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Diciembre
La primera nevada
Sábado, 10
Diciembre
La primera nevada
Sábado, 10
¡Adiós, paseos por Rívoli! Llegó la hermosa amiga de los niños. ¡Ya están aquí las primeras nieves! ayer tarde, a última hora, no han cesado de caer copos finos y abiertos a granel, tan gruesos como flores de jazmín. Esta mañana
Era un gusto, esta mañana en la escuela verla estábamos en clase, verla caercontra los cristales y amontonarse en los repechos sobre los balcones; también contemplaba el maestro el espectáculo y se frotaba las manos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de calentarnos junto a la lumbre en casa., en la nieve que vendría después, y en el lugar de la casa. Únicamente no se distraía Stardi, completamente absorto en la lección y sosteniéndose las sienes con los puños.
¡Qué hermosura! ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritando, gesticulando, chsrlando, cogiendo las bolas de nieve y hundiéndonos, zambulléndonos dentro en ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban fuera ya tenían los paraguas blancos; los guardias municipales también blancos sus quepis, estaban cubiertos de nieve, y blancas se pusieron en seguida nuestras bolsas y carteras. Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi, el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Roberto el que salvó al niño del ómnibus, que el pobrecillo saltaba con sus muletas.
El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón. Crosi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve a la cartera; y el albañilito nos hizo desternillar de resa cuando mi padre le invitó a que fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve, y, no atreviéndose como sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada mirándonos. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; hasta mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría atravesando por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser.
Entretanto centenares de muchachas de la escuela inmediatamente vecina pasaban como chillando y pisoteando sobre aquella blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban:
-¡A casa, a casa!- tragando copos de nieve y blanqueándose de los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno.
Era un gusto, esta mañana en la escuela verla estábamos en clase, verla caercontra los cristales y amontonarse en los repechos sobre los balcones; también contemplaba el maestro el espectáculo y se frotaba las manos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de calentarnos junto a la lumbre en casa., en la nieve que vendría después, y en el lugar de la casa. Únicamente no se distraía Stardi, completamente absorto en la lección y sosteniéndose las sienes con los puños.
¡Qué hermosura! ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritando, gesticulando, chsrlando, cogiendo las bolas de nieve y hundiéndonos, zambulléndonos dentro en ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban fuera ya tenían los paraguas blancos; los guardias municipales también blancos sus quepis, estaban cubiertos de nieve, y blancas se pusieron en seguida nuestras bolsas y carteras. Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi, el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Roberto el que salvó al niño del ómnibus, que el pobrecillo saltaba con sus muletas.
El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón. Crosi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve a la cartera; y el albañilito nos hizo desternillar de resa cuando mi padre le invitó a que fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve, y, no atreviéndose como sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada mirándonos. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; hasta mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría atravesando por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser.
Entretanto centenares de muchachas de la escuela inmediatamente vecina pasaban como chillando y pisoteando sobre aquella blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban:
-¡A casa, a casa!- tragando copos de nieve y blanqueándose de los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno.
***
“… Mucho festejáis la venida del tiempo invernal...; Pero hay niños sin pan, que carecen de abrigo, y no tienen de calzado sin lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al poblado, después de un largo camino, llevando en sus manos ensangretadas por los sabañones, ateridas de frío un pedazo de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nieve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chicos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas cabañas, amenazadas por los aludes de los témpanos de hielo. Mientras vosotros niños festejáis el invierno.
“¡Pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación de invierno les trae la miseria y les produce la muerte!”
“¡Pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación de invierno les trae la miseria y les produce la muerte!”
TU PADRE”
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Diciembre
El albañilito
Domingo, 11
El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una cazadora y vieja ropa de su padre, todavía blanca todavía por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo. ¡Cómo le gusta! Apenas entró se ha quitado el viejísimo sombrero, que estaba cubierto de nieve, y se lo ha metido en un bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar descuidado de trabajador cansado, volviendo aquí allá parte su cabeza, redonda como una manzana y con su nariz achatada roma. Y cuando fue al comedor, después de echar una ojeada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito que representa a “Rigoleto” , un bufón jorobado, y le ha puesto la cara con su acostumbrado «hocico de conejo». Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca.
Luego nos pesimos a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de por milagro; y trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre no es de aquí, es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata bien hecho con exquisito gusto y anudado por su misma madre.
Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra llamar a su hijo «hociquito de liebre»; él, por el contrario, es más bien equeñín para la edad que tiene...
A las cuatro hemos merendado jntos pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, y cuando nos levantamos, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito había manchado de blanco con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado después él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se cosió poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que hasta mi padre no ha podido contener la risa. Aeastaba tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la puerta de la escalera, para mostrarme su reconocimiento y gratitud, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabusco, y tiene ocho años y ocho meses...
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, e primer primeramente: porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había manchado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino es polvo, cal o lo que quieras; barníz todo lo que quieras, menos suciedad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo:
«Está sucio.» Debes decir: «Tiene en su ropa las señales, las huellas de su trabajo.» Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo primero: porque es compañero tuyo, y, además, porque es hijo de un trabajador obrero.
Luego nos pesimos a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de por milagro; y trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre no es de aquí, es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata bien hecho con exquisito gusto y anudado por su misma madre.
Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra llamar a su hijo «hociquito de liebre»; él, por el contrario, es más bien equeñín para la edad que tiene...
A las cuatro hemos merendado jntos pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, y cuando nos levantamos, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito había manchado de blanco con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado después él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se cosió poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que hasta mi padre no ha podido contener la risa. Aeastaba tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la puerta de la escalera, para mostrarme su reconocimiento y gratitud, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabusco, y tiene ocho años y ocho meses...
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, e primer primeramente: porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había manchado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino es polvo, cal o lo que quieras; barníz todo lo que quieras, menos suciedad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo:
«Está sucio.» Debes decir: «Tiene en su ropa las señales, las huellas de su trabajo.» Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo primero: porque es compañero tuyo, y, además, porque es hijo de un trabajador obrero.
TU PADRE.”
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CORAZÓN
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