jueves, septiembre 27, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

CUENTO MENSUAL

El pequeño vigía lombardo

Sábado, 26


En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino, ganada por los franceses y los italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana del mes de junio, iba un pequeño escuadrón de caballería de Saluzo por estrecha senda solitaria hacia las posiciones enemigas, explorando el campo atentamente el terreno.

Mandaban el escuadrón un oficial y un sargento; todos miraban a lo lejos, delante de sí, con los ojos fijos y silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento a otro, entre los árboles, y las divisiones los uniformes militares de las avanzadas enemigas.

Llegaron así a una casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho de cómo unos doce años, que descortezaba una gruesa ramita con una navaja para hacerse un bastoncito; en una de las ventanas de la casa tremolaba al viento una bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, después de izar la bandera, habían desaparecido por miedo a los austríacos.

En cuanto el chico divisó la caballería, tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un guapo muchacho, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y se le veía el desnudo pecho.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial, parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia?

-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy huérfano. Trabajo algo de servicios para todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

-¿Has visto pasar a los austríacos?

-No, desde hace tres días.

El oficial se quedó pensativo; después se apeó del caballo, y, dejando a los soldados allí, frente al enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado... La casa era baja y desde el tejado sólo se abarcaba una pequeña extensión de terreno. «Es menester subir sobre los árboles», dijo para sí el oficial; y bajó.

Precisamente delante de la era había un fresno muy alto y flexible, cuya cumbre casi se mecía en el azul del cielo en las nubes.

El oficial permaneció un instante indeciso, mirando ya al árbol, ya a los soldados; después de pronto preguntó, al muchacho:

-¿Tienes buena vista, chico?

-¿Yo? -respondió el muchacho-. Le aseguro que veo un gorrioncillo a una legua de distancia.

-¿Sabrías subir a lo alto de aquel árbol?

-¿Dice usted a la cima de aquel árbol yo? En medio minuto estoy arriba.

-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austríacos nubes de polvo por esa parte, fusiles que relucen, caballos...?

-¡De seguro que sí sabré!

-¿Qué quieres por prestarme este servicio?

-¿A mí? ¡Qué ocurrencia! -¿ Qué quiero? -dijo el muchacho, sonriéndo-. ¡Nada, naturalmente! ¡Faltaría más! Y después Si fuese por los alemanes, ¡ni hablar!; pero se trata de los nuestros, ¡Si yo soy lombardo!.

-Bueno. Subete, pues.

-Espere que me quite los zapatosd.

Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, tiró la gorra a unas matas de hierba y se abrazó al tronco del fresno.

-Pero oye mira... -exclamó el oficial con ánimo de detenerlo como sobrecogido por repentino temor.

El muchacho se volvió hacia él, mirándole con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.

-Nada, nada -dijo el oficial-. Sube.

El muchacho se encaramó como un gato.

-Vosotros -¡Mirad delante de vosotros! Grito el oficial a los soldados- mirad hacia adelante.

En un santiamén estuvo el chiquillo en lo más alto del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero dejando al descubierto su pecho; dábale el sol en la rubia cabeza, que brillaba como el oro. El oficial apenas le veía, por lo pequeño que resultaba a aquella altura.

-Mira hacia el frente y nuy lejos -díjole el militar.

El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha del árbol y se la puso sobre la frente a manera de pantalla.

-¿Qué ves? -preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia él y, haciendo bocina con una mano, respondió:

-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

-¿A qué distancia de aquí?

-Sobre media legua.

-¿Se mueven?

-Están parados.

-¿Qué otra cosa ves? -le volvió a preguntar el oficial tras un momento de silencio-. ¡Mira hacia la derecha!

El chico volvió la vista hacia el lado indicado, y luego dijo:

-Cerca del cementerio, entre los árboles, se ve relucir algo que brilla. Parecen bayonetas- declaró el pequeño

-¿Ves gente?

-No, señor. Se habrán escondido en los sembrados.

En aquel momento un silbido de bala muy agudo se oyó por el aire, yendo a perderse lejos, detrás de la casa.

-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo..

-Yo no tengo miedo- respondió el valiente muchacho.

-¡Baja!... -repitió el oficial-. ¿Qué más ves ala izquierda?

-¿A la izquierda?

-Sí, a la izquierda.

El chico volvió la cabeza hacia la izquierda; en aquel instante otro silbido más agudo y más bajo que el primero cortó el aire. El muchacho se oculto todo lo que pudo.

-¡Vaya- -exclamó-. ¡La han tomado conmigo! -La bala le había pasado muy cerca.

-¡Abajo! -gritó el oficial con energía y furioso.

-Bajo en seguida bajo -respondió el chico-; pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?

-A la izquierda -repuso el oficial-; ¡pero bájate!

-A la izquierda -gritó el niño inclinando el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver...

Un tercer silbido rabioso pasó por lo alto, y casi al instante se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose un segundo en el tronco y en las ramas, para luego caer al suelo de cabeza con los brazos abiertos.

-¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo en su ayuda.

El chico había caído de espaldas, quedando tendido con los brazos abiertos, hacia boca arriba; un arroyo de sangre le salía del pecho por la parte izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había penetrado en el pulmón izquierdo.

-¡Está muerto! -exclamó el oficial.

-No, ¡vive! -replicó el sargento.

-Ah, ¡pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Animo, ánimo!
Pero mientras decía «ánimo» y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho giró los ojos e inclinó la cabeza: había muerto.

El oficial palideció y estuvo contemplándole unos instantes; luego lo acomodó poniéndole la cabeza sobre la hierba; se levantó y permaneció un momento mirándole. También le miraban, inmóviles, el sargento y los dos soldados; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.

-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el niño muerto, dejándole la cara al descubierto. El sargento colocó junto al muerto los zapatos, la gorra, el bastoncito y el cuchillo.
Aún permanecieron un momento silenciosos; después el oficial se dirigió al sargento y le dijo:

-Mandaremos que venga a recoger la ambulancia; ha muerto como soldado, y justo es que como a tal le demos enterrarlo.

-Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:

-¡A caballo!

Todos se aseguraron en las sillas, reuniose la sección y volvió reuniéndose el escuadrón, y reanudaron emprender su marcha.

Pocas horas después se rindieron los honores de guerra al valiente muchacho.
Al ponerse el sol, toda la línea de la vanguardia italiana avanzaba hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana el escuadrón de caballería marchaba en dos filas un batallón de «bersalleros», el cual pocos días antes había regado, valerosamente, de sangre la colina de San Martino.

La noticia de la muerte del muchacho se había corrido ya entre aquellos soldados antes de que dejaran sus campamentos. El sendero del camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a poca distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el cadáver del pequeño tendido a los pies del fresno y cubierto por la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos cogió en la orilla del arroyo, que estaba muy florecida, arrancó un puñado de flores y se las esparció por encima del cuerpo.

A continuación, conforme iban pasando todos los «bersalleros» cogían flores que arrojaban sobre el muerto; así es que en pocos minutos estuvo cubierto el muchacho de flores silvestres, y tanto los oficiales como los soldados le saludaban al pasar, diciendo saledos al pasar:

-¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Para ti, rubio! ¡Viva el héroe! ¡Loor a ti! ¡Adiós, precioso, Bendito seas! ¡Adiós!

Un oficial le puso la medalla al mérito su cruz roja, otro le besó en la frente. Y continuaban lloviendo las flores sobre sus desnudos pies, sobre el ensangrentado pecho y sobre la rubia cabeza. El parecía dormido sobre la hierba, envuelto en su bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si se oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su Lombardía.


Noviembre

Los pobres

Martes, 29



Dar la vida por la patria, como el muchacho lombardo, es una gran virtud; pero no olvides tú, hijo mío, no descuides otras virtudes menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una pobre que tenía en sus rodillas a un niño extenuado y pálido, que te pidió una limosna. La miraste y no le diste nada, aunque llevabas dinero en el bolsillo.

Mira, hijo mío, no te acostumbres a pasar con indiferencia delante la miseria que tiende la mano, y mucho menos por delante de una madre que implora imosna para su hijo.

Piensa en que quizá aquel niño tuviera hambre; piensa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate el desesperado sollozo que sufriría tu madre si un día tuviese obligada a decirte:

«Enrique, hoy no puedo darte ni un pedazo de pan.» o Cuando doy diez céntimos a un pobre y éste me dice:

«Que Dios se lo pague y les dé mucha salud a usted y a los suyos», no puedes comprender la dulzura que experimenta mi corazón ante tales palabras y lo agradecida que le quedo al menesteroso. Me parece que con semejante augurio voy a poder conservaros con buena salud durante mucho tiempo; vuelvo a casa contenta y pienso: «¡ Oh, aquel pobre me ha dado bastante más de lo que yo le he entregado!»


Pues bien, haz que pueda oír alguna vez ese augurio provocado y merecido por ti; prívate de algo o saca de vez en haz tú por oír aguna vez buenoa auguriosanálogicos provocados, merecidos por ti; cuando saca unas monedas de tu bolsillo para ponerlo en la mano del viejo sin protección, de una madre sin pan, de un niño sin madre.

A los pobres les gusta la limosna de los niños porque no los humilla y porque se parecen a ellos al tener necesidad de otros. Por eso suele haber pobres en la puerta de las escuelas.

La limosna de un hombre es acto de caridad; pero la de un niño, además de caridad, es también como una caricia, ¿comprendes? Es como si de su mano se desprendiesen al mismo tiempo una moneda y una flor.

Piensa que a ti nada te falta, y que a ellos les falta todo; que mientras tú anhelas ser feliz, ellos con vivir se contentan con poder seguir viviendo.

Piensa que es un horror social que en medio de tantos palacios, por las mismas calles que pasan lujosos carruajes y niños elegantemente vestidos de terciopelos, haya mujeres y niños que no tienen qué comer.

¡No tener qué comer horror, Dios mío, que chicos como tú, tan buenos e inteligentes como tú, viviendo en populosas ciudades, no tengan qué llevarse a la boca y arrastren una existencia infrahumana, parecida a las fieras perdidas en un desierto! ¡Oh, Enrique No pases nunca más por delante de una madre que pide limosna sin dejarlev socorro en su mano una moneda!

TU PADRE"


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