sábado, septiembre 15, 2007

César Ángeles L.(Los monstruos (¿y las máquinas?) no lloran)

12 de julio del 2002

Mecánica de los sentimientos en tres películas contemporáneas

César Ángeles L.

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En primer lugar, debiéramos ponernos de acuerdo sobre el concepto de «monstruos» o «monstruoso». Lo uso ahora de forma bastante personal y libre, en realidad. Pienso que todo aquello que subvierta nuestra visión establecida y convencional de la realidad, posee características monstruosas. A la vez, sin embargo, eso que subvierte debe impresionarnos de alguna manera intensa para estar seguros de hallarnos cara a cara con cierta presencia o fenómeno extra-ordinario, que nos impacta vivamente por escapar a los parámetros tradicionales de la lógica que de común nos gobierna. Es así, pues, que no sólo considero monstruo aquello que provoca miedo, horror. En una película como «Eduardo, manos de tijera» (Edward Scissorhands, del director Tim Burton, 1990), Johnny Depp encarna a un ser con figura humana, hecho por un científico que muere antes de poder concluir su obra, abandonándolo para siempre con dos grandes tijeras colocadas provisionalmente como manos. Ello ocurre en una vieja mansión, en lo alto de una colina, vecina a un pueblo norteamericano de clase media ambientado en la estética coloreada y feliz de los 50. Es una versión particular del Frankenstein que todos conocemos. Sin embargo, el humor y la ironía que recorren la película le dan un carácter especial. Eduardo, manos de tijera, tiene una vestimenta y apariencia que evocan la estética punk de los 80: ropa negra de cuero, pelos hacia arriba, palidez extrema, ojeras, cadenas, clavos. Este personaje es adoptado casualmente por una familia del poblado, surgiendo un romance con la hija (Winona Ryder). En general, los vecinos, hipócritas y egoístas, van haciéndolo parte de su fauna, ya que Eduardo desempeña diversos oficios (peluquero, jardinero...) para ellos. Mas todo cambia cuando una vecina despechada por Eduardo y un enamorado celoso empiezan a complotar contra él, y es entonces que el rebelde Eduardo recupera, sin proponérselo, su dimensión de monstruo aterrando al vecindario y siendo perseguido por la policía. La doble moral, tan característica de la sociedad norteamericana, que quiere lo que no la toca o altera, y combate lo que la pone en cuestión, se evidencia excelentemente en este film. Así, el protagonista —sobrio en los variados matices de sus emociones— sirve de reactivo para que la aparente calma y armonía de este vecindario provinciano muestre su verdadero rostro: el de perro sabueso en pos del cuerpo y la sangre de aquel que no se ha sometido a sus prejuicios y convenciones1. Es así que lo que nos deja esta película es la sensación e idea de que el monstruo, en verdad, está encarnado en esos rostros, gestos y modales —esa ética, esa práctica— aparentemente civilizados, ordenados, más bien cínicos, y aquel que esa sociedad condena no es la criatura sin corazón que se come a la gente, sino más bien una versión contemporánea del romanticismo: cuando Eduardo quiere acariciar o tocar a alguien, termina haciéndole daño con sus manos-tijeras, rasgando la piel en sus objetos de afecto o amor. Este humor en clave gótica, contrastado con la artificialidad del pueblo-provincia, recorre la estructura de todo el film y expresa también, cinematográficamente, la sensibilidad punk y postpunk que a comienzos de los 80 fue una manera original de la contracultura en occidente; sobre todo en el ámbito de la música rock y del pop.

Necronom III, de H.R. Giger (1976)

En la película «Inteligencia artificial» (Artificial Intelligence, 2001, dirigida por Steven Spielberg en base a un antiguo como trunco proyecto cinematográfico del genial y fallecido Stanley Kubrick), una familia del futuro tiene un pequeño hijo gravemente enfermo, desahuciado. En un mundo crecientemente gobernado por máquinas y robots, el esposo decide regalarle a su esposa un niño-robot, fabricado por una empresa (Cybertronics Manufacturing) que tiene en este proyecto su trabajo más osado: hacer un niño que pase por tal, y que sea indistinguible de un ser humano. David es este niño (interpretado por Haley Joel Osment, el fantástico actor de «El Sexto Sentido»). Toda su apariencia es idéntica a un niño humano, y su madre adoptiva sólo debe ir programándolo para obtener de él diferentes reacciones y conductas que aún lo hacen más aparentemente humano. Luego de un primer dramático momento de aceptación-rechazo en la familia, David se queda a vivir allí y va adaptándose a los requerimientos, al punto de que, a pesar de algunos inconvenientes, la madre pasa a demandar su permanencia en el hogar cuando su esposo le ofrece devolverlo a la empresa. El niño-robot se ha ganado su corazón. Pero él carece de uno. Y esto pasa a primer plano cuando el niño real, de forma inesperada, se repone y vuelve, aunque algo lisiado, al seno familiar. Hay una serie de escenas donde David muestra, incluso grotesca, o monstruosamente, su naturaleza robótica. Quizá la mejor de ellas sea cuando el esposo llama a su mujer por teléfono, y al contestar David adquiere la voz de aquél para transmitirle el mensaje a ella, quien pierde paciencia y humor ante este niño tan evidentemente máquina.

Pero la fábula de esta película es aún más compleja2, ya que en esta sociedad hay un enfrentamiento entre robots, que por diversas razones prácticas —pragmáticas— han sido desechados, y bandas de personas que los destruyen en unas ferias de la muerte3 cuya puesta en escena evoca a esas mega competencias con autos y motos realizadas en EEUU para probar quién es el más osado, fuerte y hábil sobre las máquinas. Por eso es que la madre no quiere rechazar inicialmente a David, porque sabe que terminarán destruyéndolo en esas ferias. Sin embargo, una serie de accidentes provocados por los celos del niño-hijo terminan por convencerla de abandonar a David a su suerte en un bosque, advirtiéndole de los peligros que corre. Y es aquí cuando David revela lo que luego irá in crescendo a lo largo de la película: su capacidad de sentir, y su utopía de querer ser un niño de verdad, para que su madre adoptiva lo quiera como quiere a su hijo real. Es, pues, una versión futurista de ese bello cuento del italiano Carlo Collodi, «Pinocho». Al fin, el niño se integra a un grupo de máquinas y robots desechados que también huyen de los cazadores de chatarras; hasta que al final todo el alucinante grupo es capturado, enjaulado (cuándo no) y trasladado a una de esas ferias que destilan salvaje violencia humana por todos lados. Ruidos de motores, luces, voces estridentes y un público ávido de destrucción de esas máquinas que, dicen, amenazan su existencia al convertir a los seres humanos en sujetos prescindibles, conforman un escenario que recuerda una suerte de foro romano donde los leones son el mismo público. Una vez más, el monstruo va revelándose en el alma de ese tipo de sociedad, donde se disfruta al máximo la sed de venganza y masacre, y donde, paradójicamente, el humor, el placer de vivir y la solidaridad se hacen carne (o transistores) en esas máquinas perseguidas, inservibles, huérfanas y parias. No es difícil ver en todo esto una bella alegoría y posición crítica ante la deshumanización que cunde en occidente, y una utopía de amor paradójicamente situada en ese niño-robot que hacia el final de la película busca al hada que, como en el cuento de Pinocho, le dé un corazón tangible, material.

Este mismo amor salvará de morir al protagonista de «Matrix» (The Matrix, dirigida por Andy y Larry Wachowski, 1999), en un mundo gobernado por las máquinas, y luego de haber hecho conciencia de que tal realidad era sólo virtual —una matriz— y que el mundo real era otro de paisaje derruido, terminal, donde las máquinas cultivan embriones humanos para nutrirse de su energía. En esta fantástica como poderosa película, Neo (caracterizado por Keanu Reeves) es captado por un grupo de disidentes a ese mundo virtual y que merced a Morpheus (el líder de este contingente rebelde que habita una nave) vieron realmente cómo eran las cosas. Ellos creen que Neo es el enviado para terminar con este engaño y retomar el gobierno de la vida. Se trata, pues, de otra alegoría, en clave futurista, del poder y dominio de las máquinas sobre la sociedad humana. Cada vez que los disidentes viajan mentalmente a ese mundo virtual deben cuidarse de los «agentes», quienes son la temible fuerza de choque en la matriz4. Lo interesante de esta película es cómo, en medio de la velocidad de las acciones, se dan la mano una serie de temas en torno a la liberación de la mente respecto de diversas ataduras que bloquean la personalidad, su desempeño. Así, para luchar contra las mencionadas fuerzas de la matriz, Neo es preparado por Morpheus mediante una serie de entrenamientos virtuales donde practica técnicas de lucha a partir de la incorporación de programas de ataque y defensa, en diversas variantes. Mas Morpheus le recalca a Neo que la principal arma está en la mente, y es aquí donde radica la ventaja sobre los agentes ya que éstos carecen, como robots virtuales que son, de la capacidad de improvisación innata a las personas. La alegoría de la película es también —como en el caso de otras películas aquí revisadas— humanista, utopista (en el sentido positivo del término: lo posible e imperativo de ser realizado), e insufla en los espectadores más atentos la convicción de que sólo el día en que el ser humano pierda su capacidad de sentir y crear estaremos ante nuestra desaparición. Neo viaja al mundo virtual para rescatar a Morpheus cuando éste cae prisionero de los agentes. Junto con él viaja Trinity, una mujer del equipo; ambos se enfrentan a dichos agentes durante una serie de combates espectaculares debido al uso virtual de técnicas orientales de lucha y a la novedosa gama de efectos especiales empleada para ello. Luego de lograr su cometido, huyen y buscan retornar a la nave, con Morpheus, mediante contactos por teléfonos. Así salen siempre de la virtualidad para volver al mundo real. Mas Neo esta vez no logra hacerlo debido al ataque de un agente. Allí empieza otra secuencia espectacular de lucha entre ambos, hasta que el protagonista es abaleado y muere, virtualmente. En la nave, su cuerpo sangra por la boca porque, como dice Morpheus, la mente ha asumido esa muerte y la vive. Nadie allí puede creerlo, ya que supuestamente Neo era el enviado, el elegido para salvar a todos de la matriz. Cuando su cuerpo empieza a morir, realmente, Trinity le da a conocer, al oído, su amor secreto por él, y este sólo hecho lo hace volver a la vida en el universo virtual y le otorga, más que fuerza o técnica, toda la capacidad para situar su mente donde siempre debió estar: distinguiendo a esa réplicas de hombres —los agentes— y sus balas, y a toda esa realidad, en general, como mera virtualidad, apariencia que no existe. Es así que es capaz de detener, entonces, el curso de cada bala con sólo darse cuenta de su irrealidad5. Y así empieza a vencer, finalmente, a la matriz.

Ese sentimiento de amor auténtico es, una vez más, la fuerza que otorga capacidad de develar las flaquezas de esa realidad virtual que aparecía como invencible. Es casi una metáfora de la lucha entre David y Goliat, siendo que los sentimientos arrojan sus piedras contra el poder de la maquinización. El final de «Matrix», y algunas escenas que tienen relación con el entrenamiento de lucha, adolecen de un perfil muy característico del cine masivo norteamericano: esa mitificación del individuo salvador6. Pero creo que aun así no debe dejarse de lado lo interesante de su fabulación y los aportes de su lograda puesta en escena. Al igual que lo ofrecido por las otras películas revisadas aquí, nos coloca, todo ello, ante una cinematografía que a partir de ciertas claves de la modernidad contemporánea, con elementos de un paisaje gobernado —sobre todo en las metrópolis de occidente— por el amor compulsivo a las llamadas nuevas tecnologías, recrea un mundo donde los sentimientos más hondos y auténticos se disgregan en beneficio de una modernidad vacía, helada, con poco o ningún sentido.


De diferente manera, además, películas como las aquí reseñadas y comentadas nos colocan ante una necesidad tan humana como escasa en estos últimos tiempos: abrazar una meta, una fe, e impregnarlas de lo que es más inherente al hombre (tan inherente como negado, combatido): el sentimiento por la comunidad con el otro, o con los otros; lo que es una manera, quizá balbuceante, de referirnos a la gran necesidad (tan grande como reprimida) de todo tiempo y grupo humano: el amor. La ausencia, acallamiento y deformación de esto es lo verdaderamente monstruoso. ¿O no? Usted tiene la palabra.

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Marzo-abril del 2002.
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Notas
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1 «Los muchachos no lloran» (Boys don’t cry, de Kimberly Peirce, 1999; título que recuerda al excelente tema de The Cure) es otra buena película, también situada en una provincia norteamericana aunque más contemporánea, y que igualmente revela esa doble faz y sed de castigo contra sus individuos disonantes, rebeldes. Aquí se trata de una lesbiana que se hace pasar por un muchacho seductor teniendo éxito entre las mujeres. El cruento castigo a esta «monstruosidad» acaecerá al ser descubierta por quienes hasta entonces eran sus compinches de aventuras.

2 Tanto ésta como la anterior película comentada comparten una semejante estructura narrativa derivada de los cuentos para niños; lo que a la vez que aumenta en ambas su plasticidad , belleza y resonancias semánticas, por la variedad de metáforas y símbolos, les otorga esa peculiar capacidad seductora que tanto bien hace a sus discernimientos críticos.

3 En la línea de tantas películas protagonizadas por «pandillas abominables», como algunas escenas de la mencionada «Los muchachos no lloran».

4 «Robots vestidos de negro como ‘los perros de la calle’ de Tarantino aunque con los poderes especiales del maligno robot de la secuela de Terminator», como los describe Melvin Ledgard en su artículo «Lo criminal y lo virtual/ Sin límites y Matrix» (en Revista de cine La Gran Ilusión, Nº 11, Lima, 1999-2).

5 «Darse cuenta» parece ser lo común entre «Matrix» e «Inteligencia artificial». En ambas películas, los sentimientos han volado de la sociedad. Y es en la primera donde el protagonista, al darse cuenta de que es amado, recobra vida en el mundo virtual y triunfa. En la segunda, y también en «Eduardo, manos de tijera», el espectador se da cuenta de la alienación en la sociedad, del predominio del egoísmo. Se trata de tres películas que promueven, cada una a su manera, la toma de conciencia acerca de la contradicción entre individuo y sociedad, entre frialdad y emoción. Lo más curioso en todo esto es que son «seres artificiales» quienes nos revelan nuestras miserias como seres humanos.

6 Lo que queda muy claro en ese final poco feliz, con resonancias de Superman, aun pudiendo considerarse tal escena como irónica. A lo que cabe agregar esa marca del cine norteamericano, al parecer inevitable, expresada en rasgos de coboyada futurista: el pistoletazo entre buenos y malos. Asimismo, en «Inteligencia artificial», su deslumbrante trabajo de efectos especiales y su sofisticada puesta en escena (acentuada hacia el final de forma manierista) contribuyen en conjunto, sin duda, a diluir la contundencia de la reflexión crítica allí expresada.
Agradecimientos a la Web.

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