Mayo
La sordomuda
Domingo, 28
No podía concluir mejor el mes de mayo que con la visita de esta mañana.
Oímos un campanillazo corremos todos a la puerta,
De pronto oigo decir a mi padre que dice en tono maravillado:
-¿Usted por aquí, Jorge?
Era nuestro jardinero de Chieri Jorge, que ahora tiene a la familia en Condove y acababa de llegar de Génova, donde había desembarcado el día anterior, de regreso de Grecia, después de trabajar tres años en las vías del ferrocarril. Traía un voluminoso fardo. Está algo más envejecido, pero conserva como siempre colorada y no ha perdido su acostumbrada jovialidad de siempre.
Mi padre le invitó a entrar, mas él no quiso y preguntó, poniéndose serio pregunto:
-¿Cómo está mi familia? ¿Y Luisita?
-Hasta pocos días estaba bien -respondió mi madre.
Jorge dio un gran suspiro:
-¡Alabado oh, sea Dios! No me atrevía a presentarme en el colegio de Sordomudos sin tener antes noticias de ella. Dejaré aquí el bulto y voy en seguida a verla. ¡Ya hace tres años que no la veo! ¡Tres años sin ver a ninguno de los míos!
Mi padre me dijo:
-Acompáñale. ordeno
-Perdone, pero quería preguntarle...
Mi padre le interrumpió el jardinero desde el descansillo de la escalera :
-¿Cómo le ha ido por allá. Y los negocios?
-Bien -le respondió él-. Gracias a Dios. He traído algún dinero. Pero deseaba preguntarle cómo va la instrucción de mi mudita. Cuando la dejé, parecía una criatura insensible. ¡Pobre infeliz hija mía! Yo no tengo mucha fe en esos colegios. ¿Sabe usted si ha aprendido ya a hacer gestos? Mi mujer me decía en sus cartas que aprende a hablar y que adelanta. Yo digo que poco nos importa que aprenda a hablar si no podemos entendernos con ella por no saber hacer los gestos. ¿No le parece? Eso estará bien para que los mudos se entiendan entre sí...Un desgraciado con otro desgraciado…¿Qué tal va pues?¿Qué tal va?
Mi padre se sonrió y le respondiose:
-No quiero adelantarle nada. Ya verá usted lo que hay. Vaya, vaya a verla no le quitéis vosotros, sin pérdida de tiempo.
Salimos. El instituto está cerca. Por el camino el jardinero me fue hablando mostrándose a cada paso más pesimista cada vez más triste.
-¡Ah. Pobre Luisita mía! ¡Qué fatalidad nacer con esa desgracia! ¡Pensar que nunca me he oído llamar padre, ni ella ha oído la palabra hija, ni ninguna otra palabra! ¡Ah! Y puedo dar gracias, que un señor caritativo le ha costeado la estancia en el colegio. Pero... no ha podido ir antes de los ocho años. Hace tres años que no está en casa. Va a hacer once ahora. ¿Ha crecido, dígame, está crecida? ¿Está contenta?
-Pronto ahora lo va a ver -le contesté, apresurando el paso.
-¿Pero donde está este instituto? Mi mujer la llevó a él cuando yo estaba ausente. Debe estar por aquí.
Habíamos llegado precisamente a la puerta. En seguida fuimos al locutorio.
Se presentó en seguida un mozo.
-Yo soy el padre de Luisa Vogi -dijo el jardinero-. Mi hija, desearía verla cuanto antes.
-Ahora están en recreo -contestó el empleado-; se lo diré a la profesora.
El jardinero ya no podía hablar ni estarse quieto. Miraba los cuadros de las paredes sin ver nada.
Se abrió la puerta y entró una maestra vestida de negro con una muchacha de la mano.
Padre e hija se miraron un momento y luego se abrazaron con gran efusión.
La niña llevaba una bata de tela con rayas blancas y de color rosa vestido y un delantalito gris. Es más alta que yo. Lloraba y tenía a su padre apretado por el cuello con ambos brazos.
Su padre se desligó de ellos y empezó a mirarla de arriba abajo, con los ojos llenos de lágrimas y tan agitado como si acabase de echar una carrera. Luego exclamó:
-¡Ah. Qué crecida está! ¡Qué guapa se ha puesto! ¡Oh, mi querida, mi pobrecita Luisita! ¡Mi pobre mudita! ¿Es usted, señora, su maestra? Dígale que me haga sus signos; algo entenderé. Después ya iré aprendiendo poco a poco. ¿No podría decirme algo que iré aprendiendo . Dígale que se haga comprender alguna cosza por los gestos?
La profesora se sonrió y dijo en voz baja a la muchacha:
-¿Quién es este hombre que ha venido a buscarme?
Y La muchacha, con una voz gruesa y extraña, destemplada como la de un salvaje que hablase por primera vez nuestra lengua, pero pronunciando con gran claridad, y sonriéndose, respondió:
-Es mi pa--dre.
El jardinero dio un paso atrás, como asustado, comenzó a gritar como un loco:
-¡Habla! ¿Pero es posible, ¡Pero es posible! Dios mío? ¡Me has hablado tú, hijita mía! ¿Cómo se ha operado este milagro? ¿Hablas?
Y volvió de nuevo la abrazó y le besó cien veces seguidas la frente.
-¿Cómo me iba a figurar, señora maestra, que hablase diciendo palabras como nosotros, y no con gestos, con los dedos, así?
-Pero qué es esto, Eso de hablar con gestos, señor Vogi, es un sistema ya anticuado. Aquí aplicamos en método nuevo, por el método oral. Me extraña que no lo supiera.. ¡Cómo!¿Noo lo sabía?
-¡Yo no lo sabía nada! – Respondió el jardinero confuso- ¡Es que he estado fuera tres años, señora! -respondió el jardinero-, y, aunque me lo hayan dicho por carta, nunca creí que fuera una realidad. Tengo una cabeza muy chorlito… ¿comprende?... Entonces, ¡tú me entiendes, por consiguiente!, ¿verdad, hija mía? ¿Oyes lo que te digo?
-¡Ah, no, no, buen hombre! -replicó la profesora-. No puede oír las palabras ni ningún otro sonido, porque es sorda total. Pero por los movimientos de sus labios sabe lo que usted dice. No oye las palabras de usted ni las suyas, ésa es la verdad; las pronuncia porque le hemos enseñado, letra por letra, cómo ha de poner los labios y mover la lengua, así como el esfuerzo que debe hacer con el pecho y la garganta para emitir la fuerza los sonidos.
El jardinero no comprendió mucho de esa explicación. Se quedó mirándola boquiabierto, sin llegar a creer lo que estaba viendo y oyendo.
-Dime, Luisita -preguntó a la hija, hablándole al oído-, ¿estás contenta de que haya vuelto tu padre? -Y, levantando la cabeza, se quedó esperando la respuesta.
La chica le miró, pensativa, y no dijo nada.
El padre se mostró muy contrariado.
La profesora se echó a reír, y luego replicó:
-No le responde, buen hombre, porque no ha visto los movimientos de sus labios; le ha hablado usted al oído. Repítale la pregunta poniéndose delante de ella.
El padre, mirándola fijamente, repitió:
-¿Estás contenta de que haya vuelto tu padre y de que ya no se marche?
La muchacha, que había seguido con la vista, muy atenta, los movimientos de sus labios, tratando hasta de ver el interior de la boca, respondió con gran soltura:
-Sí, es-toy con-ten-ta de que ha-yas vuel-to y de que ya no te va-yas nun-ca ja-más.
El padre la abrazó impetuosamente, y luego, a toda prisa, la abrumó a preguntas para cerciorarse de que podía entenderse con ella.
-¿Cómo se llama tu mamá?
-Anto-nia.
-¿Y tu hermanita pequeña?
-Ade-lai-da.
-¿Cómo se llama este colegio?
-De sordo-mudos.
-¿Cuántos son diez y diez?
-Vein-te.
Cuando creíamos que iba a reírse de alegría, de pronto se echó a llorar. Pero sus lágrimas eran, indudablemente, de gozo, no pudo contenerse.
-¡Mucho ánimo! -le dijo la profesora-. Tiene usted motivos para alegrarse y no llorar. ¿No ve que hace llorar también a su hija? Bueno, en total, que está usted contento, ¿no es así?¿Está contento?
El jardinero estrechó fuertemente la mano de la profesora y se la besos, diciendo:
-Gracias, gracias, cien veces gracias, mil gracias señora maestra, y perdóneme que no sepa decirle a usted otra cosa…
-Además de no solo hablar -repuso la profesora- su hija sabe escribir, hacer cuentas; conoce el nombre de los objetos corrientes. Sabe algo de historia y de geografía. Ahora está en la clase normal. Cuando haya cursado los otros dos años, sabrá mucho, mucho más. Saldrá de aquí en condiciones de ejercer una profesión. Ya tenemos sordomudos colocados en comercios que sirven a los clientes y cumplen tan bien como los demás oficios como los demás.
El jardinero quedó todavía más sorprendido que antes. Parecía que de nuevo se le confundían las ideas. Miró a su hija y se rascó la frente. Por su expresión, deseaba más explicaciones.
La profesora se dirigió entonces al empleado y le dijo:
-Llame a una niña de la clase de preparatoria.
El hombre volvió poco después con una sordomuda de unos ocho o nueve años, que hacía poco había ingresado en el Instituto.
-Esta chiquita -dijo la profesora- es una de aquellas a las que enseñamos lo más elemental. Fíjese cómo se hace. Quiero hacerle decir e. Preste atención.
La profesora abrió la boca como se pone para pronunciar dicha vocal, e indicó a la niña que abriese la boca de igual manera. La pequeña obedeció. La profesora, por medio de señas, le pidió que emitiera el sonido. Ella lo hizo, pero en vez de e dijo o.
-No, no -le advirtió la profesora-; no es así.
Y cogiendo ambas manos a la niña, le puso una de ellas abierta sobre la garganta, y la otra en el pecho. Repitió: e.
La niña, que había percibido en sus manos el movimiento de la garganta y del pecho de la profesora, volvió a abrir la boca y pronunció perfectamente la e. Del mismo modo análogo le hizo decir c y d, manteniendo en todo momento las manecitas sobre el pecho y la otra en la garganta.
-¿Ha comprendido usted ahora? -le preguntó.
El padre había comprendido; pero parecía más asombrado que cuando no entendía nada.
-¿Y así es como ustedes enseñan a hablar, de ese modo? -preguntó después de un minuto de reflexión, mirando a la profesora-. ¡Qué paciencia necesitan para enseñar de este modo a todas estas criaturas, uno por uno! ¡Ustedes son unas santas! ¡Unos ángeles del Paraíso! Nada de este mundo puede recompensarles lo que están haciendo. ¿Qué más tengo que decirle...? ¡Ah! ¿Me permite estar aunque sólo sean cinco minutos a solas con mi hija?
Separándose de nosotros, tomaron asiento y el hombre empezó a hacerle preguntas que la chica iba contestando. El se reía con los ojos humedecidos, pegándose puñetazos en las rodillas; cogía las manos de su hija y se quedaba mirándola, embelesado por la alegría que le daba oírla, como si hubiese sido una voz bajada del cielo. Después preguntó a la profesora:
-¿.Podría dar las gracias al señor Director?
-El Director no está -le contestó-, pero hay aquí otra personita a quien debe usted dar las gracias. Cada niña pequeña está al cuidado de una compañera mayor, que le hace de hermana, de madre. La suya está confiada a una sordomuda de diecisiete años, hija de un panadero, muy buena, y que la quiere mucho. Hace dos años que le ayuda a vestirse, la peina, le enseña a coser, le arregla la ropa y le hace compañía. -Luisa, ¿cómo se llama tu madre del colegio?
-Cata-lina Gor-dán -Luego dijo a su padre: -Mu-y bu-e-na, mu-y bue-na.
El empleado, que había salido a una señal de la profesora, volvió casi en seguida con una sordomuda rubia, robusta, de expresión alegre, vestida con un uniforme idéntico al de Luisita. Se detuvo a la entrada y, poniéndose bastante colorada, inclinó la cabeza, sonriendo. Aunque tenía el cuerpo de mujer ya formada, parecía una niña.
La hija de Jorge corrió a su encuentro, la tomó del brazo y la presentó delante de su padre, diciendo con su gruesa voz:
-Cata-lina Gor-dán.
-¡ Ah! ¡La muchacha extraordinaria excelente! -exclamó el padre. Y alargó la mano como para hacerle una caricia, pero en seguida la retiró, repitiendo: -¡Magnífica muchacha, que Dios te bendiga y te dé toda clase de consuelos y satisfacciones, que os haga felices a ti y a los tuyos! Así os lo desean de todo corazón una buena muchacha, mi pobrecita Luisa, y un agradecido padre de familia de todo corazón.
Catalina acariciaba a Luisita, teniendo ella la cabeza baja y sonriéndose plácidamente. El jardinero la miraba con la veneración que se siente ante a una virgen.
-Hoy puede llevarse a su hija -dijo la profesora.
-¡Qué satisfacción más grande me proporciona! Me la llevaré a Condove y la traeré mañana temprano -contestó el jardinero. ¡Figúrese si no me la he de llevar!.
La chica se fue a vestir, que había vuelto con una capita y un gorrito, entrelazó gustosamente su brazo con el del padre.. ¡Despuués de tres años que no la veo! – insistió el jardinero-. ¡Y ahora que habla!... A Condove me la llevo enseguida. Pero antes quiero dar una vuelta po Turín, con mi mudita del brazo, para que todos la vean, y llevarla a que la oigan mis cuatro conocidos. ¡Ah! ¡Hermoso día! ¡Asto se llama consuelo! ¡Venga acá ese brazo, Luisa mía!
La muchacha, que había retornado con una manteleta y una cofia, dio el brazo a su padre.
-¡Y Gracias a todos -dijo éste desde la puerta-. ¡Gracias a todos con toda mi alma! Volveré a expresarle de nuevo mi profundo reconocimiento a todos.
Se quedó un momento pensativo; luego se desligó bruscamente de su hija, volvió, rebuscando en el bolsillo del chaleco, y exclamó furioso:
-Aunque pues soy un pobre hombre, aquí dejo veinte liras para el colegio, un hermoso y nuevo marengo de oro.
Y, dando un golpe sobre la mesa, dejó en ella el dinero.
-No, no, de ninguna manera, buen hombre -dijo conmovida la profesora-. Recoja su dinero. Yo no puedo aceptarlo. Ya vendrá cuando esté el Director, aunque es seguro que tampoco aceptará él nada. Le ha costado muchos sudores ganarlo. Le quedamos, de todas formas, muy agradecidos.
-¡No, yo lo dejo! -repitió el jardinero-, y luego... ya veremos.
Pero la profesora le puso la moneda en el bolsillo sin darle tiempo de rechazarla.
El se resignó, moviendo la cabeza; luego, tras enviar un beso al aire a la profesora y otro a Catalina, volvió a coger del brazo a su hija y salió rápidamente, diciendo:
-¡Ven, ven con tu padre, hija mía. ¡Pobre mudita mía, mi tesoro!
La hija le correspondió, diciendo con su profunda voz gruesa:
-¡Oh. Qué sol tan her-mo-so!
CORAZÓN
No hay comentarios:
Publicar un comentario