Junio
LA DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS
A los artesanos
Domingo, 25
LA DISTRIBUCIÓN DE PREMIOS
A los artesanos
Domingo, 25
Según habíamos convenido, fuimos todos juntos al teatro Víctor Manuel para presenciar la distribución de premios a los alumnos de las clases nocturnas de adultos, obreros en su inmensa mayoría.
El teatro estaba adornado y repleto de gente como el 14 de marzo; pero casi lleno de público lo componían familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alumnas de las escuela de santo coral, que interpretaron un himno en honor de los soldados muertos en Crimea, tan hermoso, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie sin cesar de aplaudir y gritando hasta que vitorearon, de manera que tuvieron que repetirlo.
Inmediatamente, empezaron a desfilar los premiados por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras personalidades, quienes entregaban a los galardonados libretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.
En un rincón del patio vi al albañilito, sentado al lado de su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y detrás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de segundo año.
Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo:
Plateros, escultores, litógrafos, y algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela de comercio; a continuación los del liceo musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, todas `vestidas con sus mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfilaron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales. Era digno de verse el espectáculo qué ofrecían aquellos jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero los hombres, con cierto embarazados. La gente aplaudía tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embargo, ninguno entre los espectadores se reía, al contrario de lo que ocurría el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos y serios.
Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre hacia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y lo señalaban con la mano y riendo fuertemente riendo.
Pasaron labradores y mozos: de la escuela Buoncompagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador entregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con aspecto de un gigante, al que me parecía haber visto otras veces...
Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla, junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué en seguida con la vista a su hijo. ¡El pobre albañilito! miraba a su padre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.
En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba sujetándole la mano. Después del deshollina dor apareció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su premio un barrendero municipal, de la escuela Raniero. Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costado los premios a todos aquellos esforzados trabajadores, padres de familia en gran número, llenos de preocupaciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuántas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan, y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acostumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el rudo trabajo.
Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le colgaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto quedó acallada la risa con los aplausos. Después apareció un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él pasaron soldados de artillería, de los que asistían a clase en nuestro grupo; luego policías municipales y guardias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.
Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual salieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.
En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente. Delante de la puerta del teatro se encontraba el deshollinador con su libro de premio, encuadernado en tela roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban. Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afectuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros. Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Artillería, y mujeres de obreros con niños en brazos que llevaban en sus manecitas el diploma del padre y lo enseñaban con orgullo a la gente.
El teatro estaba adornado y repleto de gente como el 14 de marzo; pero casi lleno de público lo componían familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alumnas de las escuela de santo coral, que interpretaron un himno en honor de los soldados muertos en Crimea, tan hermoso, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie sin cesar de aplaudir y gritando hasta que vitorearon, de manera que tuvieron que repetirlo.
Inmediatamente, empezaron a desfilar los premiados por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras personalidades, quienes entregaban a los galardonados libretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.
En un rincón del patio vi al albañilito, sentado al lado de su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y detrás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de segundo año.
Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo:
Plateros, escultores, litógrafos, y algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela de comercio; a continuación los del liceo musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, todas `vestidas con sus mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfilaron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales. Era digno de verse el espectáculo qué ofrecían aquellos jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero los hombres, con cierto embarazados. La gente aplaudía tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embargo, ninguno entre los espectadores se reía, al contrario de lo que ocurría el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos y serios.
Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre hacia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y lo señalaban con la mano y riendo fuertemente riendo.
Pasaron labradores y mozos: de la escuela Buoncompagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador entregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con aspecto de un gigante, al que me parecía haber visto otras veces...
Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla, junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué en seguida con la vista a su hijo. ¡El pobre albañilito! miraba a su padre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.
En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba sujetándole la mano. Después del deshollina dor apareció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su premio un barrendero municipal, de la escuela Raniero. Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costado los premios a todos aquellos esforzados trabajadores, padres de familia en gran número, llenos de preocupaciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuántas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan, y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acostumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el rudo trabajo.
Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le colgaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto quedó acallada la risa con los aplausos. Después apareció un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él pasaron soldados de artillería, de los que asistían a clase en nuestro grupo; luego policías municipales y guardias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.
Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual salieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.
En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente. Delante de la puerta del teatro se encontraba el deshollinador con su libro de premio, encuadernado en tela roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban. Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afectuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros. Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Artillería, y mujeres de obreros con niños en brazos que llevaban en sus manecitas el diploma del padre y lo enseñaban con orgullo a la gente.
Junio
Mi maestra muerta
Martes, 27
Mi pobre maestra agonizaba mientras nos hallábamos en el teatro Víctor Manuel. murió a las dos días después de haber ido a visitar a mi madre. Ayer por la mañana estuvo el Director en la escuela para darnos la triste noticia.
-Todos los que habéis sido alumnos suyos -nos dijo- sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya no está entre nosotros. Una terrible enfermedad venía consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algunos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno permiso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día. El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio buenos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá ya! Acordaos de ella, queridos niños.
Precusa, que había sido alumno suyo en primero, dobló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.
Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en grupo a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz baja. Estaban el Director y todos los maestros y maestras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con velas. También había muchos de otras clases y unas cincuenta alumnas del grupo Bareti, unas llevando coronas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colocado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fúnebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una inscripción en caracteres negros, que decía: A su maestra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella había otra pequeña, enviada por sus alumnos.
Entre la multitud se veían muchas sirvientas, enviadas por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos. de librea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un alumnito de la difunta, había enviado su carruaje, forrado de seda azul.
Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias chicas se enjugaban las lágrimas.
Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Finalmente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron subir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuertemente y uno comenzó a gritar como si sólo en onces se hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.
La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y lentamente. En primer término iban las Hijas del Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, detrás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos de la primera superior y todos los demás; por último, una multitud de personas. La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, decían:
-Es una maestra.
Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban llorando.
Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave central, delante del altar mayor; las maestras depositaron sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores. La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendidas, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de la oscuridad del templo.
Después que el sacerdote pronunció el último Amén, se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, quedándose sola la maestra.
¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan paciente y con tantos años de servicio!
Ha dejado sus pocos libros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuadernillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo al Director que no dejase ir a los más pequeños al entierro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y ha muerto.
¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que has quedado sola en la oscura iglesia!
¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!
-Todos los que habéis sido alumnos suyos -nos dijo- sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya no está entre nosotros. Una terrible enfermedad venía consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algunos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno permiso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día. El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio buenos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá ya! Acordaos de ella, queridos niños.
Precusa, que había sido alumno suyo en primero, dobló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.
Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en grupo a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz baja. Estaban el Director y todos los maestros y maestras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con velas. También había muchos de otras clases y unas cincuenta alumnas del grupo Bareti, unas llevando coronas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colocado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fúnebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una inscripción en caracteres negros, que decía: A su maestra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella había otra pequeña, enviada por sus alumnos.
Entre la multitud se veían muchas sirvientas, enviadas por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos. de librea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un alumnito de la difunta, había enviado su carruaje, forrado de seda azul.
Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias chicas se enjugaban las lágrimas.
Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Finalmente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron subir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuertemente y uno comenzó a gritar como si sólo en onces se hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.
La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y lentamente. En primer término iban las Hijas del Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, detrás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos de la primera superior y todos los demás; por último, una multitud de personas. La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, decían:
-Es una maestra.
Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban llorando.
Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave central, delante del altar mayor; las maestras depositaron sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores. La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendidas, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de la oscuridad del templo.
Después que el sacerdote pronunció el último Amén, se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, quedándose sola la maestra.
¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan paciente y con tantos años de servicio!
Ha dejado sus pocos libros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuadernillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo al Director que no dejase ir a los más pequeños al entierro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y ha muerto.
¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que has quedado sola en la oscura iglesia!
¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!
Junio
¡Gracias!
Miércoles, 28
Mi pobre maestra ha querido terminar el año escolar, pero se fue cuando sólo faltaban tres días de clase, porque pasado mañana iremos a oír leer el último cuento mensual, Naufragio. Luego... ¡se acabó! El sábado, primero de julio, habrá exámenes.
Ha pasado, pues, otro año de curso, el cuarto. Y de no haber muerto mi maestra, habría pasado felizmente.
Ahora reflexiono en lo que sabía en octubre y lo que sé hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas cosas nuevas en mi mente, logro escribir mejor lo que pienso; podría resolver problemas que muchas personas mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han estimulado y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro, tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas partes, por donde he ido y he visto algo!
En este momento me siento agradecido a todos y doy gracias. Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen maestro, que has sido tan indulgente y afectuoso te has mostrado conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te agradezco a ti Deroso, mi admirable compañero, que con tus explicaciones prontas y amables me has hecho comprender tantas veces cosas difíciles y superar muchos escollos para mí insalvables en los exámenes; a ti, también Estardo, fuerte y valeroso, que me has mostrado que con férrea voluntad de hierro es capaz de todo; a ti, estupendo Garrón, generoso y bueno, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos te tratan; también a vosotros, Precusa y Coreta, que siempre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a vosotros, las doy a todos los demás gracias.
Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre mío, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce madre, amado querido, bendito ángel de mi guarda, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido todas mis amarguras, que has estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acariciándome con una mano la frente e indicándome con la otra señalabas el Cielo.
Yo me hinco mis rrodillas ante vosotros, como cuando era niño, y os doy gracias con toda la ternura que pesistéis en mi alma en doce años de sacrificios y de amor.
Ha pasado, pues, otro año de curso, el cuarto. Y de no haber muerto mi maestra, habría pasado felizmente.
Ahora reflexiono en lo que sabía en octubre y lo que sé hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas cosas nuevas en mi mente, logro escribir mejor lo que pienso; podría resolver problemas que muchas personas mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que leo. Estoy contento... Pero ¡cuántos me han estimulado y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro, tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas partes, por donde he ido y he visto algo!
En este momento me siento agradecido a todos y doy gracias. Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen maestro, que has sido tan indulgente y afectuoso te has mostrado conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te agradezco a ti Deroso, mi admirable compañero, que con tus explicaciones prontas y amables me has hecho comprender tantas veces cosas difíciles y superar muchos escollos para mí insalvables en los exámenes; a ti, también Estardo, fuerte y valeroso, que me has mostrado que con férrea voluntad de hierro es capaz de todo; a ti, estupendo Garrón, generoso y bueno, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos te tratan; también a vosotros, Precusa y Coreta, que siempre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a vosotros, las doy a todos los demás gracias.
Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre mío, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce madre, amado querido, bendito ángel de mi guarda, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido todas mis amarguras, que has estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acariciándome con una mano la frente e indicándome con la otra señalabas el Cielo.
Yo me hinco mis rrodillas ante vosotros, como cuando era niño, y os doy gracias con toda la ternura que pesistéis en mi alma en doce años de sacrificios y de amor.
CORAZÓN
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