lunes, octubre 22, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)

Diciembre

CUENTO MENSUAL

EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE
FLORENTINO



Estaba en la cuarta clase elemental. Era un gracioso y apuesto florentino de doce años, de cabellos rubio y tez blanca, hijo mayor de cuerto empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez.

Su padre lo quería mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo, menos en lo que se referia a la escuela; en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto preparado para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de la familia.

Y ya se sabe para valer algo pronto, que para conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo. Aunque el muchacho era aplicado, el padre le incitaba siempre más y más a estudiar.

El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le había envejecido prematuramente. En efecto a todo, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que le requería su empleo, todavía se procuraba de un lado y de otro buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista, pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche.

Últimamente había recibido de una editorial, que publicaba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de los suscriptore, abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tirillas de papel escritas con caracteres grandes y regulares.

Pero la pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.

----Estoy perdiendo la vista -decía-. Este trabajo nocturno acaba conmigo.

El muchacho le dijo un día:

-Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú. Nadie podrá advertir ninguna diferencia.
Pero el padre le respondió:

-No, hijo; tú debes estudiar; tú escuela, tu instrucción es bastante más importante que mis fajillas; sentiría remordimiento si te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no quiero. Y no hablemos más del asunto.

El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo entonces salía despacio del despacho para ir a la alcoba. Lo cual había oído alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el ruido de la silla que se movía y el lento paso de su padre.

Una noche esperó a que se fuese ya en cama dormiendo; se vistió sin hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio. Encendió el quinqué de petróleo, se sentó a la mesa del despacho, donde había un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a escribir imitando con exactitud la grafía de su padre.

Escribía con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; luego volvía a empezar con más denuedo, atento el oído y sonriente. Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡cerca de una peseta! Entonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de puntillas a la cama.

Aquel día, a las doce su padre se sentó a la mesa con mejor humor. No había advertido nada. Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día siguiente.

Tomó asiento con buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo, le dijo:

-Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte. En dos horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba. Aún está ágil mi mano, y los ojos saben resistir la fatiga.

Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse rejuvenecido.» ¡Animo pues!

Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y empezó a trabajar. Así continuó haciendo varias noches. Su padre no se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando estaban cenando, hizo la siguiente observación:

-No sé, es raro pero de algún tiempo a esta parte venimos gastando más petróleo de lo acostumbrado. Debe ser de peor calidad.

Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí se estremeció y el trabajo nocturno seguia siguió adelante.

Lo que ocurrió fue que por levantarse a hora tan intempestiva, Julio no descansaba
lo suficiente, y por la noche, al hacer los deberes de la escuela, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre el cuaderno.

-Julito, espabílate - ¡Vamos, vamos! -le dijo su padre al tiempo que le daba unas palmaditas- y haz tu deber - ¡Al trabajo!.

El chico se despertó y se asustó y reanudó su tarea a estudiar. Pero a la noche siguiente y durante algunos días continuaba ocurriendo lo mismo y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se levantaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las lecciones con dejadez, pareciendo que le disgustaba el quehacer escolar.

Su padre empezó a observarlo; luego, a preocuparse y al fin tuvo que reprenderlo. ¡Nunca lo hubiera hecho por esta causa!

-Julio -le dijo cierta mañana-, lo dijo: me estás decepcionando; tú te descuidas mucho, no eres el mismo de antes, . N o quiero esto y eso no me gusta nada. Ten en cuenta que todas las esperanzas de la familia están cifradas en ti. Estoy muy descontento, ¿comprendes?

Ante tal unica reprimenda, la primera verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.

-«Sí, es verdad -murmuró para sí-; así no puedo continuar de este modo; es preciso que termine el engaño.» Pero aquel día, por la noche, estando todos a la cpmida, exclamó el padre con alegría:

-¡Sbed que este mes he ganado treinta y dos liras más que el pasado con las fajillas!

Y diciendo esto, sacó de debajo de la mesa una caja de dulces que había comprado para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, cosa que todos acogieron con el regocijo.

Julio cobró ánimo y dijo para sí: «¡No, querido padre; no cesaré engañándote; haré mayores esfuerzos para estudiar durante el día y no dejaré de continuar trabajando de noche por ti y por los demás.»

El padre añadió:

-¡Treinta y dos pesetas más!… Estoy contento... Pero otra cosa -y señaló a Julio- me causa no pocos disgustos.

Y Julio recibió aludido la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo cierta satisfacción, en el corazón cierta dulzura.

Continuó escribiendo y trabajando fajillas con ahínco. Sin embargo, acumulándose el cansancio, un trabajo a otro, le resultaba cada vez más difícil resistir.

La cosa duraba ya dos meses. El padre continuaba reprendiendo al buen muchacho, mirándole con creciente enojo. Un día se presentó en la escuela para pedir informes sobre su hijo, y el maestro le dijo:

-----¡Sí, va cumpliendo, porque es un chico inteligente. Pero no tiene la misma aplicación de antes. Se duerme, bosteza y está distraído. Hace redacciones cortas, pudiéndose comprobar que escribe de prisa y con mala caligrafía. Desde luego que tiene aptitudes para hacer más, mucho más!.-----

Aquella noche el padre llamó a su hijo aparte y le dirigió unas reconvenciones más duras de las que hasta entonces había oído.

-Ya ves, Julio, que me sacrifico por la familia, que yo gasto mi vida or la familia y tú no me secundas. Tú no tienes lástima de mi. No piensas lo más mínimo en tus hermanos, ni aun de tu madre .

-¡Ah , no no digas eso, padre mío! -exclamó el hijo ahogado en llanto y decidido a aclararlo todo. Pero su padre lo interrumpió, diciendo:

-Conoces perfectamente la situación de la familia; sabes que todos debemos hacer lo que nos corresponda y sacrificarnos cuanto sea preciso. Yo mismo tengo que doblar mi trabajo. Este mes esperaba una gratificación de cien liras en el ferrocarril, y hoy he sabido esta mañana que no puedo contar con nada.

Ante semejante noticia Julio se contuvo para que no saliese de su boca la confesión que se disponía a hacer, y se dijo resueltamente a í mismo:

«No, padre mío, me callaré y guardaré el secreto para poder trabajar por ti; de ese modo te compensaré del dolor que te causo; te compenso de este modo, en cuanto a la escuela, siempre estudiaré lo suficiente para aprobar el curso; lo importante es ayudarte para salir adelante y aligerarte de la ocupación que te mata. »

Siguió adelante, transcurriendo otros dos meses de trabajo nocturno y de abatimiento durante el día, de esfuerzos desesperados por parte del hijo y de amargos reproches por parte del padre. Pero lo peor era que éste se mostraba cada vez más frío con el muchacho; raramente le dirigía la palabra considerándolo un hijo poco menos que desnaturalizado, del que poco o nada cabía esperar, y casi procuraba no cruzarse con su mirada.

Julio se daba cuenta de todo y sufría interiormente, y cuando su padre le volvía la espalda, le enviaba un beso furtivamente con expresión de ternura compasiva y triste. Mientras tanto, por su gran pena y el mucho cansancio, Julio iba adelgazando y demacrándose, viéndose obligado muy a pesar suyo a descuidar cada vez más sus estudios.

Comprendía que todo aquello tendría que terminar. Cada noche se decía: «Hoy no me levantaré.» Pero al dar las doce, cuando habría debido confirmar vigorosamente su propósito, sentía remordimiento, pareciéndole que, si continuaba en la cama, faltaba a una obligación, qué robaba una lira a su padre y a la familia. Y se levantaba pensando que si su padre se despertaba y le sorprendía alguna noche, o si se enteraba por casualidad del engaño contando dos veces las fajas, entonces terminaría, naturalmente, todo, sin un acto de su voluntad, para el que no se sentía con ánimos. Y continuaba realizando el no pequeño sacrificio.

Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre le miró y, pareciéndole más demacrado y pálido que de costumbre, le dijo:

-Tú estás malo, Julio- Luego, dirigiéndose al padre, añadió: -Nuestro hijo está enfermo. ¿No adviertes su palidez? ¿Qué te pasa, Julito mío?

El padre le miró de reojo y dijo:

-La mala conciencia hace que tenga también mala salud. No estaba así cuando era un chico muy estudioso y un hijo cariñoso.

-¡Pero está malo! -replicó la madre.

-¡Ya no me importa! -replicó el padre.

Aquella palabra le hizo el efecto cmo una puñalada en el corazón del infeliz pobre. ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su padre, que antes temblaba con sólo oírle toser! Así, pues solamente. Ya no lo quería; había muerto en el corazón de su padre...

«¡ No, no!, padre mío -dijo entre sí el muchacho oprimido por la angustia-; esto se ha acabado de verdad; yo no puedo vivir sin tu cariño; lo quiero íntegro para mí; te lo diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda, padre mío, para que vuelvas a quererme, padre mío. ¡Esta vez estoy del todo decidido en mi resolución!»

Sin embargo, todavía se levantó aquella noche, más por costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso ir a visitar, a volver a ver unos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, la pequeña habitación donde tanto había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habiendo encendido el quinqué, viendo las fajas en blanco que ya no llenaría escribiendo unos nombres de ciudades y de personas que ya se sabía de memoria, le invadió una gran tristeza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su acostumbrado trabajo. Mas, al extender la mano, tropezó con un libro que se cayó al suelo. Le dio un vuelco el corazón. ¡Si su padre se despertaba!... Claro está que no le sorprendería cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora tan intempestiva, el que su madre se despertara y se asustara, el pensamiento de que tal vez experimentara su padre una humillación ante él al quedar todo descubierto... casi le aterraba. Aguzó el oído, suspendiendo contuvo la respiración, no oyó nada...; escuchó por la cerradura de la puerta que tenía a sus espaldas: nada. Toda la casa dormían. Su padre no había oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo.

Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal por la desierta calle; luego, el ruido de un carruaje, que cesó al cabo de un rato; después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera de carros que rodaban lentamente por el empedrado; por último, un silencio profundo interrumpido de vez en cuando por el lejano ladrido de algún perro. Y continuó escribiendo.

Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se había levantado al oír caer el libro, y estuvo esperando buen rato; el ruido de los carros había hecho pasar inadvertido el roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, recordando, comprendiéndolo todo, y un desesperado arrepentimiento, desesperado una inmensa ternura, habían invadido su alma, y le tenían clavado detrás de su heroico hijo.

De repente. Julio dio un grito muy agudísimo: dos brazos convulsos le habían estrechado la cabeza.

-¡Oh, padre mío, perdóname! -gritó al reconocer a su padre con lágrimas en los ojos.

-¡Perdóname tú a mí! -respondió el padre, sollozando y cubriéndole de besos la frente-. Lo he comprendido todo, lo sé todo, ¡por eso te pido perdón, santo hijo mío! ¡Ven, ven conmigo!

-y le empujó, o más bien le llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo echó a sus brazos y le dijo:

-¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres meses no duerme y trabaja por mí, y yo he contristadosu corazón cuando nos ganaba el pan!

La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin poder articular palabra; después le dijo:

-¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la cama!

El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo acostó, acariciándole, y le arregló las almohadas, colcha y la ropa.

-Gracias, padre -repetía el hijo-, gracias; pero acuéstate; ya estoy contento; vete a la cama, papá.

Mas su padre quería verle dormido; sentóse junto a él, la cabecera de su cama le tomó la mano y le dijo:

-¡Duerme, duerme, hijo mío!

Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después, gozando por primera vez, al cabo de unos meses, de un sueño tranquilo, soñando cosas alegres. Cuando abrió los ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había pasado la noche apoyándola en el borde de la cama cerca de su pecho, y que todavía dormía con la frente inclinada junto a su corazón.
*

,

No hay comentarios: