jueves, noviembre 01, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

Enero

El maestro suplente


Miércoles, 4

*

Tenía razón mi padre: el maestro estaba de mal humor porque no se encontraba bien; y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, aquel pequeño, sin barbi lampiño que parece poco más que un chiquillo.

Una cosa desagradable sucedió esta mañana. Ya el primero y el segundo día habían hecho ruido en la escuela, porque el suplente tiene una gran paciencia y no se hace más que decir:

«¡Estad quietos y en silencio, os ruego que os calléis!».

Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto se produjo un ruido tan grande, que no se oían sus palabras; y él amonestaba y suplicaba mas no le hacían caso. Dos veces el Director se asomó a la puerta y miró. Pero en cuabto él se iba, crecía el murmullo, como en las plazuelas.

Garrón y Deroso no hacían más que decir por señas a sus compañeros para que se callasen y estuvieran en buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero nadie les hacía caso, inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Estardo, era el único que se estaba quieto, con los codos en el banco y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garofi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las elasticos de los botas.

El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, y los sacudía y hasta puso a uno de rodillas con la cara a la pared. Todo resultaba inútil.

No sabiendo ya qué hacer, ni a qué encomendarse a santo invocar, decíendo:

-¿Pero; por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a regañaros?

Después pegaba y daba fuertes puñetazos en la mesa, gritaba sofocado con voz de rabia y de impotencia:

-¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando.

Franti le tiró una flechilla de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el portero y dijo:

-Señor profesor, le llama el Director.

El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte.

Pero de pronto he aquí que sube Garrón subió al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación:

-¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo las narices, lo juro; ¡aunque sea en presencia de su padre!

Acto seguido, todos en silencio más profundo.

¡Ah!¡Qué gusto daba ver a Garrón echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno por uno a los más descarados y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrón muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión cariñosa, como se lo habría dicho a un hermano:

-¡Muchas gracias, Garrón!



Enero

La bublioteca de Estardo


Viernes, 6


*

He ido a casa de Estardo, que vive enfrente de la escuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gustan.

Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores, muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo:

Libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con láminas. El sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía.

¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vocejón:

-¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro.

Y Estardo entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un perro de caza.

Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo:

«Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle:

-A su disposición.

Se lo dije después a mi padre en casa.

-No lo comprendo: Estardo no tiene talento, carece de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto.

-Porque tiene carácter -respondió mi padre.

Y añadí yo:

-En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento.

-Porque lo estimas -añadió mi padre.


Enero

El hijo del herrero

Lunes, 9


Sí, pero también aprecio a Precusa, y aún me parece poco decir que le aprecio. Precusa, Es el hijo del herrero, el aquel pequeño pálido, de mirada bondadosa grandes y triste, tan tímido, que parece siempre asustado, tan corto que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, no obstante, estudiando incesantemente.

No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le tira sin motivo los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar.

Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado.

-¿Te ha castigado tu padre? -le preguntan los compañeros. Y él dice enseguida:

-No, es verdad, no es verdad ... -responde para no dejar en mal lugar a su padre.

-¿Esta hoja no la has quemado tú? -le dice el maestro, mostrándole el cuaderno medio quemado.

-Sí, señor -responde con voz temblorosa-. He sido yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre.

Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los deberes de la escuela.

Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y no trabaja, por lo que la familia pasa hambre.

¡Cuántas veces va el pobre Precusa va a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Garrón, o una manzana que le lleva la maestrita de la pluma encarnada, que fue profesora, lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primera! Pero él jamás se le la oído decir:

«Tengo hambre; mi padre no me da de comer. »

Su padre va alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al revés. El pobre muchacho tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precusa! El se recose sus cuadernos desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle hacer gimnasia con zapatos que parecen hechos para dos, con pantalones que se le caen de anchos y el chaquetón tan largo, cuyas mangas tiene que remangarse hasta los codos.

Y se empeña en estudiar con ahínco y seguramente sería uno de los primeros si pudiese atender en su casa las faenas escolares con alguna tranquilidad.

Esta mañana se ha presentado en clase con la señal de un arañazo en la cara, y los compañeros le dijeron:

-Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no puedes negarlo, no digas que no.

¡Dicelo al director para que haga que la autoridad le llame!

Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz ahogada por la irritación:

-¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!

Pero después, durante la lección, se le caían las lágrimas sobre el banco, y cuando alguno le miraba, se esforzaba en sonreír para disimular. ¡Es un chico digno de compasión!

¡Pobre Precusa! mañana vendrán a casa Deroso, Coreta y Nelle; yo quisiera que viniese también Precusa para hacerle merendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar por todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fruta para ver contento siquiera una vez a mi buen compañero ¡Pobre Precusa, eres y tan bueno y tan sufrido!.
*

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