisaje abrupto, hecho de elevadas mesetas, donde crecen pajonales amarillentos, y de roquedales clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y callada. Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y de la sociedad —en exponer éstas ya he empleado varios centenares de páginas— sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad.

Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en mi profesor César Vallejo a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios amplios y balcones de estilo morisco, daban una nota de modernidad los automóviles que corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen, estaba muy asombrada de tanta máquina y del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz, que vestía a la moda.

Yo vivía en casa de la abuela y mi tía Rosa Alegría Lynch, a la que debía mi nombre, era una señorita de traza irlandesa, con cabellos de fuego y ojos verdes que parecían un bosque. Supo ser un poco mi madre y mi maestra. Ya le habían levantado la censura y disfrutaba de una nutrida biblioteca. Su gusto por las letras habíase depurado. Era amiga de varios escritores de la ciudad y admiraba al entonces discutido poeta César Vallejo.

Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas por la cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.

Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la noche de un domingo, y entonces escuché por primera vez el nombre de Vallejo y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis estudios.

—Si tuviera un nieto —opinó el señor en un tono de sugerencia— lo mandaría al Seminario. Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente.

Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de estudiante. Mi abuela repuso con dignidad:

—Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio Nacional de San Juan. Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se han educado allí.

—¿Y a qué año va a ingresar?

—Al primer año de primaria…

El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:

—¡Mi señora!, ésa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido… ¿Sabe usted quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues es ese que se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo…

—Al fin y al cabo… para enseñar el primer año… —dijo mi abuela tratando de calmarlo.

Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un pobre niño indefenso como yo y argumentó:

—No, no, mi señora… Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un loco. ¿No podría ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el niño estaba leyendo el periódico…

Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:

—Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se enseñan en el primer año.

El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a mi pobre cerebro de influencias perturbadoras y tomó un rumbo más pacificador:

—Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto educación y especialmente en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor colegio. Está adquiriendo mucho prestigio…

Y mi abuela:

—En San Juan también enseñan religión, según el reglamento de estudios y no son anticatólicos…

El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre esperanzada y compasiva.

Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no idiota.

Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó hasta el local.

—Por aquí no entran ustedes —me dijo al llegar a una gran puerta sobre la cual se leía la inscripción “Dios y la Patria”—, esta puerta es para nosotros los de la sección media. Vamos por allá…

Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”. Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:

—Aquí te vas a sentar… Pon dentro tus cositas… No, así no… Hay que ser ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro… También tu gorrita…

Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:

—Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte mucho… Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?

Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:

—Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho…

Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando a la pega y le dijo:

—Este es un niño nuevo: llévalo a jugar…

Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar me preguntó sabiamente:

—¿Sabes jugar a la pega?

Le dije que no y él sentenció:

—Eres muy nuevo para saber jugar…

Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a al puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos, por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:

—¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe irse lejos de su salón ni de su patio… Este colegio es muy grande. ¿Estás triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo pregunté en voz baja a mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?” “Porque es poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él habría de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la Tierra, comenzó a decir:

—Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.

Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.

De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de “Pato”. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:

—Ya pasé “Pato” hace tiempo. También “Rosita” y “Pepito”. Yo sé todo ese libro…

Vallejo me miró inquisitivamente:

—¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre la b labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga. La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:

—Y sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?

—Porque no sé otras cosas…

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio. Miré a mi profesor.

César Vallejo —siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi— estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros —no recuerdo si eran grises o negros— brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era viejo y luido y, cerrado la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda a quién llamábamos Cayo. Este era más alto y fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenían gran semejanza. El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar.

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo habría de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:

—¿Te gusta tu profesor?

—Sí —respondí.

Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado, interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después, supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos.

En Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios acérrimos. En casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta, y dada a leer, que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional. “¡Es un gran poeta, es un genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones. Recuerdo perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.

—A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: “¿Dónde estarán sus manos que en actitud contrita, planchaban en las tardes blancuras por venir?” ¿Esto es poesía o una charada? A ver, explícame…

Mi tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita frágil y nerviosa que era, se irguió por fin llena de rabia:

—Este es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya, que eres un bruto…

La discusión se armó de nuevo.

Mientras tanto, yo continuaba yendo a clases. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba de enseñarnos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros de grados superiores.

Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al campo de paseo o en los desfiles del 28 de Julio, los del primer año de primaria, con nuestro melenudo profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente el paso y éramos una tropilla bastante desgarbada. Oíamos que la gente estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro profesor: “¡Ahí va Vallejo!”, “¡Ahí va Vallejo!”.

Algo que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales que veíamos cada día. He pensado después en que sin duda encontraba deleite en ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas fuentes de poesía en su lenguaje lleno de impensadas metáforas. Tal vez trataba también de despertar nuestras aptitudes de observación y creación. Lo cierto es que frecuentemente nos decía: “Vamos a conversar”… Cierta vez se interesó grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa. Me tuvo toda la hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la forma en que la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos con al yema de los dedos, sobre la mesa. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”. Sospecho que ese fue mi primer éxito literario.

No siempre le producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que era decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que traía nuestro profesor —tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos—, no pudo decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de repente se calló. “Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El chiquillo se fue a su banco, y cruzando los brazos metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño. Estrechándole las manos lo llevó hacia su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para enjugar las lágrimas que brillaban aún sobre la carita trigueña y luego se quedó mirándolo largamente. Sin duda en la desconsolada angustia del narrador frustrado, sintió esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha aludido en sus versos. Cuando recuerdo aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los hombres.

Pero había ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por las lomas y entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la autoridad necesaria para tomarse tremendas ventajas. Había que verlo cuando hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas o chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos solíamos comprar preferentemente, por la razón de que eran abundantes y baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados, mercancía que más prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados en la esquina del plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno le daba la lección, pero lo que en realidad hacía era echar, bajo las cejas, miradas exploradoras sobre toda la clase. Cuando descubría a algún delincuente, se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo amonestaba: “¿No he dicho que no coman cuadraos en clase?”. En seguida le quitaba los caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos, y los repartía entre todos o los más próximos, según la cantidad. Nunca supe si lo que le gustaba más era sorprender a los infractores o repartir los caramelos entre los chicos. Durante tales batidas, nos embargaba su mismo espíritu juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.

El reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala conducta o no dieran bien sus lecciones. César Vallejo, en todo el día, iba formando una lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no sabían la lección, pero, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser apuntados en su lista, pero de tiempo en tiempo, y sin duda para que no nos propasáramos, solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la compungida cuota de reclusos del primer año de primaria, al inspector de turno. Su castigo usual era simple y directo: un tirón de los cabellos que quedan a la altura de las sienes.

Por las mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con un retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de amigos —que lo eran todos los escritores jóvenes de la ciudad— o a sus estudios de universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su impuntualidad alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio Director del colegio acudió a ver lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se produjo una escena embarazosa que el director cortó diciéndole que pasara por su oficina a la hora de salida. Durante un tiempo estuvo llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque ya no con tanta frecuencia, seguía presentándose tarde.

Fuera del colegio, sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción de comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de que nuestro profesor había sido asaltado en la noche por un grupo de individuos que trataron de cortarle la melena. El se había defendido dando feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su melena de león. Estaba intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y acendrada amargura.

Me conmovió mucho el asalto no alcanzando a explicármelo.

He de decir que para ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la expresión. Fue que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible poesía por mí mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor, que ella recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al dármelos, hundió los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que si no los entendía, no pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los poemas, me di cuenta primeramente de que tenía muchas palabras cuyo significado ignoraba. Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me dediqué a una exploración que me resultaba difícil.

Lejana vibración de esquilas mustias,
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.

A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones. Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo “aleteando la pena de su canto”. Entendiendo y no entendiendo, el poema “Aldeana”, uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy hermoso. La emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente me envolvieron. ¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así? Encontré poemas menos pictóricos que no entendí de principio a fin y al leer “Idilio muerto”, la pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados meses me pareció formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las manos y muchas líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había comprendido y pensé que acaso, cuando yo fuera grande… Entregué a mi tía Rosa sus recortes sin decirle media palabra y ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina y seguramente temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde aquella vez, me alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y me sentí más cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que prodigaba en sus versos. En cuanto a su hosquedad y su tristeza… bueno, Cayo Oruna… y uno está tan solo a veces… Porque yo me sentía muy solo en el colegio… Los muchachitos solían burlarse de mi condición de “serrano” y de que tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a Vallejo, yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que dejaran en paz a ese hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a nadie con su melena y con sus versos.

Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos clases y el tiempo pasaba. En las horas de conversación, me hacía hablar no sólo de lo visto por mí sino de lo que había oído contar. Recuerdo que le impresionó la historia de un ciego que vivía en una hacienda próxima a la nuestra, quien iba de un lado para otro por los ásperos senderos de la serranía, tal como si tuviera ojos y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales no había oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó: “¿Tú lees otros libros?” Le informé y me dijo que, como yo sabía el reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué hasta el salón de clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo compraba con mis propinas y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme sacándolos de su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis lecturas y, por mi parte, nunca le conté que me había atrevido con sus versos. Temía que me interrogara si los había entendido y, en tal caso, tener que confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me había advertido que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me callaba aperando tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije uno de los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:

¿Oyes el zorzal, María?
Desde el arbusto florido
en donde tiene su nido,
al cielo su canto envía.

Los jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad, donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su lado una de esas tardes y sentados sobre la grama, me pidió que le recitara todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que, en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota.

En el tiempo que siguió —creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios—, nuestro profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su camino, me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que entre yo y los otros niños hacía una diferencia muy especial. Posiblemente pensaba: “Este es un muchachito al que le gusta leer” y me daba rienda suelta en eso. En cambio yo, lenta y progresivamente, había ido adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta predisposición al partidarismo en el alma de los jóvenes y los niños y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me cabía duda de que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera podido explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de clase. Uno de mis compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era nadie, ni siquiera como poeta. Mi madre me había dicho que honrara y respetara a los maestros, porque su tarea es muy noble y le reproché:

—¿Y qué? Es profesor y eso es bueno…

—¿Crees que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor de un colegio, el de primer año… Un “muerto de hambre”…

Recién comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú. El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de apabullar al pobre profesor, dijo:

—Ni siquiera como poeta sirve… mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre, que sabe lo que habla.

—Es un gran poeta —repliqué muy afirmativamente.

—¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros, puedes hablar?

—Es un gran poeta —insistí.

—A ver, dinos por qué es un gran poeta…

No supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía suficiente. Hubiera querido decir algo definitivo.

—Dinos ahorita mismo por qué es un poeta —repitió mi oponente.

Yo estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó la campana.

Día a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de premios, que se realizaría a fines de diciembre.

La fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San Juan estaba de gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de galerías, mostraba al fondo un estrado donde tomaron asiento el director y los profesores. Casi todos llevaban vestidos de etiqueta. Las familias de los alumnos fueron acomodadas delante, y nosotros, a los lados y detrás. Los mocosos del primer año fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que Vallejo ocupaba un lugar secundario en el estrado, sólo se le podía ver la cabeza. Pero ella, grande de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechería blanca y tanta luz… y entre tanta cabeza sin carácter.

No viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente que refiera que no me tocó ningún premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas, los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto, Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndome sin ninguna cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo: “No te importe la suerte”. Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos advertir que, en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los corredores. En medio de la penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas su silueta negra, alargada, casi fantasmal, tras el cocuyo de su cigarrillo.

Cuando el director, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se dirigió a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por los estudiantes y sus familias. Instantes después lo volví a ver en la calle, yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo lejos… Pude haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las clases se reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al recordarlo, siempre tuve la impresión de que estaría haciendo.


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