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César Ángeles L.
Final
La segunda parte del libro contiene otros siete textos de extensión más breve. El primero y tercero retoman con mesura el experimentalismo visual que la poesía concreta llevara a extremos. Pero, en fin, del conjunto queda decir que afinan más íntimamente el universo de los signos hasta aquí hallados en la lectura de la primera parte; y que, por cierto, hay un poema gigante que expresa muy bien y en este modo más intimista dicha sensibilidad: «El iniciado». En la misma altura se hallan el poema «Del Hijo» y ese otro bello poema «De la Madre», con hálito melancólico, de final vallejiano, entrañable y clamando por claridad.
Este libro, hecho desde «la nuca» (imagen reiterada), desde la memoria de país, expresa la agonía de un individuo y de un grupo —mediante la voz colectiva— que finalmente no encuentran alternativa viable en lo social, y que por ello postulan un viaje hacia otra percepción de las cosas que el propio autor —en la mentada entrevista: Cf. parte II— posiciona como subte. Y por todo lo leído y comentado, nos parece acertado.
Este universo juvenil, de alucinógenos y con un pie en lo lumpen, es propuesto como contraparte y opción ante el caos y deterioro que se percibe en la realidad. La cuestión, entonces, se resuelve en las percepciones; porque si algo caracteriza con fuerza la poética de de Ramos es, como se dijo, no dar la espalda a la realidad urbana y cotidiana sino asumirla y procesarla.
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Sólo en este tenor podríamos aceptar que con esta poesía se dobla el brazo a una realidad principalmente antagónica. Sólo así cabe hablar de épica y héroe[18], y siempre para quienes vivan y perciban la vida de igual modo en una ciudad como la nuestra.
El posicionamiento de esta poesía es de evasión, en un grupo guiado por el Pastor de perros y donde el ánimo escéptico y destructivo prevalece sobre sus contrarios dialécticos: «este desdichado terror al mundo al látigo [...] / Oh es lo que heredo Un cráneo mi dulce cráneo / un manojo de nombres un país vetusto una porción de carne» (de «El iniciado», p. 48); donde toda construcción social es obviada y la salida estaría, como dice su autor, en el lenguaje mismo. Es decir, en la literatura.
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Y a diferencia de otra conciencia agónica como en Habitación en Roma (1952), del peruano Jorge Eduardo Eielson —un célebre caso de confrontación entre el poeta (o conciencia poética) y la urbe moderna—, aquí en Pastor de perros esta conciencia no se extingue en su autoanulación y la página en blanco, sino que se subsume en la banda para vivir la opción subte y allí encuentra una viabilidad al mundo de la experiencia vivida. Es un encuentro de modo fatal, porque no queda otra: «[...] barridos por un viento que presagia esta dicha o desdicha / de volcarnos año tras año con toda nuestra escuadra / brutos por el Humo [...]» (p. 24). Casi una «Oda a la vida retirada»; pero en lugar del encuentro armónico y pleno con la naturaleza del clásico español, el retiro es hacia las cloacas —amarga ironía contemporánea—: mucha agua y de otros colores ha corrido bajo los puentes para que esta conciencia advenga.
Si el arte y la literatura son ineludiblemente expresiones de los tiempos que le tocan vivir a cada autor, esta opción y este libro, en particular, constituyen testimonios, mediante la transposición poética, sobre todo de esa porción decadentista de nuestra sociedad. Como ha sugerido Domingo de Ramos, hacer poesía, ejercitar la creación y plasmar la vivencia de todo ello en una obra literaria constituyen, que duda cabe, un triunfo sobre las sombras y el dolor que viene de arriba abajo. De ahí su fe en el lenguaje como alternativa de salvación a las fuerzas corrosivas a la vez que a la destructibilidad de una sociedad —o un Estado, un orden, cabría precisar— como la peruana. Pastor de perros en esa medida es una victoria.
Creo también, sin embargo, que cabe esperar de autores potentes como de Ramos una capacidad para vivir y recrear otros lados y rasgos de esa misma historia y realidad, que contengan signos de afirmación y cambio. Creo que un mismo tiempo, y más en países en trance dramático como el Perú, da para muchos tipos de arte y literatura. Es tarea elevada de sus artistas no cerrarse a esa heterogeneidad problemática y ser capaces de recibir en sus antenas las diversas voces, experiencias e influencias, y no estacionarse en una sola sombra, en una misma y rediviva subterraneidad. Es, para ser más claros, una necesidad a gritos.
Ciertamente, cada autor opta por el camino creativo que se le aparezca como el más coherente con su trayectoria vital. Asimismo, y como queda dicho al principio, un nuevo tipo de crítica puede ayudar a aclarar cosas en una escena cultural tan necesitada de ello como la limeña / peruana.
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BIBLIOGRAFÍA CITADA
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Anónimo (Arévalo, Javier). 1993. «Un subterráneo es protagonista de la poesía de Domingo de Ramos». En Sección Cultural del diario El Comercio. Lima: 27 diciembre, ¿pp. 8-9?
Freyre, Maynor. 1996. «Cómo construir un subterráneo». En revista Sí. Lima: 22 abril, pp. 44-47. (Las imágenes en el presente artículo han sido trabajadas a partir de fotos publicadas en esa entrevista.)
Mazzotti, José Antonio y Miguel Ángel Zapata. 1995. El Bosque de los Huesos. Antología de la nueva poesía peruana 1963-1993. México: Ediciones El Tucán de Virginia, 243 pp.
Ramos, Domingo de. 1988. Arquitectura del espanto. Lima: ASALTOALCIELO/editores, 62 pp.
--------------------- — 1993. Pastor de Perros. Lima: ASALTOALCIELO/editores & Colmillo Blanco, 62 pp.
--------------------- — 1995. Luna cerrada. Filadelfia: ASALTOALCIELO/editores. Edición artesanal de 100 ejemplares, 34 pp.
--------------------- — 1996. Ósmosis. Lima: Ediciones Copé, 60 pp.
--------------------- — 1999. Las cenizas de Altamira. Lima: edición del autor en cooperación con Charo Torres y La Noche Bar, 111 pp. (incluye diez fotografías de diversos autores).
Varios. 1987. La Última Cena. Lima: ASALTOALCIELO/editores, 127 pp.
Continúa...
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Notas
[18]Ya el romanticismo y el simbolismo francés terminaron de cambiar para la literatura contemporánea el punto de vista acerca del «héroe»; dando cuenta de un individuo que, como tal, fracasaba socialmente, pero lograba revertir esto potenciándolo como radical y digna contestación al frívolo mundo burgués. En cualquier caso, extrapolaron su escenario de victoria a otro territorio, lejos del fallido racionalismo y más cerca de lo ignoto, lo inefable. Expandieron el alma-oscurecida para espantar a esa conciencia infestada de armonía y confort fatuos. Este decurso individual fue llevado a extremos, en el siglo pasado —sobre todo por el existencialismo-; y entonces fue más evidente que si «héroe», al clásico modo, encarnaba positivamente valores y conductas del orden social imperante, la nueva alternativa era un sujeto —heredero del siglo XIX— que asumía radicalmente lo contrario: el pecado, el mal, la marginalidad, el vicio, el absurdo... y por ello convenía percibirlo provocadoramente como «antihéroe».
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César Ángeles L
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