viernes, noviembre 23, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)



Febrero

CUENTO MENSUAL


El enfermero de «CHACHO»




En la mañana de cierto un día lluvioso de marzo, un chico vestido de campesino, calado de agua y lleno de fango, se presentaba en la portería del Hospital Mayor de Nápoles, con un fajo de ropa bajo el brazo, para preguntar por su padre. Llevaba una carta en la mano. Tenía una agraciada cara ovalada de color moreno pálido, ojos apesadumbrados y gruesos labios entreabiertos, que permitían ver sus blanquísimos dientes.

Procedía de un pueblecito de las cercanías de la ciudad. Su padre había salido de casa hacía un año para ir a Francia en busca de trabajo, y había vuelto a Italia, y desembarcando hacia unos días antes en Nápoles, donde había enfermado tan repentinamente, que apenas le dio tiempo para escribir unas líneas a la familia anunciándole su llegada y decirle su entrada en el hospital. Angustiada por tal noticia y no pudiendo moverse de casa por tener una niña enferma y una criatura en pañales, la mujer había mandado a Nápoles al hijo mayor para cuidar de su padre, de su «¡Chacho!» que es el nombre cariñoso que dan por allí los niños a los padres.

El muchacho tuvo que recorrer diez leguas de camino.

El portero, después de dar una ojeada a la carta, llamó a un enfermero y le dijo que llevase al muchacho donde estaba su padre.

-¿Cómo se llama tu padre? -le preguntó el enfermero.

El chico, temblando ante el temor de recibir una mala noticia, le dijo el nombre.

El enfermero no se acordaba de él.

-¿Es un viejo trabajador, que ha llegado de fuera? -preguntó.

-Trabajador, sí -respondió el muchacho cada vez más anhelante-; pero no muy viejo. Sí; Que ha venido de fuera.

-¿Cuándo entró en el hospital? -preguntó el enfermero.

El muchacho dio una mirada a la carta.

--Creo que hace cinco días.

El enfermero se quedó algo pensativo; luego, como recordando de pronto:

-¡Ah! -dijo-, la sala cuarta, la cama del fondo.

-¿Está muy enfermo? ¿Cómo se encuentra? -preguntó el chico con ansiedad.

El enfermero le miró sin responder. Luego le dijo:

-Ven conmigo.

Subieron dos tramos de escalera; fueron al extremo de un amplio corredor, hasta hallarse frente a la puerta abierta de una sala donde había dos largas filas de camas.

-Ven -repitió el enfermero, entrando.

El muchacho se armó de valor y le siguió, dirigiendo miradas medrosas a derecha e izquierda, sobre los blancos y consumidos semblantes de los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros miraban al espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. No faltaba quien gemía como un niños. La salón estaba oscura y el aire impregnado de penetrante olor de medicamentos. Dos Hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado con frascos en la mano.

Habiendo llegado al extremo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de una cama; apartó un poco las cortinillas y dijo:

-Ahí tienes a tu padre.

El chico rompió a llorar y, dejando caer el envoltorio que llevaba, reclinó su cabeza sobre el hombro del enfermo, cogiéndole con su mano el brazo que tenía extendido e inmóvil sobre la cubierta. El enfermo no hizo movimiento alguno.

El muchacho se irguió, miró a su padre y empezó a llorar de nuevo. El enfermo le dirigió entonces una larga mirada y pareció reconocerlo. Pero sus labios no se movían. Pobre «¡Chacho!» ¡qué cambiado estaba! Su hijo no le habría reconocido. Había encanecido, tenía la cara hinchada y enrojecida, con la piel tersa y reluciente, los ojos empequeñecidos, los labios gruesos, toda la fisonomía alterada; tan sólo conservaba suyo más que la frente y el arco de las cejas. Respiraba angustiosamente.

-¡«¡Chacho!» «¡Chacho!»! -dijo el muchacho-. ¡Soy yo! ¿Es que no me conoces? Soy Cecilio, tu Cecilio; he venido desde el pueblo por encargo por mi madre. Mírame bien: ¿No me reconoces? Dime aunque sólo sea una palabra.

Pero el enfermo no se movió, después de haberle mirado con atención, cerró los ojos.

-¡«¡Chacho!» «¡Chacho!»! ¿Qué te pasa? Soy tu hijo, tu Cecilio.

El hombre continuó respirando con dificultad.

Entonces llorando a lágrima viva, el muchacho tomó entonces una silla y se sentó a su lado, esperando sin apartar la vista de su cara de su padre.

«Pasará algún médico haciendo la visita», pensaba. «Algo me dirá.» Y se sumergió en sus tristes pensamientos, recordando muchas cosas de su buen padre: el día de su partida, cuando le había dado el último adiós desde el barco, las esperanzas que la familia había fundado en aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta; Pensó en la muerte. Ya veía a su padre muerto, a la madre vestida de luto y la familia en la miseria. Así permaneció mucho tiempo. Una suave mano le tocó en el hombro, y él se estremeció: Era una monja.

-¿Qué tiene mi padre? -le preguntó en seguida.

-¡Ah! ¿Es éste tu padre? -le respondió la hermana con gran dulzura.

-Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene?

-¡Animo, muchacho! -le respondió la hermana-. Ahora vendrá el médico. -Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla, y vio que por el fondo de la sala entraba el médico, acompañado por un practicante. Les seguían la hermana y un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en cada cama. Tanta espera se le hacía eterna al muchacho, y su ansiedad aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la cama inmediata. El médico era un señor alto y encorvado, de aspecto respetuoso. Antes de que se separara de aquella cama inmediatamente el chico se levantó y, al acercarse, rrompió a llorar.

El médico le miró.

-Es el hijo del enfermo -dijo la hermana de la caridad-; ha llegado esta mañana de su pueblo.

El médico le puso una mano en el hombro y luego se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo algunas preguntas a la religiosa, que se limitó a responder:

-Nada de particular.

Quedó algo pensativo y después dijo:

-Continúe como hasta ahora.

El muchacho se armó de valor y preguntó con voz lacrimosa:

-¿Qué tiene mi padre?

-¡Ten valor, muchacho! -le respondió el médico volviéndole a poner la mano en el hombro-. Tiene una erisipela facial. Es cosa de cuidado, pero todavía hay esperanzas. No le dejes solo, Asístele. Tu presencia puede serle beneficiosa.

-¡Pero. No me ha conocido! -exclamó el chico lleno de desolación.

-Te reconocerá... mañana. ¡Quizás quién sabe! Confiemos que todo vaya bien. Debemos esperarlo así; ¡Ten valor, hijo!

El muchacho hubiera querido preguntarle más, pero no se atrevió. El médico siguió adelante y el niño comenzó entonces su papel de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en cuando la mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba sobre él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le llevaba algo de beber, le cogía el vaso o la cucharilla y se lo daba él. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada se detenía y fijaba cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba los ojos con el pañuelo.

Así transcurrió el primer día. Aquella noche, el muchacho durmió sobre dos sillas, en un ángulo de la salón y a la mañana siguiente reanudó sus filiales atenciones. Aquel día pareció que los ojos del enfermo daban a entender que empezaba a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque, cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en sus pupilas una vaga expresión de gratitud, y en cierta ocasión hasta movió un poco los labios como queriendo decir algo.

Después de cada breve intervalo de somnolencia, abriendo los ojos, parecía que buscaba a su pequeño enfermero. El médico pasó otras dos veces y notó cierta mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el muchacho un vaso a la boca, creyó advertir en sus hinchados labios el esbozo de una ligera sonrisa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor confianza en su restablecimiento. Creyendo que le podría entender, aunque confusamente, le hablaba bastante de la madre, de las hermanitas pequeñas, de la vuelta a su casa, y le daba ánimos empleando las palabras más encendidas y cariñosas que se le ocurrían aun cuando a menudo dudase de ser comprendido.

Sin embargo y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle, le seguía hablando por parecerle que el enfermo le escuchaba con cierto agrado, complaciéndole aquella desacostumbrada demostración de afecto y de tristeza de sus palabras. De esta manera pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en continua alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeoramientos. Tan entregado estaba el chico a los cuidados, que apenas tomaba al día otro alimento que un poco de pan y queso que le llevaba la hermana de la caridad, sin apenas advertir lo que sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos, las presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros y la desolación de los visitantes que salían sin esperanza, todas las dolorosas y tristes escenas de la vida de un hospital, que en otras circunstancias le habrían aturdido y horrorizado.

Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin moverse junto al lecho de su «¡Chacho!» atento, anhelante, sobresaltado, conmovido por cada suspiro y miradas, con el alma en un hilo entre la esperanza que le ensanchaba el alma y un desaliento que le helaba la sangre el corazón.

Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor.

El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó por el estado del enfermo, como queriendo decir que se estaba llegando al final, con lo que el afligido muchacho se abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin embargo había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pesar del empeoramiento, parecíale que el enfermo iba recobrando paulatinamente de discernimiento. Le miraba cada vez con mayor fijeza y con creciente expresión de dulzura al muchacho; no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de su mano, y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los labios, como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan distintamente lo hacía algunas veces, que su hijo le sujetaba el brazo con violencia, aliviado por repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría:

-¡Animo, ánimo, «¡Chacho!» te pondrás bien, te curarás! Volveremos a casa donde nos espera mamá. ¡todavía hace falta, algo más de valor!

Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se había entregado a uno de tales transportes de ternura y de esperanza, cuando por detrás de la puerta más próxima de la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz que dijo tan sólo tres palabras:

-«¡Hasta luego, hermana!».

El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se ahogó en su garganta.

En el mismo instante entró en la sala un hombre con un gran envoltorio en la mano, seguido de una hermana.

El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado en su sitio.

El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez:

-¡«¡Cecilio!»- Y corrió hacia él.

El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin sentido accidentalmente. Las religiosas, los enfermeros, el practicante acudieron apresuradamente y se quedaron estupefactos.

El chico no podía recobrar la voz.

-¡Oh, Cecilio, Hijo querido! -exclamó el padre, tras haber dirigido una atenta mirada al enfermo, y sin parar de besar repetidamente al muchacho-. ¡Cecilio, mi querido hijito! ¿Cómo ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro enfermo. ;Y pensar que me desesperaba por no verte a mi lado después de haberme informado mamá por carta de que te había enviado aquí! ¡Pobrecito Cecilio! ¿Cuántos días llevas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante confusión? Yo me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sabes? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado de alta y me marcho. Vámonos, hijo, ¡Oh, Santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho!

El muchacho intentó balbucear cuatro palabras para dar noticias de la familia:

-¡Oh. Qué contento estoy! -balbuceó-. ¡Pero qué contento! ¡Qué días tan malos he pasado!

Y no paraba de besar a su padre.

Sin embargo no se movía.

-Venga, vámonos. ¿Qué haces ahí? -le dijo el padre-. Aún podremos llegar esta tarde a casa -y le atrajo hacia sí.

Mas el chico volvió la vista hacia su enfermo.

-Pero... ¿vienes o no? -le preguntó su padre muy extrañado.

El chico continuaba mirando al enfermo, que en aquellos momentos abrió los ojos y le miró fijamente.

Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.

-No, «¡Chacho!» espera... ¡Ea …. No puedo! Mira, no puedo. Fíjate en ese viejo. Estoy aquí desde hace cinco días, y no deja de mirarme. Yo creía que eras tú y le he tomado cariño. Me mira y yo le doy de beber. Quiere que esté a su lado y ahora está muy malo; ten paciencia; no me atrevo, no sé, me da mucha lástima; mañana iré yo a casa; déjame estar aquí algo más, no debo abandonarlo. No sé quien es, pero me quiere ¡Ve cómo me mira! No sé quién es, pero me quiere y se moriría si me fuera. ¡Déjame estar aquí, querido «¡Chacho!»!.

-¡Bravo, pequeño! -exclamó el practicante.

El padre quedó perplejo mirando a su hijo; luego se fijó en el enfermo.

-¿Quién es? -preguntó.

-Un campesino como usted -respondió el practicante-, que vino de fuera e ingresó en el hospital el mismo día que usted. Lo trajeron sin sentido y no pudo decir nada. Tal vez esté lejos su familia, quizás tenga hijos. Sin duda creerá que éste es uno de ellos.

El enfermo no cesaba de mirar al muchacho, y el padre dijo a Cecilio:

-Quédate.

-Tal vez no tendrá que asistirle mucho tiempo -añadió el practicante.

-Quédate -repitió el padre-. Tienes buen corazón. Yo me voy en seguida para casa, pues tu madre debe estar muy intranquila. Toma dos pesetas para tus gastos. Hasta pronto, hijo mío. ¡Adiós!

Le abrazó, le miró fijamente con inmensa ternura, le besó repetidas veces en la frente y se fue.

El niño volvió junto a la cama del enfermo y éste pareció consolado.

Cecilio reanudó su oficio de enfermero, sin llorar, pero con el mismo interés, con idéntica paciencia que antes. Le volvió a dar de beber, a arreglarle la ropa, a acariciarle la mano, a hablarle dulcemente para darle ánimos.

Lo asistió aquella tarde y por la noche, y también al día siguiente. Pero el enfermo se iba agravando por momentos; su cara se amorataba, su respiración se hacía más afanosa y aumentaba su agitación; salíanle de la boca sonidos inarticulados y la hinchazón se hacía monstruosa. En la visita de la tardé, el médico dijo que no pasaría de aquella noche.

Cecilio redobló entonces sus cuidados y no lo perdía de vista un solo instante. El enfermo le miraba y aun movía los labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como queriendo decir algo, y una expresión de infinita ternura se le dibujaba en los ojos, que cada vez se empequeñecían más y poco a poco, lentamente se le iban velando.

Aquella noche permaneció el chico en vela hasta que vio clarear por las ventanas la luz del alba, y apareció la hermana, quien se aproximó al lecho, miró al enfermo y se alejó precipitadamente, volviendo al poco con el médico ayudante y un enfermero, que llevaba una linterna.

-Está en los últimos momentos -dijo el médico.

El chico tomó la mano del enfermo. Este abrió los ojos, miró al muchacho y los volvió a cerrar. Parecióle al chico que le apretaba la mano.

-¡Me ha apretado la mano! -exclamó.

El médico permaneció inclinado sobre el enfermo un ratito y luego se incorporó. La monja descolgó un crucifijo que pendía de la pared.

-¿Está muerto? -preguntó el muchacho.

-Vete, hijo mío -dijo el médico-. Tu santa obra ha terminado. Vete y que tengas mucha suerte, como mereces. Dios te protegerá. ¡Adiós!

La hermana, que se había alejado un momento antes, volvió con un ramillete de violetas que cogió de un vaso que había en la ventana, y se lo entregó al muchacho, diciéndole:

-No tengo otra cosa que darte. Toma esto como recuerdo del hospital.

-Gracias -respondió el chico, al tiempo que cogía con una mano el ramillete y se enjugaba con la otra los ojos-. Pero tengo que andar mucho... y las voy a estropear.

Después desató el ramillete y esparció las violetas por la cama, diciendo:

-Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias, hermana; muchas gracias, señor Doctor.

Después, dirigiéndose al muerto:

-¡Adiós!... -Y mientras buscaba qué nombre darle, le vino a la boca el cariñoso que le había dado durante cinco días: -¡Adiós... pobre «¡Chacho!»!

Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el brazo y a paso lento interrumpio el cansancio, salió de la sala y se fue...

Comenzaba a despuntar el alba.


miércoles, noviembre 21, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)


Febrero

El tren

Viernes, 10


Ayer vinieron a casa Precusa y Garrón. Yo creo que no se les habría recibido con mayor alborozo y atenciones de jovialidad, si hubiesen sido hijos de príncipes. Garrón, porque era la primera vez que venía, porque es bastante huraño y se avergüenza un tanto de ser compañero nuestro de clase por ser grande y todavía cursa el tercer año siendo tan grande. Todos los de casa salimos a abrirles la puerta en cuanto llamaron.

Croso no vino, porque al fin ha llegado su padre de América, después de seis años de ausencia. Mi madre besó inmediatamente a Precosa, y mi padre le presentó a Garrón. diciéndole:

-Aquí tienes a este compañero de tu hijo, que no es solamente un buen muchacho, sino todo un gentilhombre.

Garrón bajó su rapada cabeza, sonriéndose a escondidas conmigo. Precusa llevaba su medalla, y estaba contento porque su padre ha reanudado el trabajo y hace cinco días que no prueba la bebida, quiere que esté con él en la herrería, y parece otro.

Yo saqué todos mis juguetes y empezamos a entretenernos. Precusa quedó encantado ante el trenecito que anda cuando se le da cuerda; nunca lo había visto, y devoraba con la vista la maquinita y los vagoncitos rojos y amarillos. Le entregué la llave para que se divirtiera a sus anchas; se arrodilló y ya no volvió a levantar la cabeza.

Nunca le había visto tan contento. A cada instante nos decía:

-Perdonad, perdonad.

Y nos apartaba las manos si intentábamos detener la máquina; luego cogía y ponía los vagoncitos con mucho cuidado, como si fueran de frágil vidrio. Temía estropearlos hasta con el aliento, y los limpiaba mirándolos por arriba y por abajo, sin dejar de sonreír con satisfacción.

Todos nosotros estábamos de pie, sin cesar de mirar con la mayor complacencia aquel cuello tan delgadito, las torturadas orejas que yo había visto sangrar cierto día, aquel chaquetón con las bocamangas vueltas, por donde salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces se habían levantado para defender la cara de los golpes.

¡Oh! En aquel momento le habría regalado todos mis juguetes y todos mis libros, me habría quitado de la boca el último pedazo de pan para dárselo, me habría despojado de mi ropa para vestirlo y me habría arrodillado para besarle las manos. «Por lo menos he de entregarle el trenecillo», pensé entre mí; pero tendría que pedir la debida autorización a mi padre. Entonces noté que me ponían un papelito en una mano; lo había escrito mi padre con lápiz y en él decía: «A Precosa le gusta tu tren. El no tiene juguetes. ¿No te dice nada el corazón?» Al instante cogí con ambas manos la máquina y los vagoncillos, y se lo puse todo en sus brazos, diciéndole:

-Tómalo, es tuyo.

El se quedó mirándome sin comprender.

-Es tuyo -le repetí-; te lo regalo.

Precusa miró a mi padre y a mi madre, la mar de aturdido, y les preguntó:

-Pero, ¿por qué?

Mi padre le respondió:

-Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque te aprecia... y para celebrar que te hayan concedido la medalla.

El chico preguntó con timidez:

-¿Podré llevármelo... a mi casa?

-¡Pues claro! -le dijimos todos.

Ya estaba en la puerta y aún no se atrevía a marcharse. ¡Se sentía muy feliz! Pedía disculpa y su boca temblaba y reía al mismo tiempo. Garrón le ayudó a envolver el trenecillo en el pañuelo, y al inclinarse, se notó el ruido que producían los trozos de pan al chocar entre sí en su bolsillo.

-Un día -me dijo Precusa- tienes que ir a la herrería para ver cómo trabaja mi padre. Te daré unos clavos.

Mi madre puso un ramillete en el ojal de la chaqueta de Garrón para que se lo entregase a su madre.

-Gracias -le contestó, sin levantar la barbilla del pecho, pero brillándole en los ojos su alma noble y llena de bondad.

Febrero

Soberbia

Sábado, 11
*

¡Y decir que Carlos Nobis se limpia con afectación la manga cuando le toca Precusa al pasar! Es la encarnación personificada de la soberbia, y todo porque su padre es un ricachón.

¡También es rico el padre de Deroso! Carlos desearía tener un banco para él solo; teme que todos lo ensucien, mira a todos los compañeros por encima del hombro y siempre tiene a flor de labios una sonrisa de desdén.

¡Ay si se le pisa un pie cuando salimos en fila de dos! Por nada lanza al rostro una palabra injuriosa o amenaza con hacer venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le regañó cuando trató de andrajoso al hijo del carbonero! Nunca he visto semejante altanería. Cuando nadie le habla ni se despide de él a la salida, ni hay quien le apunte lo más mínimo cuando no se sabe la lección. El no se interesa por nadie, y finge despreciar a todos, en especial a Deroso, por ser el primero, y luego a Garrón porque todos le quieren bien; Pero Deroso ni siquiera repara en mirarlo, y en cuanto a Garrón, cuando le refieren que Nobis hablaba mal de él, responde:

-Tiene una soberbia tan estúpida, que no importa un higo ese orgulloso tonto. A decir verdad ni merece que le toque, ni siquiera con el castigo de mis coscorrones.

El mismo Coreta, un día sin embargo, un dia que Nobis se burlaba de su gorra de piel de gato, llegó a decirle:

-Vete con Deroso, para aprender un poco a ser caballero y tener educación.

Ayer fue a lamentarse al maestro porque el calabrés le había tocado una pierna con el pie. El maestro preguntó al calabrés:

-¿Lo has hecho adrede?,

-Que no, No señor- al responderle con toda franqueza

-Eres demasiado quisquilloso, Nobis. –dijo al maestro y Nobis, con su aire acostumbrado de mimado, contestó:

-¡Se lo diré a mi padre!.

El maestro se encolerizó entonces y repuso:

-Tu padre no te hará caso, como ha ocurrido otras veces. Además, en la escuela es el maestro quien únicamente juzga y sanciona -luego añadió con dulzura-:

Vamos, Nobis, cambia de modales, sé bueno y cortés con tus compañeros. Mira aquí hay hijos de trabajadores y de señores, de ricos y de pobres; todos se aprecian bien y se tratan como hermanos... como lo son. ¿Por qué no haces tú lo mismo que los demás? ¡Qué poco te costaría hacerte querer por todos y encontrarte más contento en este ambiente!... ¿Qué? ¿No tienes nada que contestarme?

Nobis, que había escuchado las reflexiones del profesor con su acostumbrada semblante de sonrisa despreciativa, le respondió fríamente:

-No, señor.

-Siéntate -le dijo el maestro-; te compadezco. Eres un chico sin corazón.

Todo parecía haber terminado; pero el albañilito, que está en el primer banco, volviendo su cara redonda hacia Nobis, que se sienta en el último, le hizo la acostumbrada mueca, poniéndole hocico de liebre, con tanta exactitud y gracia, que en toda la clase estalló una sonora risotada.

El maestro le regañó, pero tuvo que remedio; taparse la boca para ocultar su risa con la mano. Nobis también se rió, si bien su risa no pasaba de los dientes.



Febrero

Los heridos del trabajo


Lunes, 13



Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro se conmovieron esta mañana ante lo que pasó delante de nuestras narices.

Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a unos pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban para restregar el hielo con las carpetas y las gorras y poder resbalar mejor, cuando vemos venir por medio de la calle una multitud de gente con paso precipitado, serios, espantados, hablando en voz baja.

En medio venían tres guardias municipales, y detrás de éstos dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzaba hacia nosotros. Sobre la camilla venía tendido un hombre, blanco como un muerto, con la cabeza caída sobre un hombro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla venía una mujer con un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba:

-¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Seguía a la muchedumbre un muchacho con su cartera bajo el brazo y sollozando.

-¿Qué ha pasado? -preguntó mi padre.

Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caído de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban la camilla se detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabeza horrorizados. Vi que la maestrita de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban en el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; también yo pensé en él. Por mi parte, tengo al menos el ánimo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque sé que mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo peligro; pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que sus padres trabajan sobre un alto puente o cerca de las ruedas de una máquina y que sólo un gesto o un paso en falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hijos de soldados que tienen a sus padres en la guerra.

El albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo:

-Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás sano y tranquilo; anda.

El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el corazón gritando:

-¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

-No, no está muerto -le decían todos.

Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz indignada que dice:

-¡Te ríes!

Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo:

-¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo!

Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de sangre.


Febrero

El preso

Viernes, 17



¡Ah! He aquí seguramente el suceso quizá más extraño de todo el año.

En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano, porque este año no vamos a Chieri. Se encontró que tenía las llaves de la finca era un maestro, que, aparte de su labor escolar, hace a la vez de administrador de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su habitación, donde nos obsequió con unas copas y bebieron.

Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el maestro:

-Aquel tintero lo tengo en mucha estima para mí. ¡Si usted supiese su historia... ! -Y nos la contó:

-Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla del establecimiento penitenciario, un edificio redonda, de pare des altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de una reducida celda de hierro en cruz. Explicaba las lecciones paseando por la fría y oscura capilla, estando los escolares asomados por sus correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos fijos de homicidas y ladrones.

Entre todos, en el número 78, había uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgraciado que criminal, un ebanista que, en un empetu momento de arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión.

En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me acercase a su ventanita, anunciándole y me dijo con tristeza que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. El maestro se la alarguó y él me la besó.

“¡Gracias!¡Gracias!” Le dijo y desapareció. Cuando retiró su mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba negra, un poco entrecana y pobremente vestido.

-“¿Es usted señor -me dijo- el maestro fulano de tal? que daba clase en la cárcel de Turín?

-El mismo. Pero, ¿Quién es usted? -le pregunté.

-“Yo soy -me dijo-el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se recuerda, en la última lección me dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle... para suplicarle y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija que he hecho en la cárcel.

¿Quiere aceptarla como recuerdo mío, señor maestro?

Me quedé atónico, sin decir una palabra. El creyó que no quería aceptar el regalo, y me miró como queriendo decirme:

«¡Seis años de sufrimiento no han bastado, pues, para purificar mis manos!»

«Fue tal y tan viva la expresión de dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me traía Helo aquí»

Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza revelando grandísima paciencia. Tenía esculpida una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor:

«A mi maestro. - Recuerdo del número 78. - «¡Seis años!» Y por debajo, en pequeños caracteres: «Estudio y esperanza»... El maestro no dijo nada más y nos marchamos.»

El maestro no dijo más; nos fuimos. En todo el trayecto, desde Moncalieri hasta Turín, yo no podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, aque «¡adiós!» al maestro, de despedida, el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante... iBien lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Deroso, después de copiar el problema de aritmética para el examen mensual, referí a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando sobre el cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: «¡Seis años!» Deroso se sobresaltó ante semejantes palabras;comenzó a mirar tan pronto a mí como a Croso, el hijo de la verdulera, que estaba en el banco de adelante, dándonos la espalda, enteramente absorto en su problema.

-¡Silencio! -me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo-. ¿No sabes? Croso me dijo anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos de su padre, recién llegado de América:

Un tintero cónico, hecho a mano, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! «¡Seis años!»… El decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cárcel. Croso era muy pequeño cuando se cometió el delito; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto!

Me quedé sin poder articular palabra, mirando fijamente a Croso. Deroso entonces resolvió el problema y se lo pasó a Croso por debajo del banco. Le dió una hoja de papel, le quitó de las manos El enfermero del chacho, cuento mensual que el maestro le había dado a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a nadie y, cuando estuvimos fuera de clase, me dijo precipitadamente:

-Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido hoy a esperarlo; tú haz lo que haga yo.

Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Croso en lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, más bien con algunas canas, malemente vestido, de semblante pálido y pensativo. Deroso estrechó la mano de Croso, para que le viese, y le dijo en voz alta:

-Hasta mañana, Croso -y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Deroso, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo también. El padre de Croso nos miró atentamente, con ojos de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón.
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lunes, noviembre 19, 2007

EDMUNDO DE AMICIS (CORAZÓN)


Febrero

Medalla bien concedida

Sábado, 4



Esta mañana vino a repartir los premios el Inspector de escuelas, un señor con la barba blanca y vestido de negro. Entró con el Director poco antes de terminar las clases y tomó asiento al lado del maestro. Hizo varias preguntas a varios niños y luego entregó la primera medalla a Deroso. Y antes de dar la segunda, estuvo oyendo un momento al al maestro y al director, que le hablaban en voz baja. Todos nos preguntábamos:

«¿A quién dará la segunda?»

El Inspector dijo entonces en voz alta:

-En esta semana se ha hecho merecedor de la segunda medalla el alumno Pedro Precusa; y la merece, no sólo por los trabajos lo que ha trabajado en su casa, si no también por las lecciones, la caligrafía, el comportamiento en suma : y todo en general.

Todos se volvieron a mirar a Precusa, y en todos los semblantes pudiéndose apreciar que aprobábamos tal distinción en la expresión de nuestros rostros se reflejaba la misma alegría. Precosa se levantó, pero estaba tan confuso que no sabía a dónde ir.

El Inspector lo llamó: Ven aca y él salió del banco, yendo a situarse al lado del maestro.

El Inspector, después de fijar atentamente en la cara color de cera, en el desmedrado cuerpo enfundado en su ropa remendada y que no había sido hecha a su medida de nuestro ejemplar compañero, así como en sus bondadosos y tristones ojos que rehuían enfrentarse con los suyos, dejando adivinar una historia de grandes sufrimientos.

Al prenderle después la medalla en el pecho, le dijo con voz llena de cariño:

-Precusa, te concedo la medalla. Nadie más digno que tú para llevarla, no sólo por tu clara inteligencia y la buena voluntad de que has dado pruebas, sino también por tu corazón, por tu valor, por ser un hijo magnífico. En ti resplandecen.

¿No es verdad -añadió, dirigiéndose a nosotros- que también la merece por eso?

-Sí, sí –respondieron todos a una voz a coro.
Precosa, contrayendo su garganta como si necesitace tragar alguna cosa, y dorigió sobre los bancos una dulcísima mirada por los bancos para expresarnos su mirada llena de inmebnsa gratitud.

-Puedes retirarte, querido muchacho -Añadió el Inspector-, y que: ¡Dios te proteja.!

Era la hora de salida, y los de mi clase fuimos los primeros en salir, antes que todas, y apenas estuvimos fuera de la puerta… ¡A quién vemos alli, en el salón de espera, precisamente a la puerta!, vimos en el gran zaguán, al padre de Precusa, el herrero, pálido como de costumbre, con su torva mirada, con el pelo hasta los ojos, la gorra madio ladeada y tambaleándose.

El maestro lo reconoció en seguida y se dijo unas palabras al oído del Inspector, quien éste se fue presuroso en busca de Precusa, le tomó de la mano y lo llevó a su padre. El chico temblaba. También se acercaron el maestro y el Director, se habín acercado , y muchos chicos habían formado círculos les hicieron corro.

-Usted es el padre dé éste muchacho, ¿no es verdad? -preguntó el Inspector al herrero con aire jovial, como si hubiesen sido amigos. Sin esperar la respuesta, añadió:

-Le felicito. Me alegro mucho. Mire: ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro de sus compañeros; y se la ha merecido por la Redacción, la Aritmética y por todo. Es un muchacho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que, sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; es querido y estimado por todos; le aseguro que puede usted estar orgulloso de él.

El herrero, que había permanecido escuchando con la boca abierta, miró fijamente al Inspector y al Director, y luego a su hijo, que estaba delante de él con la ojos baja, sin parar de temblar; y como si recordase o comprendiese entonces por primera vez lo que había hecho padecer a su pequeñuelo, así como la bondad y constancia heroica y perseverancia con que le había aguantado, se le advirtió de pronto en su cara cierta estupefacta admiración, luego una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y triste; y tomando fuertemente rápido gesto al muchacho por la cabeza y lo estrechó fuertemente contra su pecho. Todos nosotros pasamos por delante de él. Yo le invité a que viniese a casa el jueves con Garrón y Crosi; otros le saludaron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limitaban a tocar la medalla; todos le decían algo.

El padre nos miraba con cara de atontado, apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.



Febrero

Buenas propósitos

Domingo, 5



La medalla dada a Precusa ha despertado en mí cierto remordimiento. ¡Yo todavía no he ganado ninguna! De un tiempo a esta parte no estudio lo suficiente y estoy descontento de mí, de igual modo que también lo están el maestro, mi padre y mi madre. Ni siquiera me divierto con la misma satisfacción que antes, cuando trabajaba de buena gana. Recuerdo que de la mesa corría a mis juegos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un mes entero. Ahora no me siento con los míos a la mesa con el mismo gusto de tiempos atrás. Parece que me persigue una sombra en el ánimo y que una voz interior me dice continuamente: «Esto no marcha, no va de ninguna manera.»

Cuando a primeras horas de la noche veo pasar por la plaza a tantos jóvenes y mayores, que regresan del trabajo, visiblemente cansados, pero alegres y satisfechos, su paso impacientes que apresuran el paso para llegar pronto a su casa, lavarse y ponerse a comer, hablando fuerte, riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el carbón o blanqueadas por el yeso y la cal, y pienso que han estado trabajando de sol a sol en los tejados, delante de los hornos, entre máquinas o dentro del agua, o bajo la tierra, sin comer, quizá, más que un pedazo de pan, me siento avergonzado, yo, ya que en todo ese tiempo no me ha faltado nada y me he limitado a emborronar de mala gana cuatro paginas.

¡Ah, sí! ¡Sí. Estoy descontento, me encuentro insatisfecho.!

Bien yo veo que mi padre está de mal humor y quisiera decírmelo, pero aguanta con pena y espera todavía. ¡Querido padre! ¡tú que tanto trabajas!

Tuyo es cuanto veo y toco en casa. Todo lo que me abriga y alimenta, lo que me instruye y me divierte, todo es fruto es de tu trabajo, y yo, en cambio, no me esfuerzo; todo te ha costado preocupaciones, priva ciones, sinsabores, fatigas, disgustos, esfuerzos y yo no te correspondo cumpliendo debidamente mi obligación:

¡Ah,y no me esfuerzo yo!¡Ah no! ¡esto es demasiado injusto y me roba la paz.!

Desde hoy quiero empezar una nueva vida, estudiar, como Estardo, con los puños y los dientes apretados, quiero ponerme a ello con toda la fuerza de mi voluntad y de mi alma; trabajar en los quehaceres de la escuela con toda la fuerza de mi voluntad y de mi corazón; quiero vencer el sueño por la noche, saltar temprano de la cama, avivar mi inteligencia sin cesar, dominar plenamente mi pereza, fatigarme y hasta sufrir, para no arrastrar ya más esta vida de debilidad y de desgana, que me envilece y llena de tristeza a mis padres.

¡Animo y a trabajar! ¡A trabajar con toda el alma y las fuerzas de que soy capaz! ¡Al trabajo me dará tranquilo reposo, juegos alegres y comidas satisfactorias; me traerá de nuevo la complaciente sonrisa de mi maestro y el bendito beso y cariño de mis padres.!
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