jueves, diciembre 20, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)


Marzo

El chiquitin muerto

Lunes, 13


El que vivía en el patio de la verdulera, que pertenece a la sección primera superior, compañero de mi hermanito, ha muerto. La maestra Delcato se presentó muy afligida el sábado por la tarde llena de aflicción para comunicar a mi maestro la triste noticia, e inmediatamente se ofrecieron Garrón y Coreta para llevar el ataúd.

Era un excelente muchachito que la semana última se había ganado la medalla. Quería mucho a mi hermanito y, como prueba de su amistad, le regaló una hucha rota; mi madre le acariciaba siempre que lo encontraba. Llevaba una gorra con dos listas de paño rojo. Su padre es mozo de estación.

Ayer tarde, domingo, fuimos a las cuatro y media a su casa para acompañarle hasta la iglesia. Viven en la planta baja. En el patio había ya muchos chicos de primero superior con sus madres y velas en las manos, cinco o seis maestras con cirios y algunos vecinos.

La maestra de la pluma roja y la señora Delcato entraron en la vivienda, y las veíamos llorar por una ventana abierta; también se oían los fuertes sollozos de la afligida madre del niño. Dos señoras, madres de compañeros del muerto, habían llevado guirnaldas de flores.

A las cinco en punto, en cuanto llegó el sacerdote, se puso en marcha la comitiva. Iba delante un muchacho, que llevaba la cruz parroquial, detrás el sacerdote y a continuación el ataúd, una caja pequeña, ¡pobre niño!, cubierta de un paño negro encima, y sujetas alrededor las guirnaldas de flores de las dos señoras. En una parte del paño negro habían prendido la medalla y tres menciones honoríficas que el pequeño se había ganado durante aquel año.

Llevaban el ataúd Garrón, Coreta y dos muchachos de la vecindad. Detrás iban, primeramente, la señora Delcato, que lloraba como si el muerto hubiese sido hijo suyo y a continuación las otras maestras; detrás de éstas, los muchachos, algunos muy pequeños, con ramilletes de violetas en una mano, que miraban el féretro con cierto estupor, dando la otra a sus respectivas madres, que llevaban las velas por ellos.

Oí a uno de ellos, que decía:

-¿Y ahora ya no vendrá más a la escuela?

Cuando el féretro salió del patio, por la ventana se oyó un grito desesperado, lanzado por la madre del niño difunto; pero en seguida la hicieron retirar al interior.

Ya en la calle, encontramos a los muchachos de un colegio, que iban en fila de a dos en dos, y viendo el ataúd con la medalla y acompañado por las maestras, se quitaron todos sus gorras.

¡Pobre chiquitin! ¡Se fue a dormir al cielo para siempre, durmiendo su cuerpecito con su medalla en las entrañas de la tierra! Ya no lo volveremos a ver con su gorro encarnado. Estaba bien, y falleció a los cuatro días de caer malo. El último día todavía quiso levantarse para hacer su trabajito degramática, y se empeñó en tener la medalla sobre su cama, por miedo que se la quitaran. ¡Nadie te la quitará ya, pobre pequeño! ¡Adiós, adiós! Siempre nos acordaremos de ti en el grupo Bareti. ¡Descansa en paz, angelito!




La víspera del día 14 de marzo




La jornada de hoy ha sido bastante más alegre que la de ayer. ¡Trece de marzo! Víspera de la distribución de premios en el teatro Víctor Manuel, la grande y hermosa fiesta de todos los años. Pero esta vez presente no se designan al azar los alumnos que han de subir al escenario para presentar los diplomas de los premios a los señores encargados de entregarlos.

El Director vino esta mañana poco antes de la hora de salida, y empezó diciendo:

-Muchachos, tengo que daros una buena noticia-. Luego añadió en seguida: -¡Coraci! -

El calabrés se puso inmediatamente de pie-. ¿Quieres ser uno -le preguntó- de los que mañana entreguen en el teatro los diplomas a las autoridades?

El calabrés dijo que sí y el Director contestó:

-Está bien; así habrá un representante de Calabria. Os aseguro que será un acto digno de verse. Este año ha querido el Ayuntamiento que diez o doce muchachos de las diversas regiones de Italia, designados en los distintos centros docentes de la ciudad públicas, se encarguen de presentar los premios. Contamos actualmente en Turín con veinte secciones escolares y cinco anejos, que frecuentan siete mil alumnos, y entre tan gran número no ha costado mucho trabajo encontrar un muchacho por cada región italiana. En el grupo «Torcuato Taso» se hallaban dos representantes de las islas: un sardo y un siciliano; la escuela Buoncompagni proveyó un chico florentino, hijo de un ebanista; escultor de madera; hay un romano de la misma Roma en el grupo «Tomaseo»; se encontraron fácilmente vénetos, lombardos y romañas; el grupo «Monviso» da un napolitano, hijo de un militar; nosotros designamos a un genovés y a un calabrés; éste eres tú, Coraci. Con el piamontés, habrá doce.

¿No os parece que la idea es acertada? Serán hermanos vuestros de todas las regiones italianas los que os den los premios. Mirad, se presentarán los doce a la vez en el escenario. No dejéis de saludarlos con nutridos aplausos. Es verdad que son unos chicos como vosotros, pero representan a sus respectivas regiones como si fueran ya personas mayores. Una pequeña bandera tricolor simboliza a Italia lo mismo que una grande, ¿no es verdasd? Aplaudidlos, pues, calurosamente para demostrar que vuestros corazones infantiles saben sentir gran amor y que vuestras almas de diez años se exaltan ante la santa imagen de la Patria.

Dicho esto, se fue, y el maestro dijo, sonriéndose:

-De manera que tú, Coraci, eres el designado por Calabria.

Todos aplaudimos entonces, sin parar de reírnos, y cuando estuvimos en la calle, rodeamos a Coraci; algunos le cogieron por las piernas, lo alzaron y lo llevaron como en triunfo, gritando:

-¡Viva el diputado de Calabria!

Era; naturalmente, una broma, pero sin ningún sabor a escarnio, sino todo lo contrario, para demostrarle afecto, pues es un chico al que todos queremos; y él se sonreía de satisfacción.

Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontraron con un señor de barba begra, que también se echó a reír. Al decir el calabrés que era su padre, los otros le dejaron a su lado y se esparcieron en todas direcciones.



Marzo

Distribución de premios

Martes, 14



El amplio teatro estaba ya completamente lleno a eso de las dos. El patio de butacas, las plateas, los palcos, el escenario, estaban ocupados por entero, viéndose millares de caras de muchachos, señoras, maestros, obreros, mujeres del pueblo y hombres. Era como un mar de cabezas que se movían, un continuo vaivén de lazos y rizos, percibiéndose un murmullo denso y alegre que producía mucho gozo al alma.

El teatro aparecía adornado con colgaduras de paño rojo, blanco y verde. En el patio de butacas habían puesto dos escaleras, una a la derecha, por donde debían subir al escenario los premiados, y otra a la izquierda, por donde deberían bajar después de recibir el premio. Delante, en el escenario, había una fila de sillones rojos, y del respaldo del que ocupaba el centro pendía una pequeña corona de laurel; el fondo del escenario era un bosque de banderas; a un lado había una mesita con tapete verde con todos los premios enrollados y atados con cintas de seda tricolores. La banda de música ocupaba una platea cerca del escenario. Los maestros y las maestras llenaban la mitad de la primera galería, que les había sido reservada; los bancos y los corredores estaban atestados de centenares de chicos cantores con los papeles de música en las manos. Por el fondo y por los lados iban y venían maestros y maestras que ponían en las primeras filas a los designados para recibir los premios, y por todas partes había padres y madres que daban el último toque a las cabezas y a las corbatas de sus hijos y no dejaban de mirarlos.

En cuanto entré con mi familia en el palco que nos correspondía, vi en otro de enfrente a la maestrita de la pluma roja, con sus graciosos hoyuelos, que se reía, y con ella a la maestra de mi hermano, así como a la «monjita», vestida de negro, y mi maestra de primero superior; pero la pobre estaba tan pálida ¡pobrecilla! tosía tan fuerte, que se le oía desde todas partes. En el patio de butacas distinguí en seguida la simpática cara de Garrón y la pequeña cabeza rubia de Nelle, que estaba muy pegado a él. Algo más allá vi a Garofi, con su nariz de lechuza, que se afanaba para recoger listas impresas de los que iban a recibir el premio, y ya tenía un buen fajo de ellas, seguramente para alguno de sus negocios... Mañana lo sabremos.

Cerca de la puerta se hallaba el vendedor de leña juntamente con su mujer vestidos de fiesta, al lado de su hijo que con no pequeño asombro mío no llevaba la gorra de piel de gato ni el jersey color chocolate, sino estaba trajeado como un señorito. En una galería vi unos instantes a Votino, con su gran cuello bordado, pero en seguida desapareció. En un palco de proscenio, lleno de gente, estaba el capitán de Artillería, padre de Roberto, el de las muletas.

Al dar las dos, empezó a tocar la banda de música y al mismo tiempo subieron por la escalera de la derecha el señor Alcalde, el Gobernador, el Secretario, el Inspector y muchos otros señores, todos vestidos de negro, que tomaron asiento en los sillones rojos colocados en la parte delantera del escenario.

Cuando la banda cesó de tocar, se adelantó el director de canto de las escuelas con la batuta en la mano. A una señal suya todos los chicos del patio de butacas se pusieron de pie, y a otra, empezaron a cantar. Eran setecientos los que interpretaban una bellísima canción. ¡Qué gusto daba oír aquel inmenso coro! Todos escuchaban inmóviles. Era un canto dulce, de voces claras, tan lento como uno de iglesia. Cuando callaron, todos aplaudieron y luego guardaron completo silencio.

Iba a comenzar la distribución de premios. Mi maestro de la sección segunda ya se había adelantado, con su cabeza rubia y sus avispados ojos, por ser el encargado de leer los nombres de los premiados. Se esperaba que entrasen los doce chicos designados para ir dando los diplomas. Los periódicos ya habían anunciado que serían muchachos de todas las regiones italianas. Todos lo sabían y los esperaban, mirando con curiosidad hacia la parte por donde debían hacer su aparición. También guardaban silencio el señor Alcalde y demás señores de los sillones rojos.

De repente aparecieron contentos y sonrientes los doce, que subieron rápidamente al escenario, donde se situaron en correcta formación. Las tres mil personas que llenaban el teatro se pusieron de pie súbitamente, oyéndose un estruendoso aplauso. Los chicos permanecieron unos instantes como aturdidos.

-¡Ahí tenéis a Italia! -dijo una voz desde el escenario.

En seguida reconocí a Coraci, el calabrés, vestido de negro, como siempre. Un señor del Ayuntamiento, que estaba con nosotros y conocía a todos, le iba diciendo a mi madre:

-Aquel pequeño rubio es el representante de Venecia. El romano es el otro alto y con el pelo rizado.

Había dos o tres bien trajeados de señoritos; los demás eran hijos de obreros, aunque todos estaban limpios y aseados. El florentino, que era el más pequeño, llevaba una faja azul en la cintura. Pasaron todos por delante del señor Alcalde, que fue besándolos en la frente uno a uno, mientras que un señor sentado junto a él le decía por lo bajo y sonriendo los nombres de las ciudades:

-Florencia, Nápoles, Bolonia, Palermo...- y el teatro aplaudía conforme iban pasando. Luego todos ellos se acercaron a la mesita verde para tomar los diplomas. El maestro empezó a leer la lista, mencionando los grupos escolares, las secciones y las clases a que pertenecían, así como los nombres de los premiados, y éstos comenzaron a subir, según los iban nombrando, al escenario.

Apenas habían subido los primeros cuando empezó a oírse por detrás del escenario una suave música de violines, que no cesó mientras desfilaban los agraciados. Era una melodía grata al oído, que parecía un murmullo de muchas voces en sordina, las de las madres, maestros y maestras, como si todos a una les diesen consejos, rezasen por ellos o les hicieran amorosas reconvenciones. Entretanto, los premiados desfilaban uno a uno por delante de los señores sentados en los sillones rojos, que les iban entregando los diplomas, diciendo a cada uno unas palabritas o haciéndoles una caricia. Los muchachos de las butacas y de las galerías aplaudían cada vez que pasaba alguno muy pequeño o más pobremente vestido. Había algunos de primero superior que, una vez en el escenario, se confundían y no sabían hacia dónde tenían que dirigirse, provocando una risa general. Pasó uno que apenas tendría tres palmos de alto, con un gran lazo color de rosa en la espalda, que a duras penas podía andar, el cual tropezó en la alfombra y cayó; el Gobernador le levantó y fue motivo de risa y de aplausos. Otro se resbaló por la escalerilla, yendo a parar al patio de butacas; aunque se oyeron gritos de alarma, no se hizo daño alguno. Fueron desfilando chicos de toda clase, caritas de galopines, semblantes asustados, algunos tan encarnados como la grana, chiquitines graciosos que a todos sonreían, y en cuanto volvían a donde estaban sus padres, las mamás los cogían y se los llevaban.

Cuando tocó la vez a nuestro grupo, ¡entonces sí que me divertí! Pasaban muchos a los que conocía. Entre ellos Coreta, vestido de nuevo de pies a cabeza, con su risueño y alegre semblante, enseñando sus blancos dientes, y sin embargo, nadie podía saber los quintales de leña que habría llevado a sus espaldas por la mañana. Al entregarle el diploma, el señor Alcalde le preguntó qué era una señal roja que tenía en la frente, manteniendo entretanto una mano sobre su hombro. Yo busqué con la vista a su padre y a su madre por el patio de butacas, y observé que se reían, tapándose la boca con una mano.

Luego pasó Deroso, luciendo un bonito traje azul con botones dorados que brillaban mucho y sus dorados rizos, esbelto, decidido, con la frente alta, tan simpático como siempre; de buena gana le habría dado un abrazo; los señores le decían algo y le daban la mano.

El maestro gritó después:

-¡Julio Robeto!

Vimos avanzar al hijo del capitán de Artillería, apoyándose en sus muletas. Cientos de muchachos conocían el hecho heroico y al momento corrió la noticia por el inmenso salón estallando una salva de aplausos y de vítores que hizo temblar las paredes; los hombres se pusieron de pie, las señoras empezaron a agitar sus pañuelos, y Robeto se detuvo en medio del escenario aturdido y tembloroso... El señor Alcalde, le puso junto a sí, le entregó el premio, le dio un beso, y, sacando del respaldo del sillón la coronita de laurel, se la puso en la almohadilla de la muleta. Después lo acompañó hasta el palco del proscenio donde estaba el capitán, su padre, quien lo tomó y subió en vilo al interior, en medio de vítores y aclamaciones. Entretanto continuaba la suave y grata música de los violines y seguían desfilando los chicos premiados:

Los del grupo de la Consolado, en su mayoría hijos de comerciantes; los del grupo de hijos de trabajadores; los del grupo de «Buoncompagni», muchos de ellos hijos de agricultores; los de la escuela «Raniero», que fue la última.

En cuanto terminó el reparto de premios, los setecientos chicos de las butacas entonaron una canción muy bonita; después habló el señor Alcalde y a continuación el Secretario, que terminó diciendo:

-...No salgáis de aquí, queridos niños, sin antes enviar un saludo a quienes tanto se afanan por vosotros, a los que os dedican todas las energías de su inteligencia y de su corazón, y que viven y mueren por vosotros..¡Helos allí!

Y señaló la galería de los maestros.

Entonces se levantaron todos los chicos que había en el teatro y tendieron los brazos hacia las maestras y los maestros, que contestaron moviendo las manos, los sombreros y los pañuelos, de pie y visiblemente emocionados.
Por último tocó otra vez la banda de música y el público dedicó un postrero y estruendoso aplauso a los chicos representantes de las regiones italianas, que se presentaron en el escenario en fila y con los brazos entrelazados, bajo una lluvia de ramos de flores.


Marzo

Litigio

Lunes, 20



Sin embargo no es posible asegurar que no ha sido la envidia por haber recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa que esta mañana he tenido con Coreta. No ha sido por envidia, pero reconozco que he obrado mal, ¡si hice mal!.

El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito con el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije una palabrota. El me contestó sonriendo:

-No lo he hecho adrede.

Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin embargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Este se siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego, para vengarme, le di un empujón que le estropeó la plana. Entonces, montando en cólera, me dijo:

-¡Tú sí que lo has hecho aposta! -Y levantó la mano, que retiró de inmediato porque le observaba el maestro. Pero añadió en voz baja-: ¡Te espero afuera!

Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia y sentí verdadero arrepentímiento en mi interior.

No; ciertamente no podía haberlo hecho Coreta con mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su madre enferma y la alegría con que después le recibí en mi casa y la buena impresión que había causado a mi padre. ¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella palabrota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acordé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonzaba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la malla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mucha leña que había tenido que transportar, notaba que me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»; pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la garganta. El también me miraba de reojo, de vez en cuando, y me parecía que estaba más apesadumbrado que enfadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para darle a entender que no le tenía miedo. El me repitió:

-Nos veremos las caras cuando salgamos.

-Sí, nos las veremos -le contesté.

Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelearte». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectivamente, defenderme, pero sin pelearme a golpes y puñetazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbrado, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.

Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. El se me acercó, yo levanté la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo amablemente y apartándome la regla:

-No, Enrique; seamos tan amigos como antes.

Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empujado por la espalda, me encontré entre sus brazos. El magnífico compañero me dio un abrazo y beso me dijo:

-Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?

-Sí, tienes razón -le respondí.

¡Nunca jamás!¡ Nunca jamás! Y nos separamos contentos.

Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, creyendo que le agradaría, le sentó muy mal y me replicó:

-Tú debías haber sido el primero en tenderle la mano, puesto que habías faltado. -Luego añadió-: ¡No debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un antiguo soldado!

Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la arrojó contra la pared.


Marzo

Mi hermana

Viernes, 24


¿Por qué, Enrique, después de afearte nuestro padre tu mal comportamiento con Coreta, has sido tan descortés conmigo? No puedes figurarte lo mucho que me ha dolido. ¿No sabes que cuando eras pequeñín pasaba horas y horas enteras junto a tu cuna en lugar de ir a jugar con mis amigas y que cuando estabas enfermo saltaba todas las noches de la cama para ver si tenías fiebre? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que, si sobre nosotros se abatiera una tremenda desgracia, te haría de madre y te querría como a un hijo? ¿No sabes que, cuando nuestro padre y nuestra madre ya no existan, seré yo tu mejor amiga, la única con quien podrás hablar de nuestros difuntos y de tu infancia, y que si fuese preciso trabajaría para sostenerte y proveer a tus estudios, y que te querré aun cuando seas mayor, que te seguiré con el pensamiento cuando te encuentres lejos, siempre, porque hemos crecido juntos y tenemos la misma sangre? ¡Oh, Enrique! Ten por cierto que si cuando seas hombre te sucede alguna desgracia y, encontrándote solo, vinieras a decirme: «Silvia, hermana mía, déjame estar contigo; hablemos de cuando éramos dichosos, ¿te acuerdas? Hablemos de nuestra madre, de nuestra casa, de aquellos venturosos días tan lejanos», entonces, Enrique, encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos.

Sí, querido Enrique, y perdóname el reproche que ahora te expreso. No me acordaré de ninguna mala pasada tuya y, aunque me des otros disgustos, siempre serás mi hermano; sólo me acordaré de que te tuve en brazos cuando eras pequeñín, de haber querido contigo a nuestro padre y a nuestra madre, de haberte visto crecer, de haber sido tu más fiel compañera durante tantos años. Pero escríbeme siquiera una palabra cariñosa en este cuaderno para que pueda leerla antes del anochecer. Entretanto, para demostrarte que no estoy enojada contigo, viendo que ayer estabas cansado, he copiado por ti el cuento mensual, Sangre romañola, que tú debías copiar para el albañilito, que está enfermo; búscalo en el cajoncito de la izquierda de tu mesa; lo escribí anoche mientras dormías. Por favor, Enrique, escríbeme una palabra cariñosa.


TU HERMANA SILVIA


No soy digno de besar tus plantas.

ENRIQUE

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