Diciembre
Las maestras
Sábado, 17
Las maestras
Sábado, 17
Garofi estaba hoy muy atemorizado, esperando un regaño del maestro; pero el maestro no ha asistido y, como faltaba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tiene dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la escuela Bareti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido. Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:
-Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.
Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni aun aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcato, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con un delantal falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.
-Y es cosa que no se comprende -dice mi madre-: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin gritar y sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.
Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera enseñanza elemental número tres; una joven con la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombrero y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está alegre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta; pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; suplica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, tirándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma roja.
Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre y a su hermano.
-Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.
Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni aun aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcato, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con un delantal falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.
-Y es cosa que no se comprende -dice mi madre-: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin gritar y sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.
Pero hay otra que me gusta mucho: la maestra de primera enseñanza elemental número tres; una joven con la cara sonrosada, que tiene dos lunares muy graciosos en las mejillas, y que lleva una pluma roja en el sombrero y una crucecita amarilla al cuello. Siempre está alegre; y alegre también tiene su clase; sonríe y, cuando grita con aquella voz argentina, parece que canta; pega con la regla en la mesa y da palmadas para imponer silencio; después, cuando salen, corre como una niña detrás de unos y de otros para ponerlos en fila; y a éste le tira del babero, al otro le abrocha el abrigo para que no se resfríe; los sigue hasta la calle para que no se alboroten; suplica a los padres que no les castiguen en casa; lleva pastillas a los que tienen tos; presta su manguito a los que tienen frío, y está continuamente atormentada por los más pequeños, que le hacen caricias y le piden besos, tirándola del velo y del vestido; pero ella se deja acariciar y los besa a todos riendo, y todos los días vuelve a casa despeinada y ronca, jadeante y tan contenta, con sus graciosos lunares y su pluma roja.
Es también maestra de dibujo de las niñas, y sostiene con su trabajo a su madre y a su hermano.
Diciembre
En casa del herido
Domingo, 18
Con la maestra de la pluma encarnada esta el nietecillo del viejo empleado que resultó herido en un ojo por la bola de nieve que lanzara Garofi, está con la maestra de la pluma roja; lo hemos visto hoy en casa de su tío, que lo tiene como a un hijo. Yo había terminado de escribir el cuento mensual para la próxima semana, titulado El pequeño escribiente florentino, que me había dado el maestro a copiar, cuando me ha dicho mi padre:
-Vamos a subir al cuarto piso para 'ver cómo tiene el ojo aquel señor.
Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás de la espalda. A la cabecera se hallaba su mujer, y el nietecillo se encontraba a un lado sin hacer nada, entreteniéndose con unos juguetes.
El viejo tenía un ojo vendado.
Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el médico que dentro de unos días estará curado del todo.
-Fue una desgracia -añadió-. Siento el susto que debió llevarse aquel pobre muchacho.
Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese preciso momento suena la campanilla del timbre.
-Debe ser el médico -dijo la señora.
Se abre la puerta... y ¿qué veo? Al mismísimo Garofi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.
-¿Quién es? -pregunta el enfermo.
-El muchacho que tiró la bola de nieve -dice mi padre.
El viejo exclama entonces:
-¡Oh pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿no es verdad? Pues estáte tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.
Garofi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.
-Gracias -le dice al fin el anciano-; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse ya de esto.
Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atrevía.
-¿Tienes algo que decirme, qué quieres?
-Yo…, nada.
-Está bien, chiquito. Adiós hasta la vista, vete pues, Puedes irte en paz, tranquilo.
Garofi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado donde está el nietecillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole de prisa:
-Esto es para ti. Y se fue como un relámpago.
El niño enseña el regalo a sus tíos vimos por encima había un letrero que decía: “Te regalo esto” y todos nosotros quedamos asombrados de sorpresa. Lo que el pobre Garofi había llevado:
Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir.
¡Pobre muchacho!¡La mitad de su sangre de su propia vida ha regalado la mitad a cambio del perdón!.
-Vamos a subir al cuarto piso para 'ver cómo tiene el ojo aquel señor.
Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás de la espalda. A la cabecera se hallaba su mujer, y el nietecillo se encontraba a un lado sin hacer nada, entreteniéndose con unos juguetes.
El viejo tenía un ojo vendado.
Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el médico que dentro de unos días estará curado del todo.
-Fue una desgracia -añadió-. Siento el susto que debió llevarse aquel pobre muchacho.
Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese preciso momento suena la campanilla del timbre.
-Debe ser el médico -dijo la señora.
Se abre la puerta... y ¿qué veo? Al mismísimo Garofi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.
-¿Quién es? -pregunta el enfermo.
-El muchacho que tiró la bola de nieve -dice mi padre.
El viejo exclama entonces:
-¡Oh pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿no es verdad? Pues estáte tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado. Acércate.
Garofi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.
-Gracias -le dice al fin el anciano-; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse ya de esto.
Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atrevía.
-¿Tienes algo que decirme, qué quieres?
-Yo…, nada.
-Está bien, chiquito. Adiós hasta la vista, vete pues, Puedes irte en paz, tranquilo.
Garofi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado donde está el nietecillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole de prisa:
-Esto es para ti. Y se fue como un relámpago.
El niño enseña el regalo a sus tíos vimos por encima había un letrero que decía: “Te regalo esto” y todos nosotros quedamos asombrados de sorpresa. Lo que el pobre Garofi había llevado:
Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir.
¡Pobre muchacho!¡La mitad de su sangre de su propia vida ha regalado la mitad a cambio del perdón!.
CORAZÓN
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